—¿Sois de Aekir? —preguntó el diminuto sacerdote al instante.
—Estaba casada con un soldado de la guarnición, y fui capturada en el saqueo de la ciudad.
—Lo siento. Pensé que… No estoy seguro de lo que pensé.
—¿Por qué vinisteis al campamento merduk, padre?
—Tenía un mensaje que deseaba que oyeran.
—No parecen estar escuchando.
—Oh, no lo sé —dijo Albrec, encogiéndose de hombros—. Siento que la marea está cambiando. Creo que el sultán está empezando a escuchar, o al menos a dudar, Ahara.
—Mi nombre es Heria Cear–Inaf. Sigo siendo ramusiana, no importa a quién me obliguen a rezar.
—Cear–Inaf. —Albrec conocía aquel nombre. Lo había oído en algún lugar. ¿Dónde?
—¿Qué sucede?
—Nada… No, nada. —Por algún motivo, era importante que lo recordara, pero como solía pasar, cuanto más pensaba en ello, más lejana le parecía la respuesta.
—Los otros sultanatos se están cansando de la guerra —dijo rápidamente Heria—. Especialmente Nalbeni. Perdieron diez mil hombres en la última batalla, y se rumorea que su flota está siendo derrotada por los barcos torunianos en el Kardio. El ejército pasa hambre porque las líneas de aprovisionamiento son demasiado largas, y los reclutas, los minhraib, están descontentos y quieren regresar a sus granjas. Si los torunianos pudieran ganar una sola batalla más, creo que Aurungzeb pediría la paz.
—¿Por qué me estáis diciendo esto, Heria?
Ella miró a su alrededor, como si temiera ser oída.
—No hay mucho tiempo. Los eunucos vendrán pronto a buscarme. Se ha olvidado de nosotros por un momento, pero esto no durará. Debéis escapar y regresar a Torunn, padre. Debéis avisarles de estas cosas. Ese nuevo general… Todos temen lo que pueda hacer a continuación, pero debe ser rápido, sea lo que sea. Tiene que atacarles antes de que recuperen el valor.
Albrec sintió un escalofrío en torno a su corazón. Recordó el encuentro con el líder de una larga columna de jinetes con armadura escarlata que salían de Torunn. Y sus ojos, grises como los de la mujer que tenía ante él.
¿Quién sois?
Corfe Cear–Inaf, coronel del ejército toruniano
.
—Dulce sangre del Santo —jadeó Albrec, con el rostro blanco como el papel.
—¿Qué sucede? —quiso saber Heria—. ¿Algo va mal?
—Señora, debéis regresar al harén al momento —dijo una voz aguda. Se volvieron para ver al eunuco, Serrim, rodeado por un par de soldados—. Y ese ramusiano debe volver a su celda.
Heria volvió a cubrirse con el velo, y sus ojos se encontraron con los de Albrec en una última y desesperada súplica. Luego inclinó la cabeza y siguió al eunuco. Los soldados merduk agarraron al sacerdote y lo empujaron rudamente escaleras abajo, pero Albrec apenas fue consciente de ello.
Era una coincidencia, por supuesto. Tenía que serlo. Pero no era un nombre corriente. Y había algo más, la mirada en los ojos de ambos. Aquella terrible desesperación.
«Dios mío», pensó. «¿Es posible? Qué tragedia».
Una gran multitud se había congregado en el muelle de Torunn para despedirlos, hasta tal punto que el general Rusio había considerado necesario apostar cinco tercios de tropas para mantener a la gente alejada de las pasarelas. El último caballo había sido conducido a bordo con los ojos vendados, y las grandes escotillas en los costados de los barcos habían sido cerradas, embreadas y calafateadas de nuevo mientras aguardaban en el muelle. Corfe, Andruw y Formio estaban solos en el embarcadero, mientras los calafateadores descendían por el recogimiento de los transportes y los marineros empezaban la pesada tarea de soltar amarras.
El general Rusio se adelantó de entre el grupo de oficiales que habían acudido a despedir a Corfe. Le tendió una mano.
—Buena suerte entonces, señor. —Tenía el rostro tenso, como si esperara ser insultado de algún modo. Pero Corfe se limitó a estrecharle afectuosamente la mano.
—Cuidad de todo esto mientras estoy fuera, Rusio —dijo—. Y mantenedme informado. Tenéis los detalles de nuestra ruta, pero puede que tengamos que hacer alguna modificación aquí y allá. Varios mensajeros.
—Sí, señor. Enviaré al primero dentro de tres días, tal como acordamos.
—Damas y caballeros —gritó un marinero de cuello muy grueso—, si no queréis nadar río arriba, tendréis que subir a bordo. —Y escupió en el rio para enfatizar sus palabras.
Corfe le hizo un gesto con una mano y se volvió de nuevo hacia Rusio.
—Continuad con las patrullas de exploración —dijo—. Cuando regrese, quiero saber dónde está la última letrina de cada regimiento merduk.
—No os defraudaré, general —dijo Rusio solemnemente.
—No, no creo que lo hagáis. De acuerdo. Andruw, Formio, ya lo habéis oído. Es hora de alistarse en la armada.
