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Authors: Agatha Christie

El testigo mudo (9 page)

—Es muy profundo lo que está usted diciendo... muy profundo. ¿Era así la señorita Arundell? ¿Muy rica? ¿Muy interesada en vivir?

—¡Oh, sí; desde luego, señor! Tenía poca salud, pero su cerebro funcionaba muy bien. Y siguiendo con lo que decía, la señorita salió de su enfermedad con gran sorpresa de la enfermera. Era una joven muy engreída; siempre llevaba los cuellos y los puños almidonados. Había que servirla pronto y bien y pedía té a todas horas.

—¿Fue buena la convalecencia?

—Sí, señor. Aunque, como es natural, al principio la señora tuvo que seguir una rigurosa dieta. Todo lo que comía debía estar hervido; los alimentos no debían contener grasas ni se le permitía comer huevos. Fue muy monótono para ella.

— Pero lo importante era que se pusiera bien.

—Sí, señor. Tuvo pequeñas recaídas. Lo que yo llamo ataques de bilis. A veces era muy cuidadosa con lo que comía; pero así y todo, esos ataques no fueron de cuidado hasta que sobrevino el último.

—¿Fue justamente igual al que tuvo dos años antes?

—Sí; lo mismo, señor. Esa pícara ictericia. Otra vez el terrible color amarillo; las horribles náuseas y todo lo demás. Me temo que la pobre tuvo la culpa de lo que le pasó. Comió una porción de cosas que no debía haber probado. Porque cada noche que teníamos invitados, ordenaba preparar un plato de
curry
[3]
para la cena, y ya sabe usted, señor, que el
curry
contiene gran cantidad de especias y es oleaginoso.

—El ataque le sobrevino de repente, ¿no es eso?

—Bueno; así parecía, señor. Pero el doctor Grainger dijo que se había estado fraguando desde hacía tiempo. Cogió un resfriado, pues el tiempo había sido muy variable aquellos días, y comió demasiadas cosas sazonadas con
curry
.

—Seguramente su señora, de compañía... la señorita Lawson, creo... debió disuadirla de que comiera de esos platos.

—¡Oh!; no creo que la señorita Lawson tuviera ocasión de ello. La señora no era de las que aceptan órdenes.

—¿Estuvo con ella la señorita Lawson durante su primera enfermedad?

—No; entró después a su servicio. Estuvo con la señora cerca de un año.

—Entonces, ¿es de suponer que antes tuvo otras señoras de compañía?

—Gran número de ellas, señor.

—Ya veo que no permanecían a su lado tanto tiempo como el resto del servicio —dijo Poirot sonriendo.

La mujer se sonrojó.

—Ya comprenderá usted que es diferente, señor. La señorita Arundell no salía mucho de casa y con unas cosas y otras...

Hizo una pausa y Poirot la estuvo contemplando durante un minuto hasta que comentó:

—Conozco un poco la mentalidad de las señoras ancianas. Les gusta horrores la novedad. Y quizá, profundizan hasta el fondo de cada persona.

—Se nota que es usted un experto, señor. Acertó exactamente. Cuando llegaba una nueva señora de compañía, la señorita Arundell se interesaba siempre por ella, preguntándole acerca de su vida, su infancia, dónde había estado y qué pensaba de las cosas. Luego, cuando ya estaba enterada de todo, se... bueno, supongo que se «aburría» es la palabra adecuada.

—Eso es. Pero hablando entre nosotros, las señoras que se dedican a tal oficio no son, por lo general, ni muy interesantes, ni muy divertidas, ¿no le parece?

—Desde luego que no, señor. La mayoría de ellas son unas pobres de espíritu. Tontas, sin ninguna clase de duda. La señorita Arundell pronto las calaba, por decirlo así. Y entonces hacía un cambio y tomaba otra a su servicio.

—Me figuro que debió estar muy contenta con la señorita Lawson.

—¡Oh!, no lo crea, señor.

—Pero al menos tenía un carácter destacado.

—No lo estimo yo así, señor. Es una persona completamente ordinaria.

—Le disgusta a usted, ¿verdad?

La mujer se encogió ligeramente de hombros.

—No tiene nada para gustar o disgustar. Muy minuciosa; de edad mediana y llena hasta los topes de esas tonterías acerca de los espíritus.

—¿Espíritus? —preguntó Poirot, alerta.

—Sí, señor; espíritus. Se sientan en la oscuridad, alrededor de una mesa y los difuntos acuden y hablan. Algo completamente irreligioso, según digo yo. Como si no supiéramos que las almas, al partir de este mundo, tienen su sitio adecuado y no lo abandonan.

—Así es que la señorita Lawson es espiritista. ¿Era también creyente la señorita Arundell?

—A la señorita Lawson le hubiera gustado —estalló la mujer.

Había en su tono una especie de malicia satisfecha.

—¿Pero no llegó a serlo? —persistió Poirot.

—La señora tenía demasiado sentido común —refunfuñó la sirvienta— Le aseguro que no puedo decir si todo aquello la divertía. «Deseo que me convenza», decía. Pero a menudo se quedaba mirando a la señorita Lawson como si dijera: «Pobrecilla, ¡qué tonta eres al creer todo eso!»

