—Me han dicho que en el oeste, en Gabrion y Hebrion, los merduk marinos comercian y se embarcan a las órdenes de capitanes ramusianos como si no hubiera barreras entre ellos. Navegan juntos y son socios en algunos negocios. ¿Por qué las cosas son tan distintas aquí?
—Porque esto es la frontera, Andruw. Aquí es donde la rueda choca con la carretera. Una vez formé parte de una guardia ceremonial en Aekir, en una cena que ofreció John Mogen a sus capitanes antes del sitio. Me parece que si alguien entendía un poco a los merduk, era él. Creo que incluso les admiraba. Decía que los hombres necesitan avanzar siempre hacia la puesta del sol. La siguen igual que las golondrinas emigran al sur en invierno. Originalmente, los merduk eran jefes tribales en las estepas del otro lado de las Jafrar, pero siguieron al sol y cruzaron las montañas, donde fueron detenidos por las murallas y las picas fimbrias. Los fimbrios los contuvieron; nosotros no podemos. Ésa es la pura verdad. Si no queremos luchar hasta aniquilarnos unos a otros, algún día tendremos que negociar la paz y llegar a un acuerdo con ellos. O lo hacemos, o seremos empujados hacia las montañas, y acabaremos nuestros días como líderes de tribus nómadas, igual que Marsch y los suyos.
—Debo hablar con Marsch. Lo que he dicho sobre los salvajes de las montañas… Tengo que decirle…
—Lo sabe, Andruw. Lo sabe.
—Supongo que sí —asintió Andruw. Parecía resultarle difícil encontrar las palabras que necesitaba. Corfe podía sentir la lucha en su interior, mientras Andruw permanecía sentado sobre su caballo, acariciándole la crin—. Formio, Marsch y sus hombres nos han dejado en evidencia. Extranjeros y mercenarios que te han sido leales mientras tus propios compatriotas han estado casi a punto de echarte a la fuerza. Esos hombres estuvieron en el dique con nosotros, y nos vieron allí. Unos cuantos incluso sirvieron a tus órdenes en la barbacana. No hay conversaciones en torno a sus hogueras esta noche. Te han fallado… y se han fallado a sí mismos.
—No —dijo rápidamente Corfe—. Sólo son hombres sometidos a una presión excesiva. No tengo una opinión peor sobre ellos por lo que ha sucedido. Y este ejército no está compuesto por fimbrios, torunianos y hombres de las tribus. Ya no. Ahora todos ellos son mis hombres. Han luchado juntos, y han muerto juntos. Nadie tiene por qué hablarme de vergüenza.
Andruw hizo una mueca.
—Tal vez… ¿Sabes, Corfe? Estaba dispuesto a degollar yo mismo a esos prisioneros. Lo hubiera hecho sin un solo remordimiento, y hubiera dormido como un niño después de ello. Nunca había odiado hasta ahora, no de verdad. En cierto modo, todo era una especie de juego enorme. Pero esto… esto es diferente. Los refugiados de Aekir sólo eran rostros, pero estas colinas… Yo había jugado en ellas de pequeño. Esa gente de ahí es mi gente, y no sólo porque son torunianos. Eso no es más que un nombre. Sino porque sé cómo y dónde viven. Varian lleva casi un año sin ver a su esposa y a su hija, y no sabe si están vivas o muertas. Y hay muchos más como él en las tropas que llegaron del dique. Enviaron a sus familias fuera de la fortaleza cuando empezó todo esto, al norte o a las ciudades en torno a Torunn. Pensaron que la guerra nunca llegaría tan lejos. Bueno, estaban equivocados. Todos lo estábamos.
—Sí —dijo Corfe—. Lo estábamos.
—¿Y crees que estamos todos condenados? ¿Somos unos locos que luchan contra lo inevitable?
