—¿Otro familiar? —preguntó una voz desde la ventana. Golophin no se volvió.
—Sí.
—Vosotros los magos del Viejo Mundo dependéis demasiado de ellos. A veces creo que los fabricáis más por necesidad de compañía que por ninguna otra cosa.
—Tal vez. Pero tienen su utilidad, para aquéllos de nosotros que no somos tan… competentes como tú.
—Te subestimas, Golophin. Hay otras formas de extender el poder del dweomer.
—Pero yo no deseo usarlas.
Golophin se volvió al fin. A la plateada luz de la luna que entraba por la ventana, vio un enorme animal, un lobo escalofriante que se sostenía sobre las patas traseras, con el cuello grueso como el de un toro. Dos luces amarillas parpadeaban sobre su hocico.
—¿Por qué esta forma? ¿Estás tratando de impresionarme?
El lobo se echó a reír, y en un instante hubo un hombre en pie ocupando su lugar, un hombre alto y de rostro aguileño ataviado con un atuendo arcaico.
—¿Mejor así?
—Mucho mejor.
—Te felicito por tu frialdad, Golophin. Ni siquiera pareces impresionado. ¿No sientes ni la más mínima curiosidad por saber quién soy y qué estoy haciendo aquí?
—Siento curiosidad por muchas cosas. No creo que vengas de ningún lugar del mundo que yo conozca. Tus poderes son… impresionantes, por decirlo suavemente. Supongo que has venido a informarme de algo. Si quisieras matarme o esclavizarme podrías haberlo hecho ya, pero en lugar de ello me devolviste mis poderes. Por lo tanto, espero tus explicaciones.
—¡Bien dicho! Eres el tipo de hombre que me gusta.
El extraño cambiaformas cruzó la estancia hacia la chimenea, donde se calentó las manos. Miró a su alrededor, a los centenares de libros que bordeaban las paredes circulares de la habitación, se fijó en uno y lo tomó para hojearlo.
—Éste es muy antiguo. Sin duda gran parte de su contenido está ya desacreditado. Pero cuando lo escribí, pensaba que las ideas durarían para siempre. Qué estúpido es el orgullo humano, ¿eh? —Arrojó el antiguo volumen a Golophin. Los elementos de la magia, por Aruan de Garmidalan. Estaba escrito e ilustrado a mano, encuadernado y copiado en el siglo II.
—Puedes tocar objetos… No eres un simulacro —dijo Golophin con voz firme, aquietando el repentino temblor de sus manos.
—Sí. Lo llamo translocación. Puedo cruzar el mundo, Golophin, en un abrir y cerrar de ojos. Estoy pensando en declararla una nueva disciplina. Aunque resulta bastante fatigosa. ¿No tendrás algo de vino?
—Tengo brandy fimbrio.
—Aún mejor.
Golophin dejó el libro. Había un dibujo de su autor en la portada. El mismo hombre… Dios Todopoderoso, era el mismo hombre. Pero tendría que tener al menos cuatrocientos años.
—Creo que yo también necesito beber algo —dijo, mientras servía dos generosas raciones del fragante licor de la botella que tenía siempre llena junto al fuego. Tendió una a su invitado, y Aruan (si realmente era él) asintió apreciativamente, agitó el líquido en la ancha copa y lo bebió con placer.
—Gracias, hermano mago.
—Pareces haber descubierto algo aún más sorprendente que esa… translocación tuya. El secreto de la eterna juventud, nada menos.
—No del todo, pero estoy cerca.
—Vienes del Continente Occidental, el lugar donde desapareció Bardolin. ¿No es así?
—¡Ah, tu amigo Bardolin! Un verdadero talento. Golophin, ni siquiera se da cuenta del potencial que alberga. Pero lo estoy educando. Cuando vuelvas a verle (y le verás pronto), recibirás una sorpresa. Y para responder a tu pregunta: sí, vengo del oeste.
