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Authors: Agatha Christie

El testigo mudo (8 page)

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TAMBIÉN A LA DE

MATILDA ANN ARUNDELL

FALLECIDA EL 10 DE MARZO DE 1912

«ME LEVANTARÉ E IRÉ HACIA MI PADRE»

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TAMBIÉN A LA DE

AGNES GEORGINA MARY ARUNDELL

FALLECIDA EL 20 DE NOVIEMBRE DE 1921

«PEDID Y SE OS DARÁ»

Las letras esculpidas que seguían evidentemente estaban recién hechas.

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TAMBIÉN A LA DE

EMILY HARRIET LAVERTON ARUNDELL

FALLECIDA EL 1 DE MAYO DE 1936

«TU LO ACABARAS»

Poirot se quedó mirando durante un rato las inscripciones. Al fin murmuró suavemente:

—El primero de mayo... el primero de mayo... Y hoy, el veintiocho de junio, he recibido su carta. ¿Ve usted, Hastings, como este hecho necesita ser aclarado?

Vi que debía ser así o, mejor dicho, vi que Poirot estaba dispuesto a encontrar la explicación de aquello.

Capítulo VIII
-
El interior de Littlegreen House

Cuando salimos del cementerio, Poirot se dirigió apresuradamente hacia Littlegreen House. Deduje que desempeñaría todavía el papel de posible comprador. Llevaba en la mano diversos permisos que le diera el corredor de fincas y el correspondiente a Littlegreen House estaba encima de todos ellos. Empujó la cancela y recorrió el sendero hasta la puerta principal de la casa.

En esta ocasión nuestro amigo el terrier no estaba a la vista; pero sus ladridos se oían en el interior de la casa, aunque a distancia. Supuse que estaría en la cocina.

Al momento se oyeron unos pasos que cruzaban el vestíbulo y nos abrió la puerta una mujer de rostro agradable. Aparentaba tener de cincuenta a sesenta años y su aspecto era, a todas luces, el de una sirvienta chapada a la antigua; de las que tan raramente se ven en estos días.

Poirot presentó sus permisos.

—Sí, señor. El agente ha telefoneado. ¿Quiere pasar por aquí, señor?

Observé que las contraventanas, cerradas cuando efectuamos nuestra primera visita para explorar el terreno, estaban ahora abiertas de par en par, esperando seguramente a que llegáramos nosotros. Me di cuenta de que todo estaba cuidadosamente limpio y bien conservado. Ello evidenciaba que nuestra guía era una mujer concienzuda en sumo tirado.

—Éste es el cuarto de estar, señor.

Lancé alrededor una mirada de aprobación. Era una habitación agradable, con anchas ventanas que daban a la calle. Estaba provista de buenos y sólidos muebles de estilo antiguo, la mayoría de ellos victorianos; pero vi también una librería Chipendale y un juego de bonitas sillas Hepplewhite.

Poirot y yo nos conducíamos como suele hacerlo la gente cuando le están enseñando una casa. Nos deteníamos ante los muebles, mirándolos con mucho sosiego y murmurando observaciones, tales como: «Muy bonito.» «¿Ha dicho usted que es el cuarto de estar?»

Atravesamos el vestíbulo y la criada nos condujo a la habitación opuesta. Era mucho más grande que la anterior.

—El comedor, señor.

Era en su totalidad de estilo victoriano. El mobiliario estaba compuesto por una pesada mesa de caoba, un aparador macizo de la misma madera, con racimos de fruta esculpidos y sólidas sillas tapizadas de cuero. De las paredes colgaban algunos retratos de familia.

El terrier continuaba ladrando desde cualquier lugar oculto. Pero de pronto, el escándalo aumentó de volumen. Con un crescendo de agudos ladridos, se oyó su galope por el vestíbulo.

—«¿Quién ha entrado en la casa? ¡Le voy a hacer pedazos!», parecía decir.

El perro llegó al umbral de la puerta husmeando violentamente.

—¡Oh,
Bob
! qué perro tan travieso... —exclamó la mujer—. No se asusten. No les hará daño...

En efecto, una vez que
Bob
localizó a los intrusos cambió completamente de modales. Entró bulliciosamente en el comedor y efectuó su propia presentación de una forma muy agradable.

—Encantado de conoceros —observó mientras olfateaba alrededor de nuestros tobillos—. Perdonaréis tanto ruido, ¿no es cierto? Es un trabajo que debo hacer. Hay que tener cuidado con quien se deja entrar, ¿no os parece? Paso una vida muy aburrida y en realidad, no sabéis lo que me alegro cuando veo una cara nueva. Tienes perros, ¿verdad?

—Es bonito el bicho —dije a la mujer—. Aunque necesita que lo esquilen un poco.

—Sí, señor. Por lo general, lo esquilamos tres veces al año.

—¿Tiene mucha edad?

—No, señor. Todavía no tiene seis años. Pero a veces se porta como si fuera un cachorro. Coge las zapatillas de la cocinera y hace cabriolas con ellas. Es muy dócil, aunque nadie lo diría al oír la bulla que mete. La única persona a quien no quiere es al cartero. Es el único que lo saca de quicio.