—No lo sé. Tampoco me importa, Andruw. Todo lo que sé hacer es luchar. Es lo único que he hecho en mi vida. Tal vez un día será posible llegar a algún tipo de acuerdo con los merduk. Eso espero, por Varian, su familia y los miles de familias como la suya. Pero si no es así, lucharé contra esos bastardos hasta el día de mi muerte, y después mi espíritu atormentará sus sueños.
Andruw se echó a reír, y Corfe se dio cuenta de hasta qué punto había echado de menos aquel sonido últimamente.
—Estoy seguro de ello. Las madres merduk asustarán a sus hijos aún no nacidos con historias del terrible Corfe y sus endemoniados guerreros vestidos de rojo.
—Eso espero —sonrió Corfe.
—¿Crees que ese mocoso decía la verdad sobre el ejército que marcha contra Charibon?
—Es posible. Podría ser una información falsa, pero lo dudo. No, creo que es hora de que el ejército salga de caza. El camino más rápido hasta el paso desde el dique de Ormann está a dos días de marcha al este de aquí. Mañana nos dirigiremos hacia allí, con los catedralistas al frente, bajo tu mando y el de Marsch.
—¿Alguna idea respecto al tamaño del ejército que buscamos?
—Lo bastante pequeño para derrotarlo, según creo. El sultán todavía cree que el ejército toruniano está acorralado en Torunn, lamiéndose las heridas, y Charibon nunca ha estado bien defendida. Es posible que nos superen en número, pero no demasiado, espero.
—No podemos tardar muchos días; sólo nos quedan raciones para otras tres semanas.
—Pasaremos a media ración si es necesario. No les permitiré enviar un ejército al otro lado del paso. No siento ningún aprecio por los Cuervos de Charibon, pero que me cuelguen si estoy dispuesto a permitir que los merduk se paseen por toda Normannia como si ya fueran sus dueños. Además, tengo un presentimiento, Andruw. Creo que el enemigo está aflojando. Les hemos hecho daño. Si descubren que tienen que luchar por cada yarda de suelo toruniano, es posible que se conformen con mucho menos.
—Una batalla abierta sentará bien a los hombres.
—Estamos hablando de una guerra, Andruw. Esta batalla matará y mutilará a muchos de ellos.
—Ya sabes a qué me refiero, Corfe. Necesitan volver a probar la sangre. Diablos, yo también.
—De acuerdo, te entiendo. —Corfe hizo girar a su caballo con un golpecito de la rodilla—. Es hora de dormir.
—Creo que me quedaré aquí a pensar un poco —dijo Andruw.
—No pienses demasiado, Andruw. No sirve de nada. Créeme, lo sé muy bien. —Y Corfe puso a su caballo al trote, dejando atrás a Andruw con la vista clavada en él.
La celda de Albrec era austera y fría, pero no insoportable. Para un monje que había pasado por un noviciado ramusiano, parecía perfectamente adecuada. Tenía una cama con un colchón de paja sorprendentemente libre de insectos, una pequeña mesa, una silla desvencijada e incluso un trozo de vela y un yesquero. Había un ventanuco con barrotes, situado tan arriba en la pared que Albrec no tenía ninguna posibilidad de mirar a través de él, pero que al menos le proporcionaba cierta cantidad de luz.
Compartía la celda con varias arañas y una rata demacrada y torturada por el hambre. El animal había mordisqueado las orejas de Albrec durante las primeras noches que había pasado allí, pero el monje había aprendido a reservarle una parte de la comida introducida todos los días por una ranura de la puerta, y la rata había llegado a esperar los pasos del carcelero con más ansiedad que el propio Albrec. La comida no era apetitosa (pan negro, queso añejo y a veces un cuenco de sopa fría con trozos de cartílago flotando), pero Albrec nunca había sido demasiado epicúreo. Además, tenía muchas cosas en que pensar.