—Comprendo. No creía en nada de aquello, pero le servía de distracción.

—Eso es, señor. A veces he pensado si la señora no... bueno, no se divirtió un poco, por decirlo así, empujando la mesa y haciendo cosas por el estilo, mientras los demás estaban más serios que unos jueces.

—¿Los demás?

—La señorita Lawson y las dos señoritas Tripp.

—Entonces, ¿la señorita Lawson es una espiritista absolutamente convencida?

—Cree en ello como en el Evangelio, señor.

—¿Y la señorita Arundell estaba muy ligada a ella pese a ello? ¿No es eso?

—Tal cosa sería algo discutible, señor.

—Pero si le dejó cuanto tenía... —dijo Poirot—. ¿No lo hizo así?

El cambio fue inmediato. El ser humano se desvaneció y la correcta sirvienta volvió a reaparecer. La mujer se irguió y dijo con voz carente de inflexión que llevaba implícita una repulsa a cualquier familiaridad:

—La forma en que la señora legó su dinero es cosa que difícilmente puede incumbirle, señor.

Presentí que a Poirot se le había estropeado el juego. Una vez que puso a la mujer en plan de que la conversación fuera amistosa, había procedido a explotar la ventaja. Fue lo bastante prudente para no realizar ningún intento inmediato con el fin de recobrar el tiempo perdido. Después de una vulgar observación acerca del tamaño y número de los dormitorios, se dirigió a la escalera.

Bob
había desaparecido, pero cuando llegué al primer peldaño resbalé y casi caí al suelo. Me cogí al pasamano y mirando a mis pies, vi que, inadvertidamente, había puesto uno de ellos sobre la pelota que el perro dejó allí. La mujer se excusó rápidamente.

—Lo siento, señor.
Bob
tiene la culpa. Deja siempre la pelota ahí. Y no se puede distinguir por ser tan oscura la alfombra. Cualquier día alguien sufrirá un serio accidente. La pobre señora tuvo una desagradable caída a causa de ello. Pudo muy bien matarse.

Poirot se detuvo de pronto en la escalera.

—¿Dijo usted que sufrió un accidente?

—Sí, señor.
Bob
se dejó la pelota aquí, como de costumbre y la señora salió de su habitación, resbaló y cayó escaleras abajo. Pudo haberse matado.

—¿Se lastimó mucho?

—No tanto como era de temer. Tuvo mucha serte, según dijo el doctor Grainger. Se hizo un corte en la cabeza, una magulladura en la espalda, contusiones y sufrió un intenso shock. Estuvo en cama cerca de una semana; pero no fue nada serio.

—¿Hace mucho tiempo que ocurrió eso?

—Justamente una semana o dos antes de que muriera.

Poirot se inclinó para recoger algo que se le había caído.

—Perdón; mi pluma estilográfica... ah; sí, aquí está.

Se incorporó otra vez.

—Es muy descuidado el señorito
Bob
—observó.

—Al fin y al cabo, no sabe que hace mal, señor —dijo la mujer con voz indulgente—. Tiene mucha inteligencia, pero no puede discernirlo todo. La señora no acostumbraba a dormir bien por las noches y a menudo se levantaba, bajaba al piso interior y daba unas vueltas por él.

—¿Hacía eso muchas veces?

—Algunas noches. Pero no quería que la señorita Lawson ni nadie fuera detrás de ella.

Poirot volvió a entrar en el salón.

—Ésta es una habitación muy bonita —observó—. Me pregunto si habría suficiente espacio en este hueco para mi librería. ¿Qué le parece, Hastings?

Completamente perplejo, hice notar con precaución que sería difícil asegurar una cosa así.

—Sí; las medidas son muy engañosas. Tome mi cinta métrica de bolsillo, por favor, y mida el ancho de ese hueco.

Obediente, cogí la cinta que me daba Poirot y tomé varias medidas siguiendo sus indicaciones, mientras él escribía al dorso de un sobre.

Me extrañé de que hubiera adoptado un método tan desaliñado y fuera de sus costumbres, en lugar de anotar los datos en su agenda.

Poirot me tendió el sobre y dijo:

—Es esto, ¿verdad? Quizá será mejor que lo compruebe.

No había ningún número escrito en el papel; pero leía al siguiente nota: «Cuando subamos otra vez al piso de arriba, pretenda recordar una cita y pregunte si puede telefonear. Deje que la mujer vaya con usted y entreténgala tanto como pueda.»

—Está bien —dije guardándome el sobre—. Seguramente cabrán las dos librerías.

—Es preferible asegurarse. Si no resulta mucha molestia, me gustaría dar otro vistazo al dormitorio principal. No estoy muy seguro del espacio que puede aprovecharse en las paredes.

—No faltaba más, señor. No es ninguna molestia.