Los tres hombres treparon por el costado de uno de los altos transportes, con ayuda de guardamancebos instalados especialmente para los novatos. Cruzaron la amurada y se encontraron jadeantes sobre la cubierta del transporte al que Corfe llamaba en broma su nave insignia.
—¿Todos a bordo? —rugió el capitán desde la pequeña toldilla en la popa del barco.
—¡Sí, señor!
—Soltad las amarras de proa y popa. Aflojad gavias y foque exterior. Timonel, dos puntos a babor en cuanto el timón agarre.
—Dos puntos. Sí, señor.
Se oyó el estruendo de una gran sombra cuando las gavias fueron soltadas por los hombres de las vergas, muy por encima de ellos. La brisa se apoderó de las velas y las hinchó. El transporte aceleró de modo palpable bajo los pies de Corfe y empezó a dibujar una estela blanca en el agua. A su alrededor, los demás barcos del convoy también estaban zarpando, ofreciendo un hermoso espectáculo mientras ocupaban el centro del río. El Torrin medía casi media milla de anchura en la capital, cruzado por dos antiguos puentes de piedra con la parte central formada por plataformas de madera, que podían izarse con poleas para el paso de los barcos. Se estaban acercando al primero, el puente de Minantyr. Mientras Corfe observaba con algo parecido al asombro, las plataformas de madera se pusieron en movimiento entre crujidos y empezaron a elevarse en el aire. Había brigadas de trabajadores permanentemente empleados y que trabajaban por turnos día y noche para asegurar el movimiento del comercio por el Torrin. Corfe siempre lo había sabido, pero nunca había formado parte de ello, y, cuando el pesado transporte alcanzó la sombra del enorme puente de Minantyr, miró a su alrededor con los ojos muy abiertos, exactamente igual que un campesino que contemplara la ciudad por primera vez.
Atravesaron la penumbra goteante del puente levantado, y volvieron a salir a la pálida luz del sol invernal. Su capitán, un hombre alto y flaco que a pesar de ello poseía un vozarrón atronador, gritó a la tripulación:
—Desplegad la vela cangreja… Al trabajo. Ben Phrenias, te estoy viendo. Sube a esa maldita verga.
Andruw y Formio miraban a su alrededor con algo parecido al asombro de Corfe. Ninguno de los dos había puesto antes el pie en un barco, y pensaban que los transportes que los llevarían río arriba eran simples barcazas grandes. Pero los transportes de grano, aunque de calado bajo, desplazaban más de mil toneladas cada uno. Eran de aparejo redondo, con una distribución de velas similar a la de un bergantín, y, a todos los efectos, se parecían mucho a los grandes barcos marítimos. Por lo menos, ante sus ojos poco experimentados. La tripulación era de unas dos docenas de hombres, aunque su capitán, Mirio, les había confesado que estaban escasos de personal. Algunos de sus hombres habían abandonado el barco, negándose a navegar hacia el norte, una zona que todo el mundo sabía que estaba en manos enemigas. Todos los propietarios de los barcos habían cobrado una buena suma del menguado tesoro toruniano, y algunos de los soldados que constituían el cargamento de los dieciséis barcos alquilados por Corfe eran capaces de izar sogas tan bien como cualquier marinero.
En el interior de los dieciséis grandes barcos había ocho mil hombres y dos mil caballos y mulas. Corfe se llevaba al norte a todos sus catedralistas (unos mil quinientos soldados, después de los recientes refuerzos), además de los fimbrios de Formio y todos los veteranos del dique que habían servido a sus órdenes en la Batalla del Rey. Calculaba que era una fuerza lo bastante grande para enfrentarse a cualquier formación enemiga, a excepción del cuerpo principal del ejército merduk. Tenía intención de abandonar los transportes en el curso alto del Torrin, y luego regresar en tromba a la capital, matando a todos los merduk que encontrara y liberando de invasores el noroeste de Torunna, al menos por un tiempo. Durante los últimos dias habían llegado a Torunn historias aterradoras de violaciones y ejecuciones en masa. Aquellas cosas formaban parte de cualquier guerra, pero había algo en común en todas las informaciones: los merduk parecían decididos a despoblar toda la región. Era una zona de gran importancia estratégica, puesto que bordeaba el paso de Torrin, la vía de acceso a Normannia por el oeste de las Címbricas. No podían permitir que el enemigo atravesara impunemente el paso.
Y había un último motivo para aquella expedición. Corfe necesitaba salir de Torunn, alejarse de la corte y el alto mando, o creía que acabaría volviéndose loco.
Marsch apareció en una de las amplias escotillas en la cubierta del transporte. Parecía preocupado e inquieto. Había sido necesario un gran esfuerzo de persuasión para conseguir que los salvajes subieran a los barcos; aquel medio de transporte les resultaba totalmente ajeno, y temían por el bienestar de sus caballos. Los supervivientes de los quinientos hombres originales de Corfe habían sido esclavos en las galeras, y asociaban los barcos a su degradación. Los demás nunca habían puesto los ojos en ningún objeto flotante mayor que un bote de remos, y las cavernosas bodegas en las que se encontraban encerrados les sorprendían y amedrentaban.