De vez en cuando, sus meditaciones solitarias eran interrumpidas por una llamada del sultán, y Albrec era arrastrado fuera de la celda, para fastidio y desconcierto de la rata, y conducido a las espaciosas cámaras donde Aurungzeb había instalado su corte. Los eunucos lo encadenaban ceremoniosamente (Albrec creía que lo hacían más por salvar las apariencias que por ninguna otra razón), y le obligaban a permanecer en un discreto rincón, esperando una señal del sultán. A veces permanecía olvidado durante horas, y podía escuchar y observar con ávida fascinación el funcionamiento de la corte merduk. Otras veces encontraba a Aurungzeb comiendo en compañía de oficiales superiores del ejército, o de mulás eruditos, y Albrec debía debatir con ellos y exponer su teoría sobre el origen común del Santo y el Profeta. Al parecer, el sultán disfrutaba escandalizando a sus invitados con el diminuto infiel. Las palabras de Albrec (a menudo traducidas por la concubina occidental, Heria) no sólo eran indignantes y blasfemas, sino que su aspecto resultaba agradablemente extraño. No era más que un bufón de la corte, pero sabía que sus palabras y teorías perturbaban a algunos de los hombres que las oían. Varios de los mulás habían exigido que fuera ejecutado de inmediato, pero otros habían debatido con él como lo hubieran hecho con un digno adversario, un espectáculo que Aurungzeb parecía encontrar enormemente entretenido.
En ocasiones pensaba en Avila, y también en Macrobius, sin poder evitar preguntarse cómo estarían las cosas en la capital toruniana. Pero, por algún motivo, pensaba sobre todo en el oficial de caballería con el que había intercambiado unas breves palabras frente a las murallas de Torunn. Corfe Cear–Inaf, convertido en el comandante en jefe de todos los ejércitos torunianos. El sultán parecía obsesionado con él, aunque los merduk lo conocían sólo como el líder de la caballería escarlata. Aún no habían aprendido su nombre. Albrec tenía la impresión de que el ejército merduk vivía en un estado de aprensión constante, esperando la llegada de los terribles jinetes rojos. De ahí la importancia que daban a las fortificaciones.
Y Heria, la principal concubina del sultán, embarazada de él y que pronto se convertiría en su reina… podía muy bien ser la esposa perdida de Corfe Cear–Inaf. Albrec encerró aquel conocimiento en su interior, y decidió no revelárselo nunca a nadie. Destrozaría demasiadas vidas; incluso podía alterar el equilibrio de la guerra. Que el general toruniano continuara sin nombre.
Y sin embargo… La desesperación en los ojos de Heria resultaba dolorosa de contemplar. ¿No encontraría consuelo en la idea de que su esposo se encontraba sano y salvo? Albrec se sentía dividido. Temía infligir más dolor a alguien que ya había sufrido demasiado. ¿Y de qué le serviría a Heria saberlo? La situación se parecía a algunos de los problemas éticos que había tenido que resolver durante su noviciado. La elección entre dos alternativas, ambas de resultado incierto, pero una más correcta que la otra desde el punto de vista espiritual. Excepto que allí tenía en sus manos el poder de arreglar o destrozar vidas.
Un rumor de llaves y el chasquido de las cerraduras en su puerta le anunciaron otra llamada. La rata le dirigió una mirada y corrió hacia su madriguera. No era hora de comer. Albrec permaneció sentado al borde de la cama. Era muy tarde; resultaba extraño que le llamaran a aquella hora.
Pero cuando la puerta se abrió, la que apareció no fue la silueta familiar del carcelero, sino la de un mulá merduk, un hombre ricamente vestido con una barba ancha como una pala, y la figura embozada y velada de una mujer. Entraron en su celda sin una palabra y cerraron la puerta tras ellos.
La mujer se despojó del velo durante un breve instante para permitir que Albrec le viera el rostro. Era Heria. El mulá tomó asiento en la única silla de Albrec sin ninguna ceremonia. Su rostro era familiar; Albrec había hablado con él durante alguna cena.
