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Authors: Agatha Christie

El testigo mudo (2 page)

—Según tengo entendido, es un médico bastante bueno.

—Pero con esos lentes de pinza... ¡y esa forma tan seca de hablar. En mis buenos tiempos lo hubiéramos llamado un zoquete engreído.

Hubo una pausa, mientras la memoria de la señorita Peabody, retrocediendo al pasado, conjuraba la visión de hombres arrogantes y barbudos.

Al cabo de un rato prosiguió:

—Si viene, envíame a ese perdido de Charles para que lo vea.

—Pierde cuidado. Se lo diré.

Las dos damas se separaron.

Hacía más de cincuenta años que se conocían. La señorita Peabody estaba enterada de ciertos episodios no muy eficientes de la vida del general Arundell, padre de Emily. Sabía también el disgusto que el matrimonio de Thomas Arundell produjo a sus hermanas, y tenía formada una idea bastante acertada sobre algunas incidencias relacionadas con la nueva generación de los Arundell.

Pero ni una palabra se había cruzado entre ellas respecto a estas cuestiones. Eran las representantes de la dignidad, solidaridad y orgullo de sus familias.

La señorita Arundell se dirigió a su casa, llevando a
Bob
trotando formalmente detrás de ella. Emily admitía consigo misma lo que nunca hubiera admitido con otro ser humano. El descontento que le producían sus parientes jóvenes.

Theresa, por ejemplo. No hubo forma de controlar a Theresa desde que pudo disponer de su propio dinero cuando cumplió los veintiún años. Desde entonces, la muchacha había conseguido cierta notoriedad. Su fotografía aparecía a menudo en los periódicos. Pertenecía a una joven, brillante y atrevida pandilla de Londres. Organizaba extravagantes diversiones que, en más de una ocasión, terminaban en alguna Comisaría de Policía. No era ésta la clase de popularidad que Emily aprobaba para un Arundell. De hecho le disgustaba, casi en forma general, la manera de vivir de Theresa. Por lo que se refería al noviazgo de la muchacha, estaba verdaderamente confusa. Por una parte, no podía considerar a un médico principiante, como Donaldson, bastante buen partido para una Arundell. Y de otra, estaba segura de que Theresa era la esposa menos indicada para un apacible doctor pueblerino.

Sin darse cuenta, sus pensamientos se dirigieron a Bella. A ésta sí que era difícil encontrale una falta. Era una mujer íntegra; altamente ejemplar en su conducta... y ¡extremadamente tonta! A pesar de todo ello no podía aprobar por completo su forma de ser, porque se había casado con un extranjero y no tan sólo extranjero, sino griego. En la mente llena de prejuicios de la señorita Arundell, un griego era casi como un turco. El hecho de que el doctor Tanios tuviera un trato agradable y fama de entender a fondo su profesión, hacía que se sintiera todavía más predispuesta contra él. No le gustaba ni las maneras afectuosas ni los cumplidos, pues desconfiaba de ellos. Por esta razón, también, le fue muy difícil llegar a querer a los niños. Ambos se parecían físicamente a su padre y en ellos no podía encontrarse nada inglés.

Y luego Charles.

Sí. Charles.

No había por qué cerrar los ojos a la realidad; a pesar de ser encantador, no se podía confiar en él...

Emily parpadeó. Se sintió súbitamente cansada, vieja, deprimida...

Supuso que su vida no podía durar ya mucho más...

Recordó el testamento que otorgara hacía muchos años.

Legados a los supervivientes; mandas para obras de caridad y el grueso de su fortuna, bastante considerable, para ser repartido equitativamente entre ellos, sus tres parientes más próximos.

Seguía opinando que había obrado de la forma más justa y razonable. De pronto, una pregunta cruzó por su mente. ¿Habría alguna manera de asegurar la parte que correspondiera a Bella, para que su marido no pudiera aprovecharse...? Consultaría al señor Purvis.

Volvió en sí cuando llegó a la cancela de Littlegreen House.

Charles y Theresa vendrían en automóvil. Los Tanios en tren.

Los hermanos llegaron primero. Charles, alto y de buen aspecto, dijo con su habitual tono burlón:

—¡Hola, tía Emily! ¿Cómo se encuentra? Parece que está usted muy bien!

Y la besó:

Theresa oprimió su joven e indiferente mejilla contra la marchita de Emily.

—¿Cómo está, tía?

Theresa no tenía buen aspecto, ni mucho menos, pensó Emily. La cara, bajo el copioso maquillaje, aparecía macilenta y un círculo oscuro rodeaba sus ojos.

El té estaba servido en el salón. Bella Tanios, con el pelo desparramado en mechones bajo su bonito sombrero, puesto con más buena intención que acierto, miraba fijamente a su prima. Theresa, esforzándose patéticamente en asimilar, para acordarse luego, los detalles de la ropa que usaba la muchacha. En esta vida, el destino de la pobre Bella era estar intensamente apasionada por todo lo que se refería a la moda; pero sin poseer el gusto necesario para saber distinguir. Los vestidos que llevaba Theresa eran de los más caros; un poco atrevidos, pero tenía una figura exquisita.

