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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (16 page)

—Has hecho bien —le dijo Corfe—. Marsch, quiero que los escoltes hasta la columna de Formio. Que los fimbrios se hagan cargo de ellos.

—Sí, general.

—¿Sólo habéis visto esa formación enemiga?

—No. Había otras. Grupos de ataque, de doscientos o trescientos hombres cada uno. Arrasaban el campo como langostas.

—¿No os han visto?

—No. Hemos tenido cuidado. Y nuestra armadura es merduk. La hemos ensuciado con barro para disimular el color, y nos hemos acercado a ellos como amigos. Por eso los hemos atrapado a todos. No ha escapado ninguno.

—Bien hecho. Esos grupos de ataque, ¿son todos de caballería?

—La mayor parte. Algunos eran soldados de infantería, como los del campamento grande de la Batalla del Rey. Pero todos tienen arcabuces o pistolas.

—Comprendo. Ahora llevadlos con Formio. Cuando nos detengamos para la noche quiero que me los traigáis… y enteros, ¿entendido? —La última pregunta iba dirigida a los furiosos torunianos, perfectamente formados pero con los nudillos muy apretados sobre sus armas.

—Así se hará. —Entonces Marsch desplegó un sorprendente arrebato de rabia e indignación—. Esos seres no son soldados. Son animales. Sólo son valientes peleando con mujeres u hombres desarmados. Cuando les hemos atacado, algunos han arrojado las armas, llorando como niños. No valen nada. —Su voz rezumaba desprecio. Pero luego se acercó a Corfe y habló en voz baja con su general, de modo que ninguno de los demás soldados le oyera—. Y algunos de ellos no son merduk. Parecen hombres occidentales, como nosotros. O como los torunianos.

—Lo sé —asintió Corfe—. Ahora llévatelos, Marsch.

Durante todo el resto del día, mientras el ejército continuaba su lenta marcha hacia el norte, los prisioneros ocuparon la mente de Corfe. Andruw cabalgaba serio y silencioso a su lado. Habían pasado por media docena de aldeas durante los dos últimos días. Algunas habían sido quemadas hasta los cimientos, y otras parecían extrañamente intactas. Todas estaban abandonadas a excepción de unos cuantos cadáveres en descomposición, tan mutilados por el clima y los animales que era imposible determinar siquiera su sexo. La tierra de los alrededores parecía saqueada y desolada, y el ánimo de todo el ejército se estaba poniendo feo. Todos habían luchado contra los merduk antes, se habían enfrentado a ellos en batallas abiertas peleando cara a cara. Pero era muy distinto ver el propio pais destrozado por pura brutalidad caprichosa. Corfe lo había visto antes, en los alrededores de Aekir, pero aquélla era una experiencia nueva para la mayor parte de los demás soldados.

Andruw, que conocía aquella región demasiado bien, marcaba la dirección de la marcha. El plan consistía en trazar un gran semicírculo hasta volver a avanzar hacia el sur. Los catedralistas formarían una pantalla móvil para ocultar sus movimientos y mantenerlos informados de la proximidad del enemigo. Cuando encontraran una fuerza de buen tamaño, acudiría el cuerpo principal del ejército, que formaría en linea de batalla y avanzaría. Pero hasta el momento no habían encontrado ninguna formación que mereciera el despliegue de todo el ejército, y los hombres estaban cada vez más frustrados y furiosos. Habían transcurrido cuatro días desde el desembarco, y aunque los catedralistas habían tomado parte en escaramuzas continuas, los soldados de infantería aún no habían visto a ningún merduk vivo, aparte de los prisioneros que acababa de traer Marsch. Corfe se sentía como si tratara de controlar a una inmensa jauría de perros, ansiosos por soltarse de las correas y echar a correr. Los torunianos especialmente estaban decididos a exigir un pago por el expolio de su país.