—Mehr Jirah —dijo el mulá. Y añadió, en un normanio casi incomprensible—: nosotros hablar cuatro… cinco días… —miró a Heria con aire de súplica.
—Hablasteis con Mehr Jirah la semana pasada —dijo ella suavemente—. Y él deseaba volver a hablar con vos, en privado. Ha sobornado a los guardias, pero no tenemos mucho tiempo, y su normanio es pobre, de modo que yo haré de intérprete.
—Desde luego —dijo Albrec—. Agradezco su visita.
El mulá habló en su propio idioma, y, tras pensar un momento, Heria tradujo sus palabras. A Albrec le pareció percibir una sonrisa detrás del velo.
—Primero quiere saber si sois un loco.
Albrec soltó una risita.
—Ya sabéis la respuesta a eso, señora. Pero algunos me consideran un excéntrico.
De nuevo una conversación en merduk y la traducción de Heria.
—Es uno de los líderes del
hraib
de los kurasin, en el sultanato de Danrimir. Desea saber si vuestras afirmaciones sobre el Profeta son simples delirios, o si se basan en algún tipo de evidencia.
El corazón de Albrec se aceleró.
—Ya le dije cuando hablamos que se basan en un antiguo documento que creo que es genuino. No haría semejantes afirmaciones si no creyera en lo más profundo de mi alma que son ciertas. Las creencias de un hombre no deben tomarse a la ligera.
Cuando Heria tradujo aquello, Mehr Jirah asintió con aprobación. Pareció dudar durante largo rato, con la cabeza inclinada contra su pecho. Una mano acariciaba su voluminosa barba. Finalmente suspiró y soltó un largo discurso en merduk. Cuando hubo terminado, Heria lo miró fijamente, luego se recuperó y tradujo sus palabras al normanio, con la voz llena de asombro.
—Los kurasin son una tribu muy antigua, una de las más antiguas de todos los
hraib
merduk. Tuvieron el privilegio de ser el primer pueblo oriental en escuchar las enseñanzas del profeta Ahrimuz, hace casi cinco siglos. Su tradición dice que el Profeta cruzó las montañas de Jafrar desde el oeste, solo y montado en una mula, y que era un hombre de piel clara que no hablaba su idioma, pero cuya santidad y erudición eran evidentes. Vivió con los kurasin durante cinco años, antes de seguir su camino hacia el norte, a las tierras del
hraib
de los kambak. Así fue cómo la verdadera fe llegó a los pueblos merduk. Gracias a aquel hombre al que reconocieron como un Profeta enviado por Dios, y que llegó del oeste.
Albrec y el mulá se miraron cuando Heria acabó de traducir. En los ojos del clérigo merduk había una mezcla de miedo y confusión, pero Albrec se sentía eufórico.
—De modo que me cree.
Merduk y normanio. Un discurso largo y vacilante de Mehr Jirah. Heria habló más rápidamente en aquella ocasión.
—No está seguro. Pero ha estudiado algunos de los libros que se salvaron de la biblioteca de Gadorian Hagus en Aekir. Muchos de los dichos de San Ramusio y el profeta Ahrimuz son idénticos, incluyendo las parábolas empleadas para ilustrar sus enseñanzas. Es posible que los dos hombres se conocieran, o que Ramusio fuera un discípulo de Ahrimuz…
—Eran el mismo hombre. Y él lo sabe. Lo veo en sus ojos.
Cuando Heria tradujo aquella frase, hubo un largo silencio. Mehr Jirah parecía profundamente perturbado. Habló en voz baja, sin mirar a Albrec.
—Dice que es cierto. Pero ¿qué puede hacer él al respecto?
—La verdad es más valiosa que nuestras vidas. Debe ser proclamada públicamente, sean cuales sean las consecuencias. El Profeta afirmó que el alma de un hombre sufre una especie de muerte cada vez que dice una mentira. Ya llevamos cinco siglos de mentiras. Es suficiente.