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Authors: Agatha Christie

El testigo mudo (10 page)

Poirot replicó rápidamente:

—Quizá no estaría mal que fuésemos a la cocina y allí, junto con su amiga, habláramos de esto.

—Bueno... si no tiene inconveniente, señor —dijo la mujer con tono de duda.

Este particular dilema de conveniencias sociales parecía nuevo para ella. Pero las maneras positivas de Poirot la tranquilizaron y nos dirigimos hacia la cocina.

Nuestro guía explicó la situación a una mujer alta, de cara larga y agradable, que, cuando entramos, estaba retirando un puchero de un fogón de gas.

—Pásmate, Annie. Este caballero es a quien iba dirigida la carta. Ya sabes: la carta que encontramos en la carpeta.

—Recuerde usted que yo estoy a oscuras respecto al asunto —dijo Poirot—. ¿Me puede decir por qué esta carta se franqueó con tanto retraso?

—Pues verá, señor. A decir verdad, yo no sabía qué hacer. Ninguna de nosotras, ¿verdad?

—Desde luego, Ellen. No sabíamos qué hacer —-confirmó la cocinera.

—Pues sucedió así, señor. Cuando la señorita Lawson empezó a revolver las cosas, después que murió la señora se vendió gran cantidad de chismes y otros los tiramos. Entre ellos había una papelera o carpeta, según dicen. Era muy bonita, con un lirio de los valles bordado en ella. La señora la utilizaba siempre para escribir en la cama. La señorita Lawson no la quiso y me la dio, junto con otros cachivaches que habían pertenecido a la señora. Lo puse todo en un cajón y hasta ayer no lo saqué. Quería colocar en la carpeta un papel secante nuevo y habilitarla para mi uso. En el interior hay una especie de bolsillo y al deslizar la mano dentro de él me encontré una carta escrita por la señora. Como ya he dicho, no sabía concretamente qué era lo que debía hacer con ella. Era la escritura de la señora, desde luego, y me figuré que la había escrito y dejado en la carpeta pensando mandarla al correo al día siguiente; pero luego se le olvidó, cosa que a la pobre solía ocurrirle muy a menudo. En cierta ocasión se extravió un documento del Banco y nadie pudo suponer dónde estaba, hasta que al fin lo encontramos en el fondo del casillero de su mesa de escritorio.

—¿Tan desordenada era? —preguntó Poirot un tanto extrañado.

—¡Oh, no señor! Justamente todo lo contrario. Siempre estaba colocando las cosas en su sitio y ordenándolas. Pero esto era sólo un inconveniente. Si le hubiera dejado todo como estaba hubiera sido mejor. Pues tenía la costumbre de arreglarlo y luego olvidarse de lo que había hecho.

—¿Cosas como la pelota de
Bob
, por ejemplo? —dijo Poirot sonriendo.

El sagaz terrier llegaba en aquel momento de la calle y nos saludó de nuevo amistosamente.

—Sí; desde luego, señor. Tan pronto como
Bob
terminaba de jugar con la pelota, la señora la guardaba. Pero con ello no había ningún contratiempo, porque tenía su sitio determinado. El cajón que le mostré antes.

—Comprendo. Pero la he interrumpido. Siga, por favor. Quedamos en que descubrió usted la carta dentro de la carpeta.

—Sí, señor. Así ocurrió; y entonces le pregunté a Annie qué era lo mejor que podíamos hacer. No me gustaba quemarla y, por otra parte; no quería abrirla. Además, ni Annie ni yo considerábamos que aquel asunto pudiera interesar a la señorita Lawson. Así es que, después de hablar un rato sobre ello, le puse un sello al sobre y corrí a depositarlo en el buzón de Correos.

Poirot se volvió ligeramente hacia mí.


Voilá!
—murmuró.

No pude evitar el decir maliciosamente:

—Hay que ver lo simple que puede ser una explicación.

Creo que me miró un poco cabizbajo y me arrepentí de haberle fastidiado tan pronto.

Se dirigió otra vez a Ellen.

—Como dice mi amigo... ¡Qué simple puede ser una explicación! Ya comprenderá que cuando recibí la carta, fechada hacía más de dos meses, me sorprendí.

—Sí; supongo que debió sorprenderse, señor. No pensamos en eso.

—Además —Poirot tosió— estoy ante un pequeño dilema. Sepa usted que esta carta es un encargo del que deseaba me ocupara la señorita Arundell. Algo de carácter privado.

Se aclaró la garganta otra vez, dándose importancia.

—Pero ahora, la señorita Arundell ha muerto y estoy dudando acerca de cómo he de proceder. ¿Hubiera deseado la señorita Arundell que me encargara del asunto o no? Es muy difícil saberlo... muy difícil.

Las dos mujeres lo miraban respetuosamente.

—Creo que debo consultar con su abogado. Tenía un abogado, ¿verdad?

—Sí, señor. El señor Purvis, de Harchester.

—¿Estaba enterado de todos los asuntos de ella?

—Creo que sí, señor. Siempre, desde que yo recuerdo, se ha ocupado de sus cosas. Lo envió a buscar después que sufrió la caída.