Golophin necesitaba el calor del reconfortante licor en la garganta. Tomó un largo trago, como si fuera cerveza.
—¿Por qué me devolviste mis poderes, Aruan? Si es que ése es tu nombre.
—Eras un compañero mago en apuros. ¿Por qué no? Debo disculparme por la naturaleza algo… brusca de la restauración. Espero que no te resultara demasiado extenuante.
Había sido la experiencia más terrible que Golophin hubiera vivido nunca, pero no dijo nada. Tenia miedo. El dweomer apestaba en aquel hombre, como si fuera carne podrida en un clima tropical. La fuerza que emanaba de él era una sensación casi física. Nunca había soñado que alguien pudiera ser tan poderoso. Por lo tanto, estaba asustado… pero también absolutamente fascinado. Tenía tantas preguntas que no sabía por dónde empezar.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó al fin.
—Buena idea la de empezar con la pregunta más obvia. Digamos solamente que estoy haciendo una ronda por el continente, poniéndome al día. ¡Tengo tanto que ver, y tan poco tiempo! Pero siempre he sentido una predilección especial por Hebrion. ¿Sabías, Golophin, que en este país hay más practicantes de dweomer que en ningún otro? Por supuesto, quedan muchos menos desde las purgas emprendidas por la madre Iglesia, pero sigue siendo un número impresionante. Torunna ha sido prácticamente abandonada por nuestra gente. Almark nunca tuvo demasiados magos para empezar; estaba demasiado cerca de Charibon. Y en Fimbria la opinión general estuvo contra nuestros congéneres desde sus primeros días. Podríamos estar especulando eternamente sobre los porqués de todo ello, pero he llegado a creer que hay algo en los propios huesos de la tierra que provoca el nacimiento de los practicantes de dweomer, una anomalía más común en ciertos lugares que en otros. ¿Tus padres eran magos?
—No. Mi padre era un alto cargo del Gremio de Mercaderes.
—Ahí tienes. ¿Lo ves? No es hereditario. Aquí interviene algún otro factor. Somos anomalías de la naturaleza, Golophin, y se nos ha perseguido como a tales durante toda la historia. Pero eso cambiará.
—¿Qué hay de Bardolin? ¿Qué has hecho con él?
—Como te he dicho, he empezado a desbloquear sus poderes. Es un proceso doloroso. Esas cosas nunca han sido fáciles, pero al final me lo agradecerá.
—De modo que sigue con vida, en algún lugar del oeste. ¿Así que los mitos son ciertos? ¿Existe un Continente Occidental?
—Los mitos son ciertos. Yo participé en la creación de algunos de ellos. Golophin, en el oeste tenemos nuestro propio mundo, toda una sociedad basada en el dweomer. Hay algo en el aire que se respira allí…
—De modo que hay más como tú.
—Yo soy el único de los fundadores originales que ha sobrevivido hasta el momento. Pero existen otros que llegaron más tarde. Somos pocos, y cada vez menos. Por eso he regresado al Viejo Mundo. Necesitamos sangre nueva, ideas nuevas. Y tenemos intención de traer con nosotros nuestras propias ideas.
—¿Traer con vosotros? De modo que los magos del oeste pretendéis regresar a Normannia.
—Algún día, sí. Ésa es nuestra esperanza. Por el momento, mi tarea consiste en preparar al mundo para nuestra llegada. ¿Comprendes ahora por qué estoy aquí? Necesitaremos voces amigas que hablen en nuestro favor en todos los reinos, de lo contrario nuestra llegada podría provocar pánico, incluso violencia. Todo lo que deseamos, hermano mago, es volver a casa.
Una idea repentina asaltó a Golophin.
—Un momento… La imagen del lobo. Eso sí era un simulacro, ¿no?
Aruan sonrió.
—Me preguntaba cuándo llegaría esta pregunta. No, no lo era. Soy un cambiaformas, víctima del mal negro, aunque ya no lo considero una enfermedad.
