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Authors: Agatha Christie

El testigo mudo (4 page)

—Casi demasiado espirituales para estar vivas —comentó Emily irónicamente.

No se preocupaba gran cosa de las hermanas Tripp. Siempre opinó que usaban unas ropas ridículas. El régimen vegetariano y los frutos crudos que comían le parecían absurdos, así como sus maneras afectadas. Eran mujeres sin tradición, sin raíces... en una palabra, sin educación. Pero le proporcionaban cierta diversión con su buena fe y en el fondo les tenía algo de aprecio, aunque no tanto como para envidiar la satisfacción que su amistad proporcionaba, por lo visto, a la pobre Minnie.

¡Pobre Minnie! Emily Arundell miró a su compañera con afecto mezclado de desprecio. Había tenido tantas de aquellas mujeres tontas a su servicio... y todas ellas más o menos semejantes; amables, minuciosas, serviles y, por lo general, sin pizca de sentido común.

Aquella noche Minnie parecía estar completamente fuera de sí. Tenía los ojos brillantes. Deambulaba por la habitación tocando varios objetos aquí y allá, sin tener la menor idea de lo que estaba haciendo. Pero su mirada relucía.

—Yo... hubiera deseado que usted estuviera allí... Ya sé que todavía no es una creyente. Esta tarde hubo un mensaje... para E. A. Las iniciales de definieron con claridad Era de un hombre que murió hace muchos años... un militar de buena presencia. Isabel lo vio... Debía ser el general Arundell. Qué mensaje tan magnífico... tan lleno de amor y consuelo... con cuánta paciencia lo transmitió... ¡Cuánto afecto puso en ello!

—Esos sentimientos no me recuerdan los de papá —dijo la señorita Arundell.

—Pero en el otro lado... nuestros difuntos cambian de esa forma. Allí todo es amor y comprensión. Y luego el grafómetro escribió algo referente a una llave. Creo que se refería a la llave del bargueño indio. ¿Pudo ser eso?

—¿La llave del bargueño indio?

La voz de Emily Arundell tenía un tono agudo y lleno de interés.

—Creo que dijo eso. Supongo que quizá guarde algunos papeles de importancia o cualquier cosa por el estilo. En cierta ocasión hubo un mensaje en el que se ordenaba registraran determinado mueble y poco después se encontró un testamento que había sido escondido allí.

—No había ningún testamento en el bargueño indio —aseguró Emily.

Luego agregó con aspereza:

—Váyase usted a la cama, Minnie. Está usted cansada y yo también lo estoy. Rogaremos a las Tripp que vengan cualquier día y organicen una velada.

—¡Oh, eso estará muy bien! Buenas noches. ¿No desea nada más? Espero que no estará usted fatigada. Con tantos invitados... Le diré a Ellen que ventile bien el salón mañana y que sacuda los cortinajes. El humo deja tan mal olor... ¡Ha sido usted muy condescendiente dejando que todos fumaran en el salón!

—Debo hacer algunas concesiones a los gustos modernos —replicó Emily—. Buenas noches, Minnie.

Cuando la mujer salió de la habitación, la señorita Arundell se quedó pensando, si realmente aquellos asuntos del espiritismo serían convenientes para Minnie. Porque tenía los ojos como si se le fueran a salir de las órbitas y su aspecto daba a entender inquietud y la excitación que la dominaban.

Era extraño aquello del bargueño indio, pensó Emily cuando se metía en la cama. Sonrió con el ceño fruncido al recordar la escena, ocurrida hacía muchos años. La llave, que apareció después de morir papá, y la cascada de botellas de coñac vacías que salió del bargueño indio cuando lo abrió. Eran cosas pequeñas como éstas; hechos que seguramente ni Minnie Lawson ni las hermanas Tripp podían conocer, los que hacían pensar si, después de todo, no habría algo de cierto en aquellos cuentos espiritistas...

Se encontró dando vueltas en la cama, sin poder dormir. Cada día encontraba más dificultad en conciliar el sueño. Pero rechazó la tentadora sugestión del doctor Grainger respecto al empleo de alguna droga. Los soporíferos eran para los debiluchos; para la gente que no puede soportar un dolor de dedo, un ligero dolor de muelas o el tedio de una noche sin dormir.

A menudo se levantaba y daba silenciosos paseos por la casa, cogiendo un libro de aquí; palpando un adorno allá; arreglando un jarro de flores o escribiendo cartas. En estas horas de la medianoche se daba cuenta de que la casa tenía vida propia. No eran desagradables estos paseos nocturnos. Parecía como si los fantasmas caminaran a su lado. Los espectros de sus hermanas Arabella, Matilda y Agnes; el fantasma de su hermano Thomas; su mejor compañero, ¡hasta que Aquella Mujer se lo llevó! El fantasma del general Arundell; aquel tirano doméstico de encantadores modales, cuyos gritos amedrentaban a sus hijas, aunque fue un motivo de orgullo para ellas, a causa de la notoriedad conseguida en el motín de la India y su conocimiento del mundo. ¿Qué importaba si algunos días «no se encontraba bien», como decían sus hijas evasivamente a quien preguntara por él?