—¿La caída por la escalera?

—Sí, señor.

—Vamos a ver, ¿cuándo ocurrió exactamente?

Fue la cocinera quien contestó.

—El martes, después de Pascua de Resurrección; lo recuerdo muy bien. Me quedé en casa por ser Pascua y haber invitados. Mi día libre lo trasladé al miércoles siguiente.

Poirot sacó su almanaque de bolsillo.

—Veamos..., veamos. Pascua de Resurrección fue este año el día doce. Luego la señorita Arundell sufrió el accidente el día catorce. La carta la escribió tres días más tarde. Fue una lástima que no la mandara al correo. Sin embargo, puede que no sea demasiado tarde... —hizo una pausa—. Me figuro que la... hum... comisión que ella encargó estaba relacionada con uno de los... hum... huéspedes que acaba usted de mencionar.

Esta observación, hecha como un mero disparo al azar, tuvo inmediata respuesta. Una mirada de rápida comprensión pasó por los ojos de Ellen. Se volvió hacia la cocinera en cuya cara se reflejaba la misma expresión.

—Ése debe ser el señorito Charles —dijo Ellen.

—¿Quiere usted decirme quiénes estuvieron aquí? —sugirió Poirot.

—El doctor Tanios y su esposa. Él no es pariente directo. En realidad es extranjero; griego o algo así, según creo. Se casó con la señorita Bella, sobrina de la señora; hija de una hermana de ésta. El señorito Charles y la señorita Theresa son hermanos.

—Sí. Ya me doy cuenta. Fue una reunión familiar. ¿Y cuándo se marcharon?

—El miércoles por la mañana, señor. Pero el doctor Tanios y la señora Bella estuvieron otra vez al siguiente fin de semana, porque estaban preocupados por la salud de su tía.

—¿Y el señorito Charles y su hermana?

—Volvieron también, pero una semana después que el doctor y su esposa. Precisamente el fin de semana antes de que muriera la señora.

La curiosidad de Poirot, según pude apreciar, era completamente insaciable. Yo no comprendía qué interés podían tener aquellas preguntas. Había conseguido aclarar la explicación de su misterio y, en mi opinión, cuanto más pronto se retirara con dignidad, tanto mejor sería para él.

Este pensamiento pareció pasar de mi cerebro al suyo.


Eh bien
—dijo—. La información que me han facilitado me ha ayudado mucho. Consultaré con el señor Purvis, ¿se llama así, verdad? Muchas gracias por todo.

Se inclinó y acarició a
Bob
.


Brave chien, van!
Querías mucho a tu ama, ¿verdad?

Bob
respondió amablemente a estas insinuaciones y esperando que ahora habría un poco de juego, cogió con la boca un gran trozo de carbón. Pero se ganó una reprimenda, y le quitaron el improvisado juguete. Me miró, como buscando simpatía.

—Estas mujeres —pareció decir— son generosas con la comida, pero en realidad no son deportistas.

Capítulo IX
-
Reconstrucción del incidente de la pelota de goma

—Bueno, Poirot —dije cuando la cancela de Littlegreen House se hubo cerrado detrás de nosotros—. Supongo que ahora estará usted satisfecho.

—Sí, amigo mío. Estoy satisfecho.

—¡Gracias a Dios! ¡Todos los misterios explicados! ¡Los mitos de la Malvada Señora de Compañía y de la Acaudalada Anciana, hechos pedazos! La carta de fecha atrasada con sus verdaderos colores. Cada cosa satisfactoriamente explicada, de acuerdo con los hechos.

Poirot emitió una tos ligera y seca.

—Yo no emplearía la palabra «satisfactoriamente», Hastings...

—La empleó usted hace un minuto.

—No, no. No dije que la cuestión fuera satisfactoria. Dije, que, personalmente, mi curiosidad estaba satisfecha. Conozco todo lo que hay de cierto acerca del incidente de la pelota.

—Es una cosa simple.

—No tan simple como parece.

Movió la cabeza afirmativamente varias veces. Luego prosiguió:

—Estoy enterado de un pequeño detalle que usted desconoce.

—¿Y qué es ello? —pregunté, un tanto escépticamente.

—Sé que hay un clavo en el rodapié, justamente al comienzo superior de la escalera.

Lo miré con atención. Su cara tenía una expresión grave.

—Bueno —dije al cabo de un rato—. ¿Por qué no puede estar allí?

—La cuestión, Hastings, es: ¿por qué está?

—¿Cómo quiere que yo lo sepa? ¿Alguna razón de tipo doméstico, quizá? ¿Importa eso mucho?

—Claro que importa. Y no puedo imaginarme ninguna razón de este tipo que justifique la presencia del clavo del rodapié, precisamente al comienzo de la escalera. Además, según he podido ver, está cuidadosamente barnizado.

—¿Qué es lo que se imagina, Poirot? ¿Conoce la razón de estar allí?

—Lo puedo suponer fácilmente. Si necesita usted tender un trozo de cordel fuerte, o de alambre, al principio de la escalera y a un pie del suelo, puede atar uno de los extremos a la barandilla; pero en la parte de la pared necesitará algo, por ejemplo, un clavo, para sostenerlo.