Aquella noche, acamparon al abrigo de un gran pinar. Los caballos y mulas fueron atados al borde del bosque, y los hombres pudieron adentrarse en él y encender sus primeras hogueras en dos días, con las llamas ocultas por la densa espesura de los árboles. Ocho mil hombres necesitaban un campamento muy grande, de unos doce acres o más, pero el bosque pudo cobijarles a todos.

En cuanto se hubieron encendido las hogueras, distribuido las raciones y apostado los centinelas, Formio y otros cuatro fimbrios de aire sombrío condujeron a los prisioneros merduk hasta la hoguera de Corfe. Los obligaron a situarse en fila con los oscuros árboles elevándose sobre ellos como centinelas gigantescos. A su alrededor cesaron las conversaciones en voz baja y el murmullo de hombres que extendían sus sacos de dormir, y cientos de soldados de Corfe se acercaron a escuchar. Andruw estaba allí, y también Ranafast, Marsch y Ebro, todos los oficiales superiores del ejército. No habían sido convocados, pero Corfe no podía expulsarlos. El general comprendió de repente que, si se llegaba a un enfrentamiento, confiaba más en la disciplina de los catedralistas y los fimbrios que en la de sus propios compatriotas. Aquella noche no eran soldados torunianos profesionales, sino hombres indignados y furiosos que necesitaban desahogar su ira. Se preguntó si sería capaz de impedir que degeneraran en una especie de turba de linchamiento.

Recorrió en silencio la hilera de prisioneros. Algunos le miraron a los ojos, otros mantuvieron la vista fija en el suelo. Sí, Marsch tenía razón; al menos cuatro de ellos tenían la piel clara y los ojos azules propios de los hombres occidentales. Sin duda pertenecían a los
minhraib
de Ostrabar, la leva de campesinos. Ostrabar se había llamado en otra época Ostiber; había sido un reino ramusiano. Los abuelos de aquellos soldados habían luchado contra los merduk igual que los torunianos de Corfe, pero ellos habían nacido siendo súbditos del sultán, venerando al Profeta y habiendo olvidado su herencia ramusiana. O prácticamente.

—¿Quién de vosotros habla normanio? —espetó Corfe.

Un hombre bajo levantó la cabeza.

—Yo, señoría. Felipio de Artakhan.

Felipio. Incluso el nombre era ramusiano. Corfe trató de impedir que su propio odio le nublara el pensamiento. Luchó por mantener un tono de voz razonable.

—Muy bien, Felipio. Quiero saber el nombre de tu regimiento, por favor, y la naturaleza de vuestra misión aquí, al noroeste de mi país.

Felipio se lamió los labios resecos, y miró los rostros llenos de odio que le rodeaban.

—Somos del sexagésimo octavo regimiento de pistoleros, señoría —dijo—. Pertenecíamos a la infantería de leva antes de la caída del dique. Después nos dieron caballos y pistolas de mecha y nos enviaron a explorar el norte hasta el paso de Torrin.

—¿De modo que estaban explorando? —gruñó una voz surgida de la negrura bajo los árboles, y se desató un murmullo general.

—¡Silencio! —gritó Corfe—. Por Dios, quiero que mantengáis las bocas cerradas esta noche. Coronel Cear–Adurhal, llévate a diez hombres e impide que haya más interrupciones en esta zona. Esto no es un maldito consejo de guerra, ni una sala de debate.

Andruw hizo lo que se le ordenaba sin una palabra. En cuestión de minutos habia apostado hombres armados en torno a los prisioneros, con las espadas desenvainadas.

—Continúa, Felipio —dijo Corfe.

El prisionero se contempló los pies y continuó en un murmullo.

—No hay mucho más que contar, excelencia. Nuestro
subhadar
, Shahr Artap, al mando del regimiento, pronunció un discurso diciendo que esto era ahora territorio merduk y que podíamos hacer lo que quisiéramos… —La frente de Felipio se cubrió de un sudor que empezó a resbalarle por la cara en grandes gotas brillantes de tensión y terror.