—Eso es imposible. Un mago no puede ser también licántropo.
—Bardolin también opinaba así. Ahora sabe cuál es la verdad. Soy un maestro de las Siete Disciplinas, y estoy creando unas cuantas más. Lo que he venido a preguntarte esta noche, Golophin, es si te unirás a nosotros.
—¿Unirme a vosotros? No estoy seguro de entenderte.
—Creo que sí me entiendes. Pronto dejaré de ser un visitante nocturno furtivo para convertirme en un poder mundial. Quiero que seas mi colega. Puedo llevarte muy alto, Golophin; ya no serías el sirviente de un rey, sino un auténtico rey.
—Algunos podrían pensar que vas demasiado lejos en tus ambiciones. ¿Cómo pretendes conseguir todo eso?
—El tiempo lo dirá. Pero va a ocurrir. Las líneas están trazadas por todo el continente, aunque hasta ahora muy pocos se han dado cuenta. ¿Quieres unirte a nosotros, Golophin? Consideraría un honor tener a un hombre como tú de nuestro lado. No solamente un mago poderoso, sino una mente brillante acostumbrada a los entresijos y las intrigas del poder. ¿Qué me contestas?
—Eres muy elocuente, Aruan, pero impreciso. ¿Acaso temes decir demasiado?
Aruan se encogió de hombros.
—Tendrás que aceptar algunas cosas sin pruebas, eso es cierto. Pero no puedo revelarte los detalles de un plan que aún está incompleto. Por ahora, bastará con que te consideres nuestro amigo.
El flaco y anciano mago estudió a su visitante. El rostro de Aruan era anguloso y autocrático, y había crueldad acechando en sus ojos. No era un rostro amable ni generoso. Pero Golophin percibió que, al menos en aquel punto, decía la verdad. Le resultaba difícil concebir todo un nuevo mundo al otro lado del ilimitado océano, una sociedad de magos viviendo sin miedo a la pira. Era un concepto inquietante, que levantaba una verdadera avalancha de especulaciones en la mente de Golophin. Y deseaban regresar al Viejo Mundo. ¿Qué podía tener de malo encontrar un hogar para aquellos… aquellos exiliados? Era impresionante pensar en los conocimientos que podían haber adquirído a través de los siglos, trabajando en paz y sin temor. El anciano mago tenía parte de razón; ¿cuántas décadas o siglos de persecución podrían soportar los practicantes de dweomer antes de extinguirse por completo? En algún momento tendrían que unirse y enfrentarse a ello, volverse contra los prejuicios de los hombres y exigir aceptación. Era una idea brillante, que por un segundo llenó de esperanza el corazón de Golophin. ¡Si fuera posible!
Y sin embargo, sin embargo… allí había algo profundamente inquietante. Aquel Aruan, pese a todo su encanto superficial, tenía una bestia en su interior. Golophin no podía olvidar aquel terrible y desesperado grito mental que había oído emitir a Bardolin desde miles de leguas de distancia.
¡Golophin! Ayúdame, en nombre de Dios
…
El terror de aquel grito… ¿Qué lo había provocado?
—¿Y bien? —preguntó Aruan—. ¿Qué dices?
—De acuerdo. Considérame un amigo de tu causa. Pero no divulgaré los secretos o estrategias de la corona hebrionesa. También tengo otras lealtades.
—Eso me basta. Te lo agradezco, Golophin. —Y Aruan le tendió una mano.
Pero Golophin se negó a estrecharla. En lugar de ello, dio la vuelta y volvió a llenarse la copa.
—Te sugiero que ahora te vayas. He de regresar a la ciudad muy pronto. Pero… —Hizo una pausa—. Me gustaría volver a hablar contigo. Tengo una mente muy inquisitiva, y hay muchas cosas que desearía saber.