Bob
estaba ahora investigando las perneras de los pantalones de Poirot. Después de haber husmeado a su gusto lanzó un prolongado resoplido.

—¡Hum!, no está mal; pero me parece que no le gustan los perros.

Se volvió hacia mí ladeando la cabeza y mirándome, como si esperara alguna cosa.

—No sé por qué los perros han de atacar siempre a los carteros —comentó nuestra guía.

—Es una forma de discutir —explicó Poirot—. El perro se basa en una razón. Es inteligente y hace sus deducciones de acuerdo con su punto de vista. Hay gente que puede entrar en casa y hay quien no lo puede hacer; esto lo aprenden pronto los perros.
Eh bien
, ¿cuál es la persona que con más insistencia trata de que la admitan en la casa, llamando dos o tres veces al día y que en ninguna ocasión consigue que le dejen entrar? El cartero. Está claro, pues, que es un huésped indeseable, desde el punto de vista del dueño de la casa. Se le despide siempre, una vez que ha cumplido su deber; pero vuelve después insistiendo sobre lo mismo. Por lo tanto, la obligación de un perro no es dudosa. Debe prestar su ayuda para ahuyentar a este hombre y, si es posible, morderle. Es un proceder altamente razonable.

Señaló a
Bob
.

—Da la impresión de ser un bicho muy inteligente.

—Lo es; sí, señor. A veces parece humano.

La mujer abrió otra puerta.

—El salón, señor.

La vista del salón hacía rememorar tiempos pasados. Una ligera fragancia lo envolvía. Los cortinajes y tapicerías estaban usados y las guirnaldas de rosa estampadas en ellos presentaban un color desvaído. De las paredes colgaban varios grabados y acuarelas. Había gran cantidad de porcelanas; frágiles pastores y pastorcillas. Almohadones bordados a realce. Fotografías descoloridas, en primorosos marcos de plata. Varios costureros y mesillas para té, con delicadas incrustaciones. Pero lo que me pareció más interesante de todo aquello fueron dos damas, exquisitamente recortadas en papel de seda, que se veían bajo unas campanas de cristal. Una de ellas hilaba y la otra tenía un gato sobre las rodillas.

Me envolvía el ambiente de épocas pretéritas; de comodidad, de refinamiento, de «damas y caballeros»... Esto era un «gabinete». Aquí se acomodaban las señoras para hacer sus labores y si alguna vez se encendía un cigarrillo por un privilegiado miembro del sexo fuerte, ¡qué manera de sacudir los cortinajes y orear la habitación cuando aquél se marchaba!

De pronto me fijé en
Bob
. Estaba sentado mirando atentamente una elegante mesa, bajo cuyo tablero se veían dos cajones.

Al darse cuenta de mi observación, lanzó un corto y quejumbroso aullido, mientras su mirada pasaba de mí a la mesa.

—¿Qué es lo que quieres? —pregunté.

Sin duda alguna, el interés que nos tomábamos por
Bob
complacía a la criada que, por lo visto, estaba muy encariñada con él.

—Es su pelota, señor. La guardábamos siempre en ese cajón. Por eso se pone ahí y la pide.

Cambió de voz y se dirigió al perro con un falsete estridente:

—Ya no está ahí, perrito mono. La pelota de
Bob
está en la cocina. En la cocina,
Bob
...

El terrier lanzó una mirada impaciente a Poirot.

—Esta mujer es tonta —parecía decir—. Tú tienes aspecto de ser un individuo inteligente. Las pelotas se guardan en determinados sitios, y este cajón es un de ellos. Siempre se ha guardado aquí una pelota. Por lo tanto, ahí mismo debe estar ahora. Esto es lógica canina, ¿no es cierto?

—No está aquí, chico —dije.

Me miró con aire de duda. Cuando salimos de la habitación nos siguió lentamente, como si no estuviera convencido del todo.

La mujer nos enseñó después varios armarios; un guardarropa instalado bajo la escalera y una pequeña alacena, «donde la señora solía guardar las flores, señor».

—¿Estuvo usted mucho tiempo al servicio de su señora? —preguntó Poirot.

—Veintidós años, señor.

—¿Cuida usted sola de la casa?

—La cocinera y yo, señor.

—¿También ha servido durante tiempo a la señorita Arundell? —preguntó a la criada.

—Solamente cuatro años, señor. La antigua cocinera murió.

—Suponiendo que adquiriera la casa, ¿estaría usted dispuesta a quedarse a mi servicio?

La mujer se sonrió ligeramente.

—Es usted muy amable, señor; pero pienso dejar el servicio. La señora me legó una pequeña cantidad y tengo el propósito de ir a vivir con mi hermana. Si me he quedado aquí ha sido tan sólo para hacerle un favor a la señorita Lawson. Estaré al cuidado de la casa hasta que se venda.

Poirot asintió.

En el silencio que siguió pudo oírse un nuevo ruido: Bump, bump, bump. Un ruido que crecía en volumen y parecía descender del piso superior.

—Es
Bob
, señor —dijo la criada sonriendo—. Ha cogido la pelota y hace que salte de peldaño en peldaño. Le gusta mucho ese juego.