—Continúa —repitió Corfe.

—Por favor, señoría. No puedo…

Andruw pareció salir de la nada y golpeó el rostro del hombre con su puño cubierto de malla.

—Obedece las órdenes del general —dijo, con la voz convertida en un extraño gruñido que Corfe apenas reconoció.

—Es suficiente, Andruw. Apártate.

Andruw lo miró. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Sí, señor —dijo, y desapareció entre las sombras.

Hubo un murmullo a su alrededor. La noche crepitaba de violencia reprimida. La luz del fuego revelaba un muro de rostros que se habían congregado pese a las órdenes de Corfe. El acero desnudo centelleó en la oscuridad. Corfe miró a Formio a los ojos, y aguantó su mirada durante unos segundos. Formio asintió levemente y se alejó entre los árboles.

—Ponte en pie, Felipio.

El menudo merduk se levantó tambaleándose, con el rostro convertido en una masa hinchada y escarlata, a través de la cual resplandecía el hueso. Tenía un ojo ya cerrado.

—¿Hasta dónde llegó vuestro regimiento? ¿Alcanzasteis el paso?

Felipio no respondió. Parecía casi inconsciente. Corfe lo contempló un momento, y luego recorrió la hilera de prisioneros hasta llegar al siguiente hombre de piel clara.

—Tu nombre.

Era poco más de un niño. Se había orinado en los pantalones, y su rostro estaba manchado de lágrimas y mucosidad. Pero no había sido demasiado joven para violar. Corfe le agarró del pelo, obligándole a levantarse.

—Nombre.

—No me matéis, por favor, no me matéis. Me obligaron a hacerlo. Se me llevaron de la granja. Tengo una esposa en casa… —Empezó a sollozar. Corfe luchó contra el impulso de pegarle, de dar rienda suelta a su furia y odio y golpear aquel estúpido rostro infantil hasta convertirlo en una masa ensangrentada de carne y huesos rotos. Bajó la voz y susurró al oído del tembloroso muchacho:

—Respóndeme, o te entregaré a ellos —dijo, señalando con un gesto hacia la presión de los hombres silenciosos a su alrededor.

—Hay más regimientos en el norte —sollozó el muchacho—. Cuatro o cinco. Están construyendo un gran campamento, con murallas y trincheras. Otro gran ejército se dirige al norte, o partirá pronto, hacia la ciudad de los monjes a la orilla del mar. ¡Eso es todo lo que sé, lo juro!

Corfe le soltó, y el muchacho se derrumbó, hipando y sollozando. De modo que los merduk iban a emprender una expedición contra Charibon, y estaban fortificando el paso. Algo que valía la pena saber, al fin. Se volvió, perdido en sus pensamientos. Mientras lo hacía, un gran grupo de hombres se adelantó entre las sombras, mientras el muro de rostros se convertía en una multitud que trataba de avanzar.

—Nosotros nos encargaremos de ellos a partir de ahora, general.

—¡Volved a las filas! —Su rugido hizo que se detuvieran, pero uno de ellos se adelantó y negó con la cabeza.

—General, os seguiríamos hasta el mismísimo infierno, pero un hombre tiene sus límites. Algunos de nosotros hemos perdido familias y hogares por culpa de esos animales. Tenéis que entregarnos a esa escoria.

Al instante apareció otro grupo de figuras, con Formio a la cabeza. Eran fimbrios vestidos de negro, con las espadas desenvainadas. Y salvajes címbricos con su armadura escarlata. Se distribuyeron con rápida eficiencia en torno a Corfe y los merduk como una guardia personal. Formio y Marsch se situaron a cada lado de Corfe como hermanos.

—El general os ha dado una orden —dijo Formio con tono inexpresivo—. Vuestro trabajo es obedecer. Sois soldados, no una chusma de civiles.