—Desde luego. Lo estoy deseando. Pero, antes de irme, te demostraré mi buena voluntad con un pequeño regalo…
Antes de que Golophin pudiera moverse, Aruan se había adelantado como una gran ave de presa. Su mano se posó sobre la frente de Golophin y pareció fijarse allí, como si sus dedos convertidos en clavos fueran a atravesarle el cráneo. La copa de Golophin resbaló de su mano y se hizo añicos contra el suelo de piedra. Sus ojos quedaron en blanco, y descubrió los dientes en un gruñido impotente. La humedad cubría el rostro de Aruan como una película fría.
—Éste es un gran regalo —dijo en voz baja—. Y genuino. Tienes una mente sutil, amigo mío. La quiero intacta. Quiero una lealtad libremente entregada. Aquí tienes. —Aruan retrocedió.
Golophin cayó de rodillas, con la respiración convertida en un gorgoteo áspero en su garganta.
—Tendrás que experimentar un poco antes de poderla usar correctamente —le dijo Aruan—. Pero a esa mente inquisitiva tuya le resultará una herramienta fascinante. Simplemente, no intentes cruzar el océano en busca de tu amigo Bardolin. Todavía no puedo permitirlo. Adiós, Golophin. Por el momento. —Y desapareció.
Jadeando, Golophin se puso en pie. La cabeza le resonaba como si alguien hubiera estado tañendo una campana junto a sus orejas durante horas. Se sentía ebrio, torpe, aunque en su interior ardía una extraña sensación de bienestar.
Y allí… allí estaba el conocimiento, a su disposición. Se abría ante su mente entre destellos de poder y nuevas posibilidades.
Aruan le había concedido la disciplina de la translocación.
Con los ojos desorbitados, sucios y exhaustos, los prisioneros llegaron a la columna empujados como ganado por la patrulla de Marsch. Tal vez había una docena. Un resplandeciente catedralista llamó a Corfe a la vanguardia del ejército para inspeccionarlos. El general ordenó que la larga columna se detuviera y trotó hacia delante. Marsch le saludó con una inclinación de cabeza.
Los prisioneros se derrumbaron sobre el frío suelo. Les habían atado los brazos a los costados, y los rostros de algunos estaban cubiertos de sangre. Cada uno de los soldados de Marsch conducía un caballo extra con arneses merduk. Eran animales compactos y de huesos finos, con las orejas pequeñas y los ojos grandes propios de las razas orientales.
—¿Dónde los has encontrado? —preguntó Corfe al enorme salvaje.
—A cinco leguas al norte de aquí. Son los rezagados de una gran fuerza de unos mil jinetes. Habían estado en una ciudad. —La voz de Marsch se volvió rabiosa—. La habían incendiado. El cuerpo principal llevaba carretas llenas de mujeres, y rebaños de ovejas y vacas. Éstos… —señaló con la cabeza hacia los jadeantes y postrados merduk— estaban muy ocupados cuando los hemos capturado.
—¿Ocupados?
De nuevo se oyó la rabia en la voz de Marsch.
—Tenían una mujer. Estaba muerta antes de que llegáramos. Se estaban turnando.
Los merduk se encogieron en el suelo mientras los torunianos y salvajes reunidos a su alrededor les dirigían miradas airadas.
—Matad a esos hijos de puta —dijo Andruw en un siseo muy poco propio de él.
—No —dijo Corfe—. Antes los interrogaremos.
—Matadlos ahora —dijo otro soldado. Uno de los torunianos de Ranafast.
—¡Volved a las filas! —rugió Corfe—. ¡Por Dios, obedeced vuestras órdenes o abandonaréis este ejército y regresaréis solos a Torunn! ¡Volved a las filas!
El grupo de hombres descontentos se disgregó.
—Eran más de veinte —continuó Marsch, como si no hubiera ocurrido nada—. Hemos matado a ocho o nueve y hemos atrapado a éstos mientras se subían las calzas. Pensé que sería útil capturarlos vivos.