—¡Poirot! —grité—. Por todos los santos, ¿qué es lo que pretende decir con eso?


Mon cher ami,
estoy reconstruyendo el incidente de la pelota del perro. ¿Quiere oír mi teoría?

—Adelante.


Eh bien
, aquí la tiene. Alguien se dio cuenta de que
Bob
tenía la costumbre de dejar la pelota en la parte alta de la escalera. Una cosa peligrosa que podía derivar en accidente.

Poirot calló durante un minuto y luego prosiguió con un tono algo diferente:

—Si quisiera usted asesinar a alguien impunemente, Hastings, ¿cómo se las arreglaría?

—Yo..., bueno...; realmente... no lo sé. Supongo que inventaría cualquier coartada o algo parecido.

—Un procedimiento difícil y peligroso, se lo aseguro. Pero, desde luego, no es usted el tipo de asesino cauteloso y de sangre fría. ¿No se le ha ocurrido que la más fácil manera de quitar de en medio a alguien que le estorbe es aprovecharse de un «accidente»? Los accidentes ocurren todos los días. Y algunas veces, Hastings, uno puede ayudar a que sucedan.

Volvió a callar durante un instante y después dijo:

—Creo que la pelota del perro, olvidada fortuitamente en la escalera, dio una idea a nuestro asesino. La señorita Arundell tenía la costumbre de salir de su dormitorio por las noches y recorrer la casa. Su vista no era muy buena; entraba, pues, en el cálculo de probabilidades el que resbalara en la pelota y cayera de cabeza por la escalera. Pero un asesino cuidadoso no deja nada al azar. Un cordel tendido convenientemente podía ser un método mucho mejor. De esta forma caería infaliblemente de cabeza. Luego, cuando la gente acudiera, estaría clara la causa del accidente... ¡la pelota de
Bob
!

—iQué horrible! —exclamé.

—Sí, es horrible... pero no tuvo éxito. La señora Arundell resultó sólo ligeramente herida, aunque pudo muy bien romperse la nuca. ¡Muy desconsolador para nuestro desconocido amigo! Pero la señorita Arundell era una anciana de aguzado ingenio. Todos le dijeron que tropezó con la pelota y allí estaba ésta para probarlo; pero ella, recapacitando sobre lo ocurrido, presintió que el accidente no se había producido así. No había tropezado con la pelota. Y además, recordaba otra cosa. Recordó haber oído a
Bob
ladrando para que le dejaran entrar a las cinco de la mañana. Todo esto, lo admito, son meras suposiciones; pero creo que estoy en lo cierto. La señorita Arundell guardó la pelota la noche anterior. Después, el perro se había ido a la calle y no había vuelto. Por lo tanto, no fue
Bob
quien puso la pelota en la escalera.

—Pero eso es pura conjetura, Poirot —objeté.

—No del todo, amigo mío —protestó—. Tenemos las significativas palabras proferidas por la señorita Arundell cuando deliraba. Algo acerca de la pelota de
Bob
y una «pintura entreabierta». Se da usted cuenta, ¿verdad?

—No, por lo que se refiere a lo último.

—Es curioso. Conozco su idioma lo bastante para saber que no se puede hablar de una pintura entreabierta. Una puerta puede estarlo. Una pintura, en todo caso, ladeada.

—O simplemente torcida.

O simplemente torcida, como dice usted. En seguida me di cuenta de que Ellen había confundido el significado de las palabras que oyó. No era «entreabierta», sino «un jarro» lo que quería decir
[4]
. En el salón hay un vistoso jarro de porcelana. También observé que en él aparece pintado un perro. Con el recuerdo de estas palabras, producto del delirio, volví oirá vez a examinar más detenidamente el jarrón. Vi que la pintura trataba de un perro trasnochador que espera a que le abran la puerta. ¿Percibe usted la dirección de los pensamientos en el cerebro febril de la anciana? A
Bob
le ocurrió lo que al perro del jarro. Estuvo fuera de casa toda la noche. Por lo tanto, no fue él quien dejó la pelota en la escalera.

A mi pesar lancé una exclamación de asombro.

—¡Es usted el mismo diablo, Poirot! Lo que me choca es cómo pudo pensar en esas cosas.

—Yo no he pensado en ellas. Estaban allí, claras, para que cualquiera las viera.
Eh bien
, ¿se da usted cuenta de la situación? La señorita Arundell, tendida en cama después de la caída, empezó a sospechar. Lo que presentía era, quizás, una fantasía suya; pero no, no obstante, sospechaba. «Desde el incidente con la pelota del perro, estoy cada vez más alarmada.» Así es que la buena señora me escribió, mas la carta no llegó a mi poder hasta después de dos meses de haber sido escrita, debido a determinadas circunstancias en que intervino la mala suerte. Y dígame, ¿no encaja la carta en los hechos que hemos comentado?

—Sí —admití—. Así es.

—Hay, además, otro punto digno de consideración —continuó Poirot— La señorita Lawson estuvo excesivamente preocupada de que no llegara a oídos de la señorita Arundell el hecho de que
Bob
había pasado la noche fuera de casa.

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