Los dos grupos de hombres armados se miraron durante varios momentos. Corfe no podía hablar. Si empezaban a luchar unos contra otros, sabía que su ejército estaría condenado, dividido irrevocablemente entre fimbrios, torunianos y hombres de las tribus. Su autoridad sobre todos ellos pendía de un hilo.

—Muy bien, chicos —dijo animadamente Andruw, apareciendo como un fantasma entre los árboles—. Ya basta. Si les atacamos, no seremos mejores que ellos. Son criminales, nada más. Y además, ¿estáis dispuestos a ver el día en que un oficial toruniano es obedecido por fimbrios y salvajes de las montañas y no por sus propios compatriotas? ¿Dónde está vuestro orgullo? Varian, te conozco. Te vi en las murallas del dique. Allí cumpliste con tu deber. Hazlo también ahora. Haced lo que dice el general. Volved a vuestros sacos.

Los torunianos se revolvieron, pareciendo al mismo tiempo avergonzados y hoscos. Corfe se adelantó para hablar con Varian, que parecía su líder. Gracias a Dios, Andruw había recordado su nombre.

—Yo también perdí mi hogar y a mi familia, Varian —dijo en voz baja—. Todos hemos sufrido, de un modo u otro.

Los ojos de Varian eran destellos ardientes de dolor.

—Tenía esposa —graznó, con tono apenas audible—. Tenía una hija.

Corfe le apretó el hombro.

—No hagas nada que pueda ofender su memoria.

El soldado tosió y se secó rudamente los ojos.

—Sí, señor. Lo siento. Somos unos idiotas.

—Igual que todos, Varian. Pero antes éramos esposos, padres y hermanos. Reserva tu odio para el campo de batalla. Esos animales no son dignos de él. Ahora vete y duerme un poco. —Corfe levantó la voz—. Todos vosotros, regresad a vuestras filas. Aquí no hay nada más que hacer ni que ver.

De mala gana, los hombres empezaron a dispersarse. Corfe sintió que el alivio lo invadía como una oleada tibia mientras le obedecían. Seguían estando a sus órdenes, gracias a Formio y Andruw. Seguían siendo un ejército, y no una chusma.

Durante la guardia media de la noche, Corfe hizo su habitual ronda por el campamento, intercambiando breves palabras con los centinelas y comprobando los caballos. Tomó a su propia montura, un bayo castrado de temperamento dócil, y cabalgó sin silla hasta la cima de un pequeño montículo que se elevaba al este del campamento. Otro jinete había llegado antes que él, y su silueta se recortaba contra las estrellas. Era Andruw, contemplando una Torunna dormida. Corfe se detuvo junto a él, y ambos permanecieron montados en silencio, observando.

Sobre la enorme extensión de sombras nocturnas pudieron ver luces distantes que titilaban como luciérnagas. Mientras Corfe observaba, apareció otra luz más al borde del horizonte.

—Están quemando las ciudades junto al Searil —dijo brevemente Andruw.

Corfe estudió las llamas distantes y se preguntó qué escenas de horror y carnicería simbolizaban. Recordó la caída de Aekir, el pánico de las multitudes y el infierno de las calles abarrotadas, y se limpió el rostro con una mano.

—Lamento haber perdido la cabeza por un momento —dijo Andruw en tono inexpresivo—. No volverá a ocurrir. —Pero la ira y la desesperación asomaron a través de la monotonía de su voz cuando habló de nuevo—. Sangre de Dios, Corfe, ¿acabará esto alguna vez? ¿Por qué hacen estas cosas? ¿Qué clase de gente son?

—No lo sé, Andruw, de veras. Llevamos generaciones enfrentados, y todavía no sabemos nada sobre ellos. Y supongo que ellos tampoco saben nada sobre nosotros. Dos pueblos que nunca han tratado de entenderse, sino que dedican sus energías a aniquilarse mutuamente.

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