Subimos otra vez. Poirot midió un lienzo de pared y estaba comentando en voz alta las posibles posiciones en que podría colocar la cama, el armario y la mesa, cuando mirando mi reloj lancé una exclamación algo exagerada y dije:

—¡Vaya por Dios! ¿Sabe que ya son las tres? ¿Qué pensará Anderson? Debo telefonearle.

Me volví hacia la mujer.

—¿Tendría inconveniente en que usara el teléfono?

—Ninguno, señor. Está en la habitación pequeña, al lado del vestíbulo. Yo le acompañaré.

Bajamos; me indicó dónde estaba el aparato y luego le rogué que me ayudara a buscar un número en la guía telefónica. Por fin hice una llamada a un tal Anderson, de la vecina localidad de Harchester. Afortunadamente no estaba en casa, por lo que tuve ocasión de dejarle un recado, diciendo que no tenía importancia la razón de mi llamada y que la repetiría más tarde.

Cuando terminé, Poirot ya había bajado y estaba esperándonos en el vestíbulo. Sus ojos tenían un ligero matiz verde. No supe a qué atribuirlo, pero me di cuenta de que estaba excitado.

—La caída de su señora por esa escalera debió ocasionarle un gran shock —comentó el detective—. ¿Parecía estar preocupada por
Bob
y su pelota, después que ocurrió el accidente?

—Es curioso que diga eso, señor. Estuvo muy preocupada. Porque cuando estaba agonizando, en su delirio, divagó constantemente sobre el perro, la pelota y algo acerca de una pintura que estaba entreabierta.

—¿Una pintura que estaba entreabierta? —dijo Poirot pensativamente.

—Desde luego, no tiene ningún sentido, señor. Pero como comprenderá, estaba delirando.

—Un momento. Necesito ver otra vez el salón.

Deambuló por la habitación examinando los diversos objetos que contenía. Un gran jarrón con tapadera pareció que le atraía especialmente. No era según creo, ninguna pieza extraordinaria de porcelana. Un objeto en el que se reflejaba el humor de la época victoriana. Sobre él se veía una pintura más bien tosca, que representaba a un
bull-dog
sentado frente a la puerta de una casa, con cara de expresión lastimosa. Debajo aparecía la siguiente leyenda: «Trasnochar y sin llave.»

Poirot, cuyos gustos consideré como desesperadamente burgueses, parecía estar sumido en la más grande de las admiraciones.

—«Trasnochar y sin llave» —murmuró—. ¡Es divertido esto! ¿Es lo que hace el señorito
Bob
? ¿Se pasa algunas noches fuera de casa?

—Muy raras veces, señor. Oh, muy pocas veces.
Bob
es un buen perro; sí, señor.

—Estoy seguro de que lo es. Pero hasta los mejores perros...

—¡Oh!; está usted en lo cierto, señor. Una vez o dos al año se va y no vuelve a casa hasta las cuatro de la madrugada. Luego se sienta en el portal y ladra hasta que abren.

—¿Quién le abre la puerta? ¿La señorita Lawson?

—Quien lo oye, señor. La última vez fue la señorita Lawson. Precisamente la noche en que la señora sufrió el accidente,
Bob
volvió cerca de las cinco. La señorita Lawson corrió escaleras abajo para dejarle entrar antes de que hiciera más ruido. Temía que despertara a la señora. Para no preocuparla no le dije nada de que
Bob
se había ido.

—Comprendo. Creyó que lo mejor era que no se enterara la señorita Arundell.

—Eso es lo que dijo, señor. Nos advirtió: «Es seguro que el perro volverá, como hace siempre. Pero la señora puede preocuparse y eso no es conveniente en el estado en que se encuentra.» Así es que en consecuencia no le dijimos nada.

—¿Quería mucho
Bob
a la señorita Lawson?

—Pues más bien la desdeñaba, si sabe usted a qué me refiero, señor. Los perros son así. Ella era muy amable con él. Lo llamaba «perrito bueno», «perrito mono»; pero él acostumbraba a mirarla con desdén y no prestaba ninguna atención ni hacia lo que ella le ordenaba.

Poirot asintió con la cabeza.

—Ya me doy cuenta —dijo.

De pronto hizo algo que me sobresaltó.

Sacó una carta del bolsillo. La carta que había recibido aquella mañana.

—¿Sabe usted algo acerca de esto? —preguntó.

El cambio que se apreció en la cara de la mujer fue notable.

Dejó caer la barbilla y se quedó mirando a Poirot con una expresión de aturdimiento casi cómico.

—Bueno —exclamó al fin—. ¡Yo no lo hice!

La observación carecía de coherencia, quizá; pero no dio lugar a dudas sobre lo que la sirvienta quería decir.

Recobrando sus facultades mentales, habló lentamente:

—¿Es usted entonces el caballero a quien iba dirigida la presente carta?

—El mismo. Soy Hércules Poirot.

Como hace la mayoría de la gente, la mujer no había leído el nombre escrito en el permiso para visitar la propiedad que Poirot le enseñó cuando llegamos.

Nuestra interlocutora movió la cabeza afirmativamente.

—Ese nombre era —dijo Hércules Poirot—. ¡Palabra! —exclamó—. La cocinera va a quedarse sorprendida.

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