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Authors: Agatha Christie

El testigo mudo (6 page)

Tuve que admitir que aquello era difícil de contestar. De hecho, no podía imaginar ninguna respuesta realmente satisfactoria. Así que me limité a mover negativamente la cabeza y callarme.

Poirot asintió con gravedad.

—Ya ve usted; es un detalle. Sí, decididamente, es un detalle muy curioso.

Se dirigió al escritorio y cogió una pluma.

—¿Va a contestar? —pregunté.


Oui, mon ami!

El silencio reinó en la habitación, roto sólo por el roce de la pluma que Poirot deslizaba sobre el papel. Era una mañana calurosa, sin un soplo de aire. Un fuerte olor a polvo de asfalto entraba por la ventana.

Poirot se levantó al fin con la carta terminada en la mano. Abrió un cajón y sacó un estuche cuadrado. Extrajo un sello de correos que mojó en una esponja y se dispuso a pegarlo en el sobre.

Pero de pronto se detuvo, con el sello en la mano, moviendo la cabeza con decisión.


Non!
—exclamó—. En esto me he equivocado.

Rasgó en dos trozos el sobre y lo tiró a la papelera.

—No debemos tratar así este asunto. Tenemos que irnos, amigo mío.

—¿Quiere usted decir que nos vamos a Market Basing?

—Precisamente. ¿Por qué no? ¿No se ahoga uno hoy en Londres? ¿No sería agradable un poco de aire campestre?

—Bueno; si pone las cosas así... —dije—. ¿Vamos en el coche?

Había adquirido un «Austin» de segunda mano.

—Excelente. Hace un buen día para dar un paseo en automóvil. Poca falta le hará la bufanda. Un ligero sobretodo; un pañuelo de seda... será bastante.

—Querido amigo; no vamos al Polo Norte —protesté.

—Hay que tener mucho cuidado para no pescar un resfriado —sentenció Poirot.

—¿En día como éste?

Sin hacer caso de mis protestas, Poirot procedió a enfundarse un sobretodo de color canela, envolviéndose luego la garganta con un pañuelo de seda blanca.

Después de colocar con cuidado el sello mojado, boca abajo, en el papel secante de la carpeta, para que se secara, salimos juntos de la habitación.

Capítulo VI
-
Visitamos Littlegreen House

No sé cómo se encontraría Poirot con la gabardina y el pañuelo, pero yo estaba poco menos que asado antes de que saliéramos de Londres. Un coche abierto, en pleno tráfico, dista mucho de ser un sitio fresco en un caluroso día de verano.

Sin embargo, una vez que dejamos atrás la ciudad y hubimos corrido un poco por la gran autopista del oeste, me sentí mucho mejor.

La excursión duró cerca de hora y media y eran casi las doce cuando llegamos al pueblecito de Market Basing. Primitivamente estuvo situado al borde de la carretera principal; pero ahora, una desviación de la autopista lo había dejado a unas tres millas de la corriente principal del tráfico y, por lo tanto, parecía como si hubiera tomado un aspecto de dignidad y quietud. Su única calle amplia y la gran plaza del mercado parecían decir: «En tiempos fui un pueblo importante y para cualquier persona con sentido común y educación, sigo siendo el mismo. Dejad que ese mundo apresurado se deslice por su nueva autopista. Yo fui construido para durar muchos años, en aquellos tiempos en que la solidez y la belleza iban de la mano.»

Había un aparcamiento en mitad de la gran plaza, aunque sólo unos pocos coches lo ocupaban. Estacioné el «Austin» mientras Poirot se despojaba de sus superfluos ropajes y comprobaba que sus bigotes estaban en adecuadas condiciones de simétrica arrogancia. Con esto, estuvimos listos para actuar.

Por rara casualidad, nuestra primera tentativa para orientarnos no tuvo la respuesta acostumbrada: «Lo siento, soy forastero». Según parecía, esto daba a entender que no había forasteros en Market Basing. Ésa fue la impresión que sacamos. Ya me había dado cuenta de que Poirot y yo mismo, pero especialmente Poirot, teníamos que llamar la atención. Resaltábamos, por fuerza, sobre el fondo apacible de aquel viejo pueblo inglés, firmemente agarrado a sus tradiciones.

—¿Littlegreen House? —el hombre corpulento y con ojos bovinos, nos examinó con aspecto pensativo—. Sigan derechos por la calle Alta y no pueden perderse. A la izquierda. No hay ningún letrero en la cancela; pero es el primer edificio grande después del Banco. No pueden equivocarse —repitió.

Nos siguió con la mirada mientras emprendíamos el camino.

—¡Válgame Dios! —me quejé—. Hay algo en este pueblo que me hace sentir extremadamente notable. Y usted, Poirot, tiene un aspecto exótico por completo.

—Cree usted que van a darse cuenta de que soy extranjero, ¿no es eso?

—Es cosa que clama al cielo —le aseguré.

—Y sin embargo, mis ropas están confeccionadas por un sastre inglés —refunfuñó Poirot.

—El hábito no hace al monje —continué—. No se puede negar que tiene usted una poderosa personalidad. A veces me he extrañado que ello no le produjera complicaciones en su carrera.