Llegamos al pie de la escalera al mismo tiempo que una pelota de goma negra rebotaba sobre el último escalón. La cogí y miré hacia arriba.
Bob
estaba tendido en el borde superior de la escalera, con las patas delanteras extendidas y moviendo alegremente la cola. Le lancé la pelota. La cogió limpiamente con la boca, la mordió durante unos momentos con verdadero deleite y luego la dejó caer entre sus patas. Después la empujó un poco con la nariz hasta que llegó al borde del primer peldaño y volvió a saltar escaleras abajo. A medida que la pelota avanzaba,
Bob
movía la cola con más energía.

—Así estaría durante horas enteras, señor. Es su juego predilecto. Todo el día, así lo pasa. Ya está bien,
Bob
. Los caballeros tienen algo más importante que hacer, que jugar contigo.

Un perro es un gran promotor de relaciones amistosas. Nuestro interés por
Bob
había roto por completo la reserva natural de la buena sirvienta. Cuando subimos al piso superior para ver los dormitorios, nuestra guía hablaba locuazmente, contándonos diversas anécdotas sobre la maravillosa sagacidad de
Bob
. La pelota quedó al pie de la escalera y cuando pasamos junto al perro éste nos lanzó una mirada de profundo disgusto, mientras empezaba a descender los peldaños para recoger su juguete. Al volver le vi que subía lentamente con la pelota en la boca y el aspecto de un viejecito a quien personas sin conciencia hubieran obligado a realizar un esfuerzo con toda evidencia impropio de su edad.

A medida que recorríamos las habitaciones, Poirot iba sonsacando gradualmente a la mujer.

—Creo que fueron cuatro las señoritas Arundell que vivieron aquí, ¿verdad?

—Al principio, sí. señor; pero eso fue antes de que yo entrara en esta casa. Sólo quedaban la señorita Agnes y la señorita Emily cuando yo vine, y la primera murió pocos años después. Era la más joven de la familia. Parece extraño que muriera antes que su hermana.

—Seguramente no sería tan fuerte como ella.

—No, señor. Eso fue lo extraño. Mi señorita Emily siempre estaba delicada. Ha dado mucho quehacer a los médicos durante toda su vida. La señorita Agnes fue siempre fuerte y robusta; sin embargo, fue la primera en dejarnos. No obstante, la señorita Emily, que estuvo delicada desde niña, sobrevivió a toda la familia. A veces pasan cosas muy raras.

—Es asombroso cómo se produce a menudo ese caso.

Y Poirot se lanzó a relatar una fantástica historia sobre un hipotético tío suyo, inválido; cuento que no quiero molestarme en repetirlo aquí. Baste decir que produjo el efecto que deseaba. Las discusiones sobre la muerte y cosas por el estilo, desatan con más facilidad la lengua de los hombres que cualquier tema. Poirot se encontró entonces en disposición de formular preguntas que hubieran sido acogidas con sospechosa hostilidad veinte minutos antes.

—¿Fue muy larga y dolorosa la enfermedad de la señorita Emily?

—No; no puede decirse que lo fuera, señor. Había estado achacosa durante mucho tiempo; desde hacía dos inviernos. Era muy malo lo que tenía: ictericia. Se le puso amarilla la cara y hasta el blanco de los ojos.

—Oh, sí; realmente... (Aquí una anécdota sobre un irreal primo de Poirot que parecía el mismo Peligro Amarillo en persona.)

—Eso es... tal como usted lo dice, señor. Es horrible esa enfermedad: ¡pobre señorita! No pueden soportar nada. Le aseguro que el doctor Grainger dudaba que curara de ella. Pero la trataba de una forma admirable... amedrentándola. «¿Se ha hecho ya el ánimo de tenderse en la cama y encargar la lápida?», le decía. Y ella le replicaba: «Todavía me quedan dentro unas pocas ganas de luchar, doctor.» «Eso está bien», contestaba él. «Esto es lo que me gusta oír.» Tuvimos una enfermera del hospital que se figuró que aquello era un caso perdido; hasta le dijo al médico, en cierta ocasión, que le parecía mejor no preocupar a la señora forzándola a tomar alimento; pero el doctor le reconvino su manera de pensar. «Tonterías», dijo «¿Preocuparse de ella? Lo que debe hacer es intimidarla un poco en esa cuestión. Extracto de carne a tal y tal hora; cucharaditas de coñac...» Y al final le dijo algo que nunca olvidaré: «Es usted joven, muchacha. No se da cuenta de la cantidad de resistencia y ganas de luchar que proporciona la edad. Son los jóvenes quienes se dejan caer y mueren, porque no tienen suficiente interés por vivir. Muéstreme usted alguien que haya vivido más de setenta años y tendrá delante a un buen luchador... alguien que tiene ganas de vivir.» Y es verdad, señor... A menudo he pensado: «¡Qué dignos de admiración son los ancianos! ¡Qué vitalidad y qué interés tienen por conservar sus facultades!» Tal como dijo el doctor, precisamente por eso llegan a esas edades.

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