Transcurrieron cuatro días. El Torrin trazó una gran curva, hasta empezar a fluir casi directamente de norte a sur, y luego se desvió al noroeste, hacia su nacimiento en las montañas de Thuria. Los hombres podían distinguirlas ya en el horizonte del norte, aún cubiertas de nieve. Y, a su izquierda, o a babor, se erguían los severos picos blancos de las Címbricas, con las cumbres perdidas entre nubes grises. Ya no había granjas en las orillas; aquella región había estado muy poco poblada incluso antes de la guerra. A la sazón, parecía totalmente desierta, una espesura rodeada de montañas y dividida por el caudal del naciente río.
El Torrin medía apenas dos cables de anchura en aquel lugar, y, en varias ocasiones durante el cuarto día, los hombres habían notado que las quillas de los pesados transportes rozaban bancos de arena sumergidos. Además, la corriente se había vuelto más fuerte, y apenas alcanzaban los dos nudos. Por la mañana del quinto día, Corfe decidió finalmente dejar atrás los barcos, ante el evidente alivio de soldados y marineros, y los dieciséis enormes transportes pasaron una tensa mañana maniobrando hacia la orilla oriental, antes de soltar todas las anclas que llevaban para resistir los esfuerzos del río por empujarlos corriente abajo.
Lo que siguió fue una larga pesadilla de barro, agua y esfuerzos, entre hombres que blasfemaban y animales aterrados. Todos los transportes poseían pasarelas flotantes que podían bajarse para formar un camino hacia la orilla bastante estable, pero no habían sido diseñados para descargar dos mil caballos y mulas. Los animales eran izados de la bodega con poleas fijadas a los penoles, y depositados sobre las pasarelas móviles, debatiéndose y con los ojos desorbitados, con los resultados previsibles. Cuando la última mula y el último soldado se encontraron en tierra, y las provisiones del ejército estuvieron amontonadas en largas hileras en tierra firme, había oscurecido por completo. Se habían ahogado dos hombres y habían muerto seis caballos, pero Corfe se consideraba afortunado de no haber perdido más. La orilla oriental era un verdadero pantano de barro y estiércol de caballo de casi una milla de extensión, y sus soldados eran fantasmas de mirada vacía, tambaleándose de agotamiento. Pero estaban en tierra, prácticamente ilesos, tras haber recorrido más de ochenta leguas en cinco días. Corfe decretó que el siguiente fuera un día de descanso para hombres y animales. El ejército acampó a una milla de la orilla, recogió leña, apostó centinelas, y luego, como un solo hombre, ocho mil soldados se hundieron en un profundo sueño.
El último caballo había sido acomodado para la noche, y las hogueras relucían en la oscuridad como una pobre imitación de las estrellas del cielo. El terreno era duro como la piedra bajo sus pies, lo que facilitaría la marcha, pero era difícil aislarse del frío con una sola manta, incluso cuando uno tenía los pies casi en las ascuas del fuego. Curiosamente, Corfe se sentía menos cansado que en ningún momento desde la Batalla del Rey, pese a haber dormido apenas cuatro horas por noche durante el viaje río arriba. Era la libertad de verse de nuevo en el campo, al mando de sus hombres. No más reuniones, consejos ni escribientes, sólo una hueste de hombres y animales exhaustos y ateridos, acampados en los fríos bosques del norte.
Los hombres se habían integrado bien. Habían luchado hombro a hombro en la Batalla del Rey, bebido cerveza juntos en las tabernas de Torunn, y soportado las incomodidades del viaje río arriba. Se habían convertido en una sola entidad. Salvajes címbricos, piqueros fimbrios, arcabuceros torunianos. Por supuesto, seguía habiendo rivalidades, pero eran saludables. Corfe se sentó junto al fuego y observó cómo los hombres se tumbaban sin quejarse sobre la dura tierra, con sus uniformes desgastados y cubiertos de barro, y comprendió que los amaba a todos.
Andruw se abrió paso hacia él por entre las hogueras, y luego rebuscó en su alforja. Tendió a su general un frasco de madera.
—Toma un trago, Corfe. Te quitará el frío. Con los saludos del capitán Mirio.
Corfe destapó la botella y tomó un largo trago. El líquido pareció quemarle la boca y trazar un camino de fuego al bajar por su garganta. Se le humedecieron los ojos, y se encontró luchando por respirar.
—Andruw, te aseguro que te vas a quedar ciego un día de éstos.
—Qué va. Tengo la constitución de un caballo.
—Y el mismo sentido común. ¿Qué tal la pólvora?
Andruw dirigió la mirada al otro lado del campamento.
—Hemos perdido seis barriles, y otro ocho están empapados. Dios sabe cuándo podremos secarlos.
—Maldita sea. Eso ha mermado nuestras reservas. Bueno, tenemos suficiente para un par de batallas de buen tamaño, pero quiero que los hombres de Ranafast sean muy conscientes de no malgastar la pólvora como si fuera gratis.
—Ningún problema.