Dirigió el pensamiento al novio de su sobrina.

«Supongo que nunca habrá tomado una bebida fuerte —pensó—. Se cree todo un hombre y esta noche bebió agua de cebada. ¡Agua de cebada! ¡Y para eso descorché una botella de oporto que tanto gustaba a papá!»

Charles, sin embargo, había hecho cumplida justicia al vino. Si pudiera confiar en Charles... si uno no supiera que con él...

Sus pensamientos tomaron otros derroteros... Su mente pasó revista a los sucesos de aquel fin de semana.

Algo le parecía vagamente molesto.

Trató de alejar de sí las preocupaciones. No eran convenientes.

Se incorporó sobre un codo y a la luz de la lamparilla que siempre ardía en la mesilla de noche, miró la hora.

La una de la madrugada y nunca se había sentido más despierta que entonces.

Saltó decidida de la cama y se puso las zapatillas y el batín.

Bajaría al salón y comprobaría los libros de cuentas de la semana, para tenerlos listos a la mañana siguiente, en que tendría que pagar a los proveedores.

Salió de su habitación como una sombra y se deslizó por el pasillo, donde una pequeña bombilla eléctrica estaba encendida durante toda la noche.

Llegó a la escalera y tendió una mano para asirse a la barandilla; pero de pronto, inexplicablemente, dio un traspiés, trató de recobrar el equilibrio y cayó de cabeza por la escalera.

El estrépito de la caída y el grito que dio Emily conmovieron el silencio en que estaba sumida la casa, despertando a sus ocupantes. Se oyó el ruido de las puertas al abrirse y fueron encendiéndose las luces...

La señorita Lawson se precipitó fuera de su habitación, situada precisamente junto al comienzo de la escalera.

Bajó corriendo y lanzando pequeños gritos de angustia. Uno a uno llegaron los demás. Charles, bostezando, envuelto en un esplendoroso batín. Theresa luciendo una bata de seda oscura. Bella, con un quimono azul marino y el pelo recogido en mechones con varios peines, «para conservar la ondulación».

Aturdida y casi sin aliento, Emily Arundell parecía un confuso montón de ropa. Le dolían los hombros y un tobillo... Todo su cuerpo era una revuelta masa de dolor. Se daba cuenta de la gente que la rodeaba; de la tonta de Minnie Lawson, que lloraba y hacía gestos ineficaces con las manos; de Bella, que con la boca abierta, miraba expectante; de la voz de Charles, que desde algún sitio... muy lejos, según le parecía a ella, decía a gritos:

—¡Ha sido esa maldita pelota del perro! Debió dejarla ahí y la pobre ha tropezado con ella. ¿La ven? ¡Aquí está!

Luego se dio cuenta de que alguien, con autoridad, hizo que todos se apartaran y se arrodilló a su lado. Las manos que la tocaron no titubearon; sabían lo que hacían.

Un sentimiento de alivio descendió sobre ella. Ahora todo iría bien.

El doctor Tanios estaba diciendo en tono firme y tranquilizador:

—Nada; no hay por qué preocuparse. No tiene ningún hueso roto... Sólo la sacudida, y el consiguiente magullamiento... Y, desde luego, la impresión. Pero ha tenido suerte de que no haya sido peor.

Luego el médico apartó un poco a los demás, la cogió en brazos sin ninguna dificultad y la llevó a su habitación. Una vez allí le tomó el pulso, movió afirmativamente la cabeza y envió a Minnie, que todavía seguía llorando y constituía más bien una molestia, a que buscara coñac y calentara agua para llenar unas cuantas botellas.

Aturdida y atormentada por el dolor, Emily sintió en aquel momento un profundo agradecimiento hacia Jacob Tanios. La seguridad de sentirse en buenas manos es la que da la sensación de confianza que un médico debe proporcionar siempre.

Había algo... algo que no podía concretar... algo seguramente molesto... pero no podía pensar en ello ahora. Bebería lo que le daban y se dormiría, como todos le aconsejaban.

Pero era seguro que había algo que no recordaba... alguien...

Bueno; no debía pensar... Le dolía la espalda. Bebió lo que le ofrecieron.

Oyó a Tanios que decía con voz que a ella le sonaba a consuelo y seguridad:

—Ahora ya está mucho mejor.

Un sonido que conocía muy bien la despertó. Un suave y apagado ladrido.

¡
Bob
... pícaro
Bob
! Estaba ladrando en la calle, frente a la puerta. Era un ladrido especial, en el que parecía decir: «He pasado la noche fuera. Estoy avergonzado de mí mismo.» Todo ello con tono bajo, pero repetido una y otra vez con esperanza.

La señorita Arundell aguzó el oído. ¡Ah, bien! Eso estaba mejor. Oyó que Minnie bajaba a abrir la puerta. Percibió el ruido del cerrojo y el confuso murmullo de los reproches que la mujer dirigía el perro: «Eres un perrito travieso y desobediente... muy desobediente.» Después oyó cómo se abría la puerta de la despensa.
Bob
dormía bajo la mesa.