Cuando Bella llegó a Inglaterra desde Esmirna, trató a toda costa de imitar la elegancia de Theresa.

El doctor Tanios, alto, barbudo y bien parecido, estaba hablando con la señorita Arundell. Tenía la voz cálida y llena de sonoridad; una voz atractiva que encantaba a todos los que la escuchaban. A pesar de sus prejuicios, casi le gustaba a Emily.

Minnie Lawson, entretanto, estaba atareadísima. Iba de aquí para allá; llevaba platos y removía las tazas en la mesilla de té. Charles, que poseía una excelente educación, se levantó más de una vez para ayudarla, pero ella no pareció quedar muy agradecida por este gesto.

Cuando, después del té, salieron todos a dar una vuelta por el jardín. Charles murmuró por lo bajo al oído de su hermana:

—¿No le gusto a la señorita Lawson? Es extraño, ¿no te parece?

—Muy extraño —replicó Theresa burlonamente—. ¿De modo que existe una persona que no se deja dominar por tu fatal fascinación?

Charles hizo una mueca picaresca.

—Suerte que se trata sólo de la señorita Lawson.

La aludida paseaba entonces con la señora Tanios y le estaba formulando algunas preguntas acerca de los niños. La macilenta cara de Bella se animó. Olvidó observar a Theresa y empezó a hablar con volubilidad. Mary había dicho una cosa sumamente graciosa cuando venían en el barco...

Encontró en Minnie Lawson una oyente que simpatizaba con cuanto decía.

Poco rato después, un joven de cabellos rubios y cara solemne, en la que destacaban unos lentes de pinza, salió de la casa y avanzó por el jardín. Parecía algo embarazado. La señorita Arundell le dio la bienvenida cortésmente.

—¡Hola, Rex! —exclamó Theresa.

Y apoyando su brazo en el de él, se alejaron ambos del grupo.

Charles hizo un gesto y desapareció en busca del jardinero, su viejo aliado desde que era un chiquillo.

Cuando la señorita Arundell volvió a entrar en la casa, su sobrino estaba jugando con
Bob
. En lo alto de la escalera, el perro tenía una pelota en la boca y movía alegremente la cola.

—Vamos, chicos —dijo Charles.

Bob
se sentó sobre sus patas traseras y empujó la pelota con la nariz, muy despacio, hasta el borde del primer peldaño. Cuando, por fin, la hizo saltar, se levantó dando muestras de gran regocijo, mientras la pelota rebotaba de un peldaño en otro. Charles la recogió y volvió a lanzarla hacia arriba. Después, la maniobra se repitió una vez más.

—No está mal el jueguecito —comentó Charles, complacido.

Emily Arundell sonrió.

—Así se estaría durante horas —dijo.

Dio la vuelta y se dirigió al salón, seguida por Charles.
Bob
lanzó un ladrido de disgusto.

Mirando por la ventana, el joven indicó:

—Mire a Theresa y a su novio. ¡Hacen una pareja muy rara!

—¿Crees que Theresa ha tomado lo suficientemente en serio la cosa?

—¡Está loca por él! —contestó Charles en tono confidencial—. Un gusto bastante raro... pero qué le vamos a hacer. Creo que debe ser por la forma como él la mira, como si fuera algo maravilloso y no una mujer. Eso es una novedad para Theresa. Lástima que el chico no tenga dónde caerse muerto. Theresa tiene unos gastos demasiado costosos.

Su tía comentó con gravedad:

—No me cabe la menor duda de que ella puede cambiar su modo de vivir... si lo desea. Y, después de todo, Theresa tiene sus propios ingresos.

—¿Cómo? ¡Oh, sí, sí! Desde luego.

Charles dirigió una tímida mirada a su tía.

Por la noche, cuando todos estaban reunidos en el salón esperando a que se sirviera la cena, se oyó un gran estrépito en la escalera. Charles entró al cabo de un momento con la cara sofocada.

—Lo siento, tía Emily. ¿Llego tarde? Ese perro casi me hace dar el más espantoso de los batacazos. Se ha dejado la pelota en lo alto de la escalera.

—¡Qué perrito más descuidado! —exclamó la señorita Lawson inclinándose hacia
Bob
.

El perro la miró con desdén y volvió la cabeza hacia otro lado.

—Ya sabe que lo hizo otras veces —dijo la señorita Arundell—. Es verdaderamente peligroso. Minnie, vaya a buscar la pelota y guárdesela bien.

La señorita Lawson se apresuró a cumplir la orden.

El doctor Tanios monopolizó la conversación durante casi todo el tiempo que duró la cena. Contó divertidas anécdotas de su vida en Esmirna.

Era todavía muy temprano cuando se disolvió la reunión y cada uno se dirigió a su dormitorio. La señorita Lawson, cargada con un ovillo de lana, un par de gafas, una gran bolsa de terciopelo y un libro, acompañó a Emily hasta su habitación, sin dejar de charlar volublemente ni un solo momento.