Otras dos figuras surgieron de entre la oscuridad que los rodeaba. Cuando se acercaron, Corfe vio que se trataba del improbable dúo formado por Marsch y Formio. Formio parecía esbelto como un adolescente junto a la silueta del enorme salvaje, con su uniforme negro habitualmente impecable cubierto de parches de barro. Marsch llevaba un grasiento jubón de cuero. Parecía más contento que en los últimos días.
—¿Qué es esto, una reunión del alto mando? —preguntó burlonamente Andruw—. Vosotros dos, tomad un trago. Privilegios del rango.
Formio y Marsch hicieron las mismas muecas que Corfe tras probar el tosco licor de grano.
—¿Y bien, caballeros? —preguntó el general.
—Hemos encontrado las cajas que habían caído por la borda —dijo Formio, limpiándose la boca—. Estaban encalladas en un banco de arena a dos millas corriente abajo.
—Bien, necesitamos toda la mecha lenta que podamos conseguir. ¿Marsch?
El enorme salvaje devolvió el frasco de madera a Andruw.
—Nuestros caballos están en mejores condiciones de lo que creía. El ejercicio que hicieron durante el viaje les sentó muy bien. Necesitaremos dos días para que… —vaciló, buscando la palabra— para que se recuperen. Algunos se habían negado a comer en el barco y están muy débiles.
—Muy bien —asintió Corfe—. Dos días, pero no más. Marsch, por la mañana quiero que tú y Morin preparéis un escuadrón con los caballos que estén en mejores condiciones y empecéis a reconocer la zona, en un radio de cinco millas. Si encontráis un grupo pequeño de enemigos, acabad con ellos. Si es una formación grande, regresad enseguida. ¿Está claro?
El rostro de Marsch se animó en una sonrisa poco habitual.
—Muy claro. Así lo haremos.
Andruw seguía bebiendo del frasco de Mirio. Se sentó, o más bien se dejó caer sobre su silla y contempló el campamento, con un codo apoyado en el arzón.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Corfe.
—Perfectamente. —Su alegría había desaparecido—. Pero estoy cansado. ¡Dios, cómo apestaban esos barcos! Me alegro de ser soldado de caballería y no marinero.
Marsch y Corfe también se recostaron junto al fuego.
—Las sillas de guerra son una buena almohada —les dijo Andruw, palmeando la suya—. Aunque no tan buena como el pecho de una mujer.
—Creí que eras artillero, no soldado de caballería —bromeó Corfe—. ¿Olvidas tus raíces, Andruw?
—¿Yo? Nunca. Sólo estoy en préstamo. Siéntate, Formio, por el amor de Dios. Pareces una estatua. ¿Es que los fimbrios no os cansáis?
El joven oficial fimbrio enarcó una ceja e hizo lo que se le pedía. Negó con la cabeza cuando Andruw volvió a ofrecerle el frasco de madera. Andruw se encogió de hombros y tomó otro trago. Marsch, Formio y Corfe se miraron.
—¿Recuerdas los primeros días en el dique, Corfe? ¿Cuando bajaron en tromba de las colinas y mis cañones abrieron fuego, batería tras batería? Qué espectáculo. Me pregunto qué habrá sido de mis artilleros. Eran hombres buenos. Supongo que sus huesos yacerán ahora entre las ruinas del dique, junto a los restos de sus cañones.
Corfe contempló el fuego. Ranafast les había dicho que los artilleros del dique de Ormann habían sido asignados a la retaguardia de mil hombres que había cubierto la evacuación de Martellus. Ninguno había escapado.
Les llegó el grito de un zarapito, alanceando la noche como si estuviera perdido en la oscuridad. Oyeron el relincho de un caballo entre los catedralistas, pero aparte de aquello, los únicos sonidos eran el viento entre la hierba y el crepitar de las hogueras. Corfe pensó en sus propios hombres, los que había dirigido en Aekir. Llevaban mucho tiempo muertos. Le resultó difícil recordar sus rostros; había habido muchos otros hombres bajo su mando desde entonces.
—Los soldados mueren; eso es lo que hacen —dijo inesperadamente Formio—. No esperan caer, y por eso siguen adelante. Pero al final, eso es lo que ocurre. Cuando los hombres no tienen esperanza, dejan de luchar, o pelean como héroes. Nadie sabe por qué, pero así son las cosas.
—Un filósofo fimbrio —dijo Andruw, pero su sonrisa alivió la carga burlona de sus palabras. Luego su rostro se ensombreció de nuevo—. Yo nací aquí, en el norte. Ésta es la tierra de mi familia, lo ha sido durante generaciones. Tenía una hermana, Vanya, y un hermano pequeño. Sólo Dios sabe dónde están ahora. Muertos, o en algún campo de esclavos merduk, supongo. —Volvió a inclinar la botella, descubrió que estaba vacía y la arrojó al fuego—. A veces me pregunto, Corfe, si al final de todo esto quedará algo en nuestro mundo que valga la pena salvar.
Corfe le apoyó una mano en el hombro, con los ojos ardiendo.
—Lo siento, Andruw.
Andruw soltó una carcajada forzada, que era una parodia de la verdadera alegría. Sus ojos también brillaban a la luz de las llamas.