Corfe vio que el gran salvaje evitaba mirar hacia la orilla, que se desplazaba suavemente en el lado de estribor del barco. Marsch sentía una profunda aversión a cualquier cosa náutica, pero había recibido la noticia de su expedición por el río sin un solo murmullo.
—Los caballos se están tranquilizando —dijo, al acercarse a su comandante—. Ahí abajo apesta. —Su rostro parecía atormentado, como si el hedor le trajera recuerdos de los días que había pasado encadenado a un remo con el látigo azotándole la espalda.
—No será por mucho tiempo —le tranquilizó Corfe—. Cuatro o cinco días como mucho.
—Los pastos son malos en el norte —continuó Marsch—. Espero que llevemos forraje suficiente. Las mulas pueden transportarlo, pero también se lo comen.
—Anímate, Marsch —dijo Andruw, bromista como siempre—. Es mejor que quedarse sin hacer nada en la ciudad. Por lo menos yo prefiero estar aquí sentado como un lord y ver pasar el mundo a atravesar a pie las colinas en dirección al norte.
Marsch no pareció convencido.
—Necesitaremos uno o dos días para que los caballos vuelvan a estar en condiciones cuando dejemos los… —sus labios se fruncieron en tomo a la palabra— los botes.
—No dejes que Mirio te oiga llamar bote a su amado Caballo de mar —rió Andruw—, o es capaz de dejarnos a todos en tierra. Estos marineros fluviales son algo picajosos en todo lo relativo a sus barcos, como un anciano con una esposa joven.
Aquello les hizo sonreír a todos. Corfe se separó del grupo y se dirigió a popa, donde Mirio empuñaba el timón. El capitán le saludó con la cabeza, sin sonreír.
—Tres nudos, general. No tan rápido como hubiera esperado, pero llegaremos.
—Gracias, capitán. No os preocupéis por mis hombres. El río y los barcos son algo nuevo para ellos.
—Sí, bueno, no fingiré que no preferiría llevar la bodega llena de grano en lugar de un montón de soldados mareados y caballos alterados, pero hay que aceptar las cosas como vienen, supongo. Mirad; estamos pasando junto a las últimas baterías del río y los astilleros reales.
Corfe miró en dirección a la orilla oriental. El río era lo bastante grande para que su orilla se pareciera a una costa, en aquel momento a unos dos cables de distancia. Las murallas de Torunn llegaban en aquel punto hasta la orilla, protegidas por una serie de torres cuadradas que ocultaban incontables cañones pesados. Docenas de muelles y embarcaderos se adentraban en el propio Torrin, la mayor parte vacíos, pero algunos muy atareados, descargando los pequeños botes que comerciaban con la otra orilla. Y por detrás de ellos, Corfe pudo distinguir los astilleros reales de Torunna. Dos grandes barcos, grandes galeones, estaban en el dique seco, con los costados soportados por pesadas vigas y cientos de hombres en movimiento sobre ellos en una confusión de sogas y madera.
—¿A qué distancia estamos del mar? —preguntó Corfe, asomándose por encima del coronamiento de popa. Detrás del Caballo de mar, los demás barcos avanzaban en línea, y la espuma volaba de sus proas mientras pugnaban por abrirse paso corriente arriba.
—Unas cinco leguas —le dijo Mirio—. Cuando hay tormenta, el Torrin se vuelve salobre en esta zona, y a veces los barcos son empujados desde el estuario.
—¿Tan cerca? No tenía ni idea. —Corfe siempre había pensado en Torunn como en una ciudad dividida por un río. En aquel momento, comprendió que se trataba de un puerto casi al borde del mar. Aquello era algo que debía recordar. Tendría que hablar con Bersa cuando el almirante regresara a Torunn con la flota. Si los merduk podían transportar ejércitos por mar, él también.
El viento arreció durante el día, y Mirio pudo comunicarles, con visible satisfacción, que habían alcanzado los cinco nudos. La capital había desaparecido, y los transportes avanzaban por una campiña densamente poblada. Los granjeros locales criaban ganado, plantaban sus cosechas y pescaban en el río a partes iguales. Pero mientras que la orilla sur parecía próspera, sin haber sufrido los efectos de la guerra, muchas casas y aldeas del norte estaban obviamente desiertas. Corfe vio animales domésticos corriendo sin control, puertas de granero abiertas y abandonadas, y, en algunos lugares, los restos de pueblos quemados en el horizonte.
Los transportes siempre anclaban para pasar la noche; el riesgo de chocar con un banco de arena en la oscuridad era demasiado grande. La práctica habitual era amarrar las proas a árboles resistentes en la orilla, y soltar un ancla ligera en la popa para impedir que la corriente empujara los barcos contra la orilla. Los hombres no podían desembarcar masivamente, pero ante la insistencia de Marsch, Corfe ordenó que unos cuantos caballos y mulas fueran conducidos a tierra y obligados a pasear por la orilla. También fue un modo efectivo de apostar centinelas móviles, y se convirtió en una tarea popular entre los hombres, que se sentían muy incómodos en sus abarrotados alojamientos en las profundidades de los transportes.