Mi amigo suspiró.

—Tiene usted metida en la cabeza la errónea idea de que un detective debe ser un hombre que se ponga barba postiza y se oculte tras un pilar. La barba postiza es un
vieux jeu
y el seguir a la gente es cosa que solamente la llevan a cabo los componentes de las clases más inferiores de nuestra profesión. Hércules Poirot, amigo mío, necesita tan sólo retreparse en un sillón y pensar.

—Lo cual explica el que ahora nos encontremos recorriendo esta calle en una calurosa mañana veraniega.

—Eso se puede refutar fácilmente, Hastings. Por una sola vez, lo reconozco, me he salido de mis casillas.

Encontramos fácilmente Littlegreen House, pero nos esperaba una sorpresa... un anuncio de venta firmado por un agente corredor de fincas.

Mientras lo leíamos, atrajo mi atención el ladrido de un perro. Los arbustos no eran muy espesos y lo pude ver en seguida. Era un terrier de pelo duro, quizá demasiado peludo para la estación en que estábamos. Se apoyaba sobre las patas abiertas, inclinado ligeramente a un lado y ladraba con evidente placer por lo que estaba haciendo, lo cual demostraba que su actitud se basaba en motivos afectuosos.

—Soy un buen perro guardián, ¿no te parece? —ladraba—. ¡No te preocupes por mis ladridos! Así es como me divierto. Aunque, desde luego, también es mi deber. ¡Sólo es para que sepan que hay un perro en la casa! ¡Qué mañana más sosa! ¡No sabes lo que me gustaría tener algo que hacer! ¿Vais a entrar? Espero que sí. ¡Maldito aburrimiento! Necesito hablar con alguien.

—¡Hola, chico! —dije, adelantando la mano.

Estiró el cuello por entre los barrotes de la verja y me olfateó con aire de sospecha. Luego movió gentilmente la cola y lanzó alegremente una serie de cortos y agudos ladridos.

—No es una presentación en regla, desde luego —pareció decir—. Qué le vamos a hacer. Pero ya veo que sabes suplir la falta.

—Buen muchacho —dije.

—¡Uf! —contestó el terrier amablemente.

—¿Y bien, Poirot? —pregunté, abandonando esta conversación y dirigiéndome a mi amigo.

Tenía una expresión rara en la cara... una expresión que no pude descifrar. La mejor forma de describirla era comparándola con una excitación deliberadamente reprimida.

—El incidente de la pelota del perro —murmuró—. Bueno; por lo menos tenemos aquí el perro.

—¡Uf! —intercaló nuestro nuevo amigo.

El perro se sentó, bostezó y nos dirigió una mirada expectante.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.

El terrier parecía que formulaba la misma interrogación.


Parbleau!
Vamos a ver a los señores..., ¿cómo se llaman? Ah, sí; señores Gabler y Strecher.

—Eso parece lo más convincente —repliqué.

Volvimos sobre nuestros pasos y mi reciente amistad canina se quedó lanzando unos cuantos ladridos de disgusto.

Las oficinas de los señores Gabler y Strecher estaban situadas en la plaza del mercado. Entramos en un sombrío antedespacho donde nos recibió una señorita de aspecto linfático y ojos sin brillo.

—Buenos días —saludó Poirot cortésmente.

La joven estaba hablando por teléfono, pero con una seña nos indicó una silla y Poirot se sentó. Yo cogí otra y la acerqué a la de mi amigo.

—No puedo decírselo, de veras —decía entretanto la joven a su invisible interlocutor—. No sé a cuánto ascenderán los derechos... ¿Cómo ha dicho? Oh, sí; me parece que tiene agua corriente; pero desde luego, no se lo puedo asegurar... Lo siento mucho... No; ha salido... No: no puedo decírselo... Sí; descuide, se lo diré... Sí. ¿8.136? ¿Quiere repetirlo, por favor...? Ah... 8.935... 39... Ah, 5.135... Sí; le diré que telefonee... después de las seis... Ah, perdón, antes de las seis... Muchísimas gracias... No lo olvidaré...

Dejó el auricular en su sitio y escribió el número 5.319 en el secante de la carpeta. Luego se volvió y dirigió una suave aunque escrutadora mirada a Poirot.

El detective empezó a hablar con viveza.

—Me he enterado de que tienen una casa para vender en las afueras del pueblo. Me parece que se llama Littlegreen House.

—Perdón, ¿cómo ha dicho?

—Una casa por alquilar o vender —repitió Poirot despacio y recalcando con fuerza las palabras—. Littlegreen House.

—Ah, Littlegreen House —contestó la joven vagamente—. ¿Littlegreen House ha dicho usted?

—Eso es.

—Littlegreen House —repitió ella haciendo un tremendo esfuerzo mental—. Oh, bien. Creo que el señor Gabler sabrá algo de eso.

—¿Podría ver al señor Gabler?

—Ha salido —respondió la señorita con una especie de tenue y anémica satisfacción, como si dijera: «Me he apuntado un tanto».

—¿Sabe usted cuándo volverá?