—Todas esas pequeñas tragedias. No importa. Llevaba muchos años sin verlos. Así es la vida de un soldado, ¿sabéis? Pero ahora que estamos aquí, no puedo evitar preguntarme qué habrá sido de ellos. —Se volvió hacia el fimbrio, sentado en silencio junto a él—. Ya lo ves, Formio, los soldados también somos personas. Todos somos hijos de alguien, incluso vosotros los fimbrios.
—¿Incluso nosotros los fimbrios? Me alivia oír eso.
La suave réplica de Formio les hizo reír a todos. Andruw palmeó la espalda del oficial vestido de negro.
—Creí que todos erais una especie de monjes guerreros que cenaban pólvora y cagaban balas. ¿Tienes familia en los electorados, Formio?
—Tengo madre, y una… una chica.
—¡Una chica! Una hembra fimbria… Imaginaos. Creo que me llevaría la espada a la cama. ¿Cómo es ella, Formio? Ahora estás entre amigos. Sé sincero.
El oficial bajó la cabeza, claramente avergonzado.
—Se llama Merian. —Vaciló, y luego se llevó la mano a la túnica, de donde extrajo una pequeña tabla de madera que se dividía en dos, como un librito muy delgado.
—Éste… éste es su retrato.
Todos se apiñaron a su alrededor para mirarlo, como niños pequeños. Formio sostenía una exquisita miniatura, un diminuto retrato de una muchacha rubia, de rasgos delicados como los de un ciervo. Ojos grandes y oscuros y frente muy alta. Andruw soltó un silbido apreciativo.
—Formio, eres un tipo afortunado.
El fimbrio volvió a guardar la miniatura.
—Nos casaremos cuando… cuando regrese.
Nadie dijo nada. Corfe comprendió en aquel momento que ninguno de ellos esperaba sobrevivir. La idea hubiera debido sorprenderle, pero no fue así. Formio tenía razón en lo que había dicho sobre los soldados.
Andruw se incorporó con movimientos inseguros.
—Caballeros, debéis perdonarme. Creo que voy a vomitar.
Se tambaleó, y Corfe y Marsch se levantaron de un salto, le agarraron los brazos y lo arrastraron hacia las sombras, donde Andruw se inclinó y vomitó ruidosamente. Finalmente se irguió, con los ojos llenos de lágrimas.
—Creo que me estoy haciendo viejo —graznó.
—¿Tú? —dijo Corfe—. Tú nunca serás viejo, Andruw. —Y un instante después deseó no haber pronunciado aquellas palabras de mal agüero.
Golophin se secó el sudor del rostro con un paño ya mojado y se levantó con un gemido de su banco de trabajo. Se dirigió a la ventana y abrió las pesadas persianas para permitir que el brillo plateado de la luna penetrara en la cámara de la torre. Desde la posición en que se encontraba podía distinguir toda la inmensidad oscura del suroeste de Hebrion, dormido bajo las estrellas. El resplandor ámbar de Abrusio iluminaba el horizonte, y la luna se reflejaba, líquida y brillante, sobre las olas del Gran Océano Occidental hasta el mismo borde del mundo. Golophin olfateó el aire como un perro viejo y cerró los ojos. La noche había cambiado. Una brisa más cálida siempre llegaba del mar en aquella época del año, como una promesa de primavera. Por fin, aquel invierno estaba acabando. En algunos momentos el mago había pensado que aquel final nunca llegaría.
Pero Abeleyn volvía a ser el rey, los designios de Jemilla habían sido frustrados y Hebrion estaba finalmente en paz. Tal vez era el momento de volver a preocuparse por el destino del resto del mundo. Una carabela de Candelaria había atracado en Abrusio el día anterior con un cargamento de vino y canela, trayendo consigo noticias de la guerra en el este. El rey de Torunna había muerto ante las mismas puertas de su capital, según se decía, y los merduk avanzaban a través del paso de Torrin. «El joven Lofantyr muerto», pensó Golophin. «Apenas había empezado a reinar». Su madre ocuparía el trono, pero ello podía crear más problemas de los que resolvería. Golophin no creía que Torunna tuviera demasiadas posibilidades, con una mujer en el trono (por competente que fuera), los merduk a un lado y los himerianos al otro.
Más cerca de Hebrion, la Iglesia himeriana consolidaba rápidamente su poder sobre una gran extensión del continente. Aquel inútil de Cadamost había solicitado la entrada en Perigraine de las fuerzas de la Iglesia, sin pensar en cómo conseguiría expulsarlas después. ¿Qué aspecto tendría el mundo al cabo de cinco años? Tal vez se había hecho demasiado viejo para que le importara.
Destensó los músculos y regresó a su banco de trabajo. Sobre él había una serie de grandes damajuanas de cuello ancho, que resplandecían a la luz de una sola vela. Todas estaban llenas de líquido, y una de ellas contenía una forma oscura que temblaba y golpeaba de vez en cuando el cristal que la aprisionaba. Golophin apoyó una mano en el costado del frasco.
—Pronto, pequeño, pronto —canturreó. Y la sombra oscura volvió a tranquilizarse.