—El doctor Tanios es muy divertido. Una de esas compañías que no cansan. No es que me preocupe gran cosa por ese modo de vivir... Supongo que cada uno se arregla como puede... Pero la leche de cabra tiene un sabor tan desagradable...

—No sea tonta, Minnie —interrumpió su señora—. Dígale a Ellen que me llame a las seis y media.

—Desde luego, señorita Arundell. Le dije que no preparara té; aunque no creo que eso sea aconsejable. Como usted ya sabe, el vicario de Southbridge, que es uno de los hombres más escrupulosos que conozco, me dijo claramente que no había necesidad de ayunar.

Una vez más, Emily la interrumpió con notoria sequedad.

—Nunca he tomado nada antes del servicio matutino y no voy a empezar ahora. Usted puede hacer lo que le parezca.

—¡Oh, no...! No quise decir... Estoy segura.

La señora Lawson se aturdió.

—Quítele el collar a
Bob
—dijo la señora.

La mujer se apresuró a obedecerle, y tratando de congraciarse, dijo:

—¡Qué velada tan agradable! Parecen todos tan contentos de encontrarse aquí...

—¡Hum! —refunfuñó Emily—. Están aquí para ver lo que pueden sacarme.

—Oh; no diga eso, señorita Arundell...

—Mire, Minnie; sepa usted que no soy tonta. Sólo me pregunto quién de ellos empezará a pedir primero.

No tuvo que esperar mucho para salir de dudas. Ella y la señorita Lawson volvieron del servicio matutino poco después de las nueve de la mañana. El doctor Tanios y su esposa estaban en el comedor; pero no había trazas de los hermanos Arundell. Después de desayunar, cuando el matrimonio se retiró, Emily se ocupó de anotar varias cuentas en una libreta.

Cerca de las diez entró Charles.

—Siento haber llegado tarde, tía Emily. Theresa no se encuentra bien. No ha podido pegar un ojo en toda la noche.

—A las nueve y media se quita la mesa del desayuno —replicó la señorita Arundell—. Ya sé que es moda no tener ninguna consideración con los sirvientes; pero en mi casa no ocurre eso.

—¡Bravo! ¡Ése es el verdadero espíritu señorial!

Charles procuró atemperarse al humor de su tía y tomó asiento a su lado.

Como de costumbre, tenía expresión afable. Casi sin darse cuenta, Emily se encontró de pronto dirigiéndole una indulgente sonrisa. Alentado por este signo de confianza, Charles se lanzó.

—Oiga, tía Emily. Siento mucho tener que molestarla; pero estoy en un endiablado callejón sin salida. ¿Podría usted ayudarme? Cien libras bastarían.

La cara de Emily no era precisamente alentadora. Su expresión denotaba el disgusto que le causaba aquello.

No tenía empacho de decir lo que sentía. Y lo dijo.

Minnie Lawson, que andaba trajinando por el vestíbulo, casi tropezó con Charles, cuando éste salió del comedor. Lo miró con curiosidad y luego entró en la habitación, donde encontró a su ama, sentada y con la cara arrebolada.

Capítulo II
-
La familia

Charles subió con ligereza la escalera y llamó a la puerta de la habitación de su hermana. La invitación para que pasara adelante no se hizo esperar y el joven entró en el dormitorio.

Theresa estaba sentada en la cama, bostezando.

El muchacho tomó asiento a los pies de ella.

—Eres una chica muy decorativa, Theresa —observó con tono apreciativo.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella bruscamente.

Charles hizo un gesto vago.

—De mal humor, ¿eh? Bueno, te he ganado por la mano, chica. Quiero decir que di el golpe antes de que lo intentaras tú.

—Está bien, ¿y qué?

Su hermano extendió las manos con elocuente ademán.

—¡No hay nada que hacer! Tía Emily me despachó pronto y bien. Insinuó que no se había hecho ninguna ilusión sobre las causas por las cuales su amantísima familia se había reunido a su alrededor. Y también dejó entrever que sus queridísimos parientes se verían chasqueados. No sacaremos nada, a no ser buenas palabras... y no muchas.

—Debías haber esperado un poco —comentó Theresa con acidez.

Charles volvió a gesticular.

—Temía que tú o Tanios os adelantaseis. Estoy convencido, querida Theresa, de que esta vez no vamos a conseguir nada. La vieja Emily no es tonta.

—Nunca creí que lo fuera.

—Mas traté de intimidarla un poco.

—¿Qué quieres decir? —preguntó su hermana con interés.

—Le dije que estaba siguiendo el camino más seguro para que alguien la eliminara. Después de todo, no puede llevarse los billetes al cielo. ¿Por qué no reparte unos pocos?

—¡Eres un loco, Charles!

—No lo creas. Tengo algo de psicólogo. No es conveniente irle con lloros a la vieja. Prefiere que vayas derecho al grano. Al fin y al cabo le hablé con sentido común. Conseguiremos el dinero cuando se muera, ¿no es eso...?, pues entonces, podría repartir un poco por adelantado. De otra forma, la tentación de quitarla de en medio puede hacerse irresistible.

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