—Lo siento, pero no lo sé.

—Como usted habrá comprendido, estoy buscando una casa por estos alrededores.

—¿Ah, sí? —dijo la joven sin ningún interés.

—Y Littlegreen House, parece ser la que yo andaba buscando. ¿Podría darme algún detalle de la casa?

—¿Algún detalle? —se sobresaltó la muchacha.

—Sí; detalles de Littlegreen House.

De mala gana, la chica abrió un cajón y sacó un rimero de papeles arrugados. Luego llamó:

—¡John!

Un larguirucho mozalbete que estaba sentado en un rincón, levantó la cabeza.

—Diga, señorita.

—¿Tenemos detalles de...? ¿Cómo dijo usted que se llama?

—Littlegreen House —repitió Poirot pacientemente.

—Tienen ustedes aquí un anuncio sobre el particular —intervine yo señalando la pared.

La muchacha me miró fríamente. Dos contra uno no está bien, pareció pensar. Así es que recurrió a sus propios refuerzos para cumplimentar.

—Tú no sabes nada acerca de Littlegreen House, ¿verdad, John?

—No, señorita. En todo caso, estará entre esos papeles —y señaló el montón que sacó antes la muchacha.

—Lo siento —dijo ella sin mirar siquiera donde se le había sugerido—. Me parece que habremos enviado esos detalles a alguien.


C'est dommage
.

—¿Cómo dice?

—Que es una lástima.

—Tenemos un bonito
bungalow
en Hemel End, con sitio para dos camas.

La joven hablaba sin ningún interés, como quien quiere cumplir sus obligaciones con el dueño del negocio.

—Muchas gracias, no me interesa.

—Y una habitación semi independiente con un pequeño invernadero. Le puedo dar detalles de ella.

—No, gracias. Lo que me interesa saber es cuánto piden de renta por Littlegreen House.

—Pero si no se alquila —dijo la joven abandonando su posición de completa ignorancia por el mero placer de discutir—. Solamente se vende.

—El anuncio dice: «Por alquilar o vender».

—No quiero discutirlo, pues sólo se vende.

Cuando la batalla estaba en este punto, se abrió la puerta y entró un caballero de mediana edad, con los cabellos grises. Sus ojos nos miraron inquisitivamente y con las cejas pareció formular una pregunta a la empleada.

—Éste es el señor Gabler —dijo la joven.

El aludido abrió la puerta de su despacho privado con un gesto elegante.

—Pasen por aquí, señores.

Cuando entramos nos señaló con amplio ademán dos sillas, mientras se sentaba frente a nosotros detrás de una gran mesa.

—Bueno; ¿en qué puedo servirles?

Poirot empezó de nuevo con perseverancia admirable.

—Necesito conocer unos pocos detalles sobre Littlegreen House...

No llegó más lejos. El señor Gabler inmediatamente tomó la iniciativa.

—¡Ah, Littlegreen House...!, ¡ésa sí que es una buena finca! Una verdadera ganga. Y acaba de ponerse en venta. Les puedo asegurar, caballeros, que no encontramos a menudo casas de esta clase al precio con que se ofrece ésta. Es de un gusto exquisito. La gente está ya harta de edificios presuntuosos y cursis. Quieren cosas positivas. Buenas y honradas construcciones. Una finca hermosísima... con carácter... sentimiento... estilo georgiano en su totalidad. Eso es lo que la gente quiere ahora... Hay cierta predisposición por las casas de época. Supongo que comprenderán a qué me refiero. Sí; desde luego. Littlegreen House no estará mucho tiempo en venta. Me la quitarán de las manos, ¡estoy seguro! Un miembro del Parlamento vino a verla precisamente el sábado pasado. Le gustó tanto que volverá este fin de semana. Y también hay un señor agente de Bolsa, que se interesa por la finca. La gente quiere disfrutar de tranquilidad cuando va al campo y prefiere estar lejos de las grandes autopistas. Esto está muy bien para algunos; pero nosotros queremos atraer aquí «clase». Y eso es lo que tiene la clase, ¡clase! Reconocerán ustedes que antes sabían cómo construir para señores. Si, no figurará mucho tiempo en nuestros libros Littlegreen House.

El señor Gabler, a quien le estaba muy bien aplicado el nombre
[2]
, hizo una pausa para tomar aliento.

—¿Ha cambiado de propietario a menudo en los últimos años? —preguntó Poirot.

—Al contrario. Ha pertenecido a una misma familia durante medio siglo. La familia Arundell. Muy respetada en el pueblo. Señores a la antigua usanza.

Calló de pronto; abrió la puerta del despacho y ordenó:

—Señorita Jenkins, déme los pormenores de Littlegreen House. De prisa.

Volvió a sentarse frente a nosotros.

—Necesito una casa, poco más o menos, a esta distancia de Londres —comentó Poirot—. En el campo; pero no en un descampado. Supongo que me comprenderá...

—Perfectamente, perfectamente. No conviene demasiada soledad. La servidumbre protesta. Aquí, sin embargo, existen todas las ventajas del campo; pero no sus inconvenientes.

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