Y en ese momento, Emily recordó lo que inconscientemente había olvidado en el momento en que sufrió el accidente. ¡Era
Bob
! A toda aquella conmoción, su caída y las carreras de los demás, hubiera contestado normalmente con un gran escándalo de ladridos desde la despensa.

Así, pues, era aquello lo que le había estado preocupando en su subconsciente. Pero ahora estaba todo explicado. Cuando dejaron salir a
Bob
, éste, vergonzosa y deliberadamente, se había dado una vueltecita por el pueblo. De vez en cuando cometía esos delitos, pero después sus excusas eran siempre tan cumplidas como pudiera desearse.

Entonces, aquello no tenía nada de particular. Pero ¿en efecto, era sí? ¿Qué más era lo que le preocupaba en el fondo de su mente? El accidente... era algo relacionado con el accidente.

¡Ah, sí! Alguien había dicho... Charles... que había resbalado con la pelota que
Bob
se dejó en la escalera. La pelota estaba allí... él la había tenido en sus manos...

Le dolía la cabeza. La espalda le escocía y todo su magullado cuerpo era un continuo sufrimiento.

Pero en medio de todo ello su cerebro seguía claro y lúcido. El aturdimiento que siguió al golpe no duró mucho. Su memoria era ahora perfectamente clara.

Hizo desfilar por su imaginación todo lo sucedido desde las seis de la tarde del día anterior... reconstruyó cada paso que dio hasta el momento en que llegó a la escalera y empezó a bajar...

Un estremecimiento de horror la sacudió...

No; seguramente debía estar equivocada... A menudo se tienen extrañas fantasías después de suceder cosas como las que habían ocurrido aquella noche. Trató de recordar la redondez resbaladiza de la pelota de
Bob
bajo su pie...

Pero no pudo acordarse de esta sensación.

En lugar de...

«Tengo los nervios excitados —se dijo Emily—. ¡Que suposiciones tan ridículas...!»

A pesar de ello, su sensible y agudo cerebro no quería admitir tal afirmación ni por un momento. Entre los supervivientes de su época no solía usarse el optimismo sin base. Podían creer lo peor con la mayor tranquilidad.

Y Emily Arundell creía lo peor.

Capítulo IV
-
La señorita Arundell escribe una carta

Era viernes. Los parientes se habían marchado. Se fueron el miércoles, tal como habían acordado. Todos se habían ofrecido para quedarse; pero la oferta fue rechazada. La señorita Arundell se excusó diciendo que prefería gozar de «completo sosiego».

Durante los días que habían transcurrido desde la partida de sus familiares había estado alarmantemente pensativa. Muchas veces ni se daba cuenta de lo que decía Minnie Lawson. Se veía obligada a ordenarle que empezara otra vez.

—Pobrecita; debe ser el «shock» —decía la señorita Lawson.

Y añadía con el acento fúnebre que caracteriza a tantas vidas grises:

—Me atrevería a decir que nunca volverá a estar como antes.

El doctor Grainger, por su parte, procuraba reanimarla.

Le prometía que a últimos de semana podría levantarse y bajar al salón. Y luego decía, humorísticamente, que era una positiva desgracia que no se hubiera roto algún hueso. Hacía comentarios sobre la difícil clase de paciente que era Emily para un médico luchador como él. Si todos sus clientes fueran como ella, decía, lo mejor que podría hacer sería quitar el rótulo que anunciaba su profesión sobre la puerta de la casa.

Emily Arundell le contestaba con animación. Ella y el doctor eran viejos aliados. Siempre discutían, pero siempre lo pasaban bien cuando se reunían.

Ahora, después que el médico se marchó, la anciana tenía el ceño fruncido; pensando... pensando. Contestaba automáticamente a la charla de Minnie Lawson y luego, volviendo de repente a la realidad, la maltrataba con duras palabras.

—¡Pobrecillo
Bob
! —gorjeaba la señorita Lawson, inclinándose hacia el perro, que estaba sentado sobre una alfombra, al pie de la cama—. ¿Verdad que el pobrecito
Bob
sería muy desgraciado si supiera lo que le ha pasado a su amita por culpa suya?

—¡No sea idiota, Minnie! —la interrumpió la señora—. ¿Dónde está su sentido inglés de la justicia? ¿No sabe que en este país todos son considerados inocentes hasta que se demuestra su culpabilidad?

—Oh, pero sabemos que...

—No sabemos nada. Deje ya de manosear por ahí. Deje de mover las cosas. ¿Tiene usted idea de cómo hay que comportarse en la habitación de un enfermo? Dígale a Ellen que venga.

Emily la siguió con la mirada cuando salió de la habitación, reprochándose interiormente por la forma cómo la trataba. Aunque Minnie estaba algo chiflada, procuraba hacerlo todo como mejor sabía.

Después, su cara tomó el aspecto preocupado de antes.

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