¿Había muerto Murad? Parecía difícil de creer; aquel hombre parecía construido enteramente de fibra y fuerza de voluntad. Pero había pasado mucho tiempo. Por primera vez en su vida, Sequero se sentía inseguro de sí mismo. Sabía que los soldados estaban al borde del motín, creyendo que la colonia estaba maldita, y sin la autoridad de Murad para contenerlos…
Se oyó un ruido de botas en la escala, y un soldado de rostro sofocado apareció en el borde de la torre.
—Perdonad, señor, pero es mi turno de guardia. El alférez Di Souza me ha ordenado subir.
—Muy bien. Ya había terminado. —¿Cómo se llamaba el hombre? Sequero no pudo recordarlo, y se sintió vagamente irritado consigo mismo. ¿Qué importaba? No era más que un apestoso soldado—. Mantén los ojos abiertos… Ulbio. —Ahí estaba. Lo había recordado, después de todo.
Ulbio saludó rápidamente.
—Sí, señor.
Y continuó siendo la viva imagen de la atención y el deber mientras su comandante descendía de la torre. Cuando Sequero hubo desaparecido, escupió por encima del borde.
«Jodidos nobles», pensó. «A ninguno de ellos les importan un bledo sus hombres».
La residencia del gobernador era el único edificio con pretensiones arquitectónicas de la colonia. Pese a estar preparado para la defensa como el fortín que era, tenia un largo porche en el que era casi agradable sentarse a cenar al anochecer. La madera de los grandes árboles en torno al fuerte era increíblemente dura y de grano fino, pero servía para fabricar unos muebles admirables. Los marineros habían construido una especie de torno que funcionaba a pedales, y aquella noche Sequero y sus invitados pudieron cenar en una hermosa mesa larga de patas elegantemente torneadas. Todavía quedaban piezas de cristal y plata para comer y beber, y altos candelabros para iluminar los rostros sofocados de los comensales y atraer a las polillas nocturnas. De no haber sido por el pegajoso calor y el ruido de la jungla, podrían haber estado en Hebrion, en la propiedad de algún noble.
La reunión no era muy numerosa. Además de Sequero y Di Souza, sólo había otros tres invitados. Se trataba de Osmo de Fulk, un mercader de vinos grueso, untuoso y adulador, cuya provisión personal de vino gaderiano hacía conveniente el invitarlo, Astiban de Pontifidad, un hombre alto y canoso de rostro melancólico que en Abrusio había sido herbalista profesional y naturalista aficionado, y finalmente Fredric Arminir, que curiosamente procedía de Almark y tenía fama de contrabandista.
Ninguno de los tres era mago, hasta donde sabía Sequero, pero todos ellos poseían el dweomer en diversos grados, o no se hubieran encontrado allí. Sintió un impulso infantil de pedirles algún tipo de demostración, que realizaran algún tipo de truco o hazaña, y se sintió absurdamente complacido cuando el rechoncho Osmo conjuró unas luces mágicas azules en los rincones más alejados del porche. Los insectos se acumularon a su alrededor y murieron siseando a centenares, mientras los comensales conseguían comer y beber sin tener que estar continuamente golpeándose el rostro.
—Algo que aprendí en Macassar —explicó Osmo con tono despreocupado—. El clima de allí es similar en muchos aspectos.
—Y vos, Astiban —dijo Sequero—. Como naturalista, supongo que estaréis maravillado ante la diversidad de criaturas que se arrastran y revolotean a nuestro alrededor en este continente.
—Hay muchas cosas desconocidas, es cierto, lord Sequero. Con el permiso del alférez Di Souza, he acompañado a la jungla a algunas partidas de caza. He encontrado rastros pertenecientes a criaturas nunca vistas en los bestiarios del Viejo Mundo. Por mi propia iniciativa, exploré el terreno más allá de nuestra empalizada, adentrándome en la jungla varios centenares de yardas. Los rastros se acercan al fuerte, se concentran en torno a él y vuelven a retirarse. Un esquema que he visto muchas veces.
—¿Qué están haciendo? ¿Acaso vienen a echarnos un vistazo? —preguntó Fredric, divertido.
—Sí, eso creo. Creo que nos están vigilando de cerca, pero no puedo decir exactamente quién o qué.
—¿Acaso atribuís capacidad de raciocinio a esas bestias desconocidas? —preguntó Sequero, sorprendido.
—No sé si iría tan lejos. Pero me alegro de tener una empalizada bien sólida, y soldados para defenderla. Cuando el gobernador regrese de su expedición, estoy seguro de que habrá averiguado muchas cosas sobre este continente, y tal vez podrá clarificar mis hallazgos.
«Este hombre habla como un profesor en su aula», pensó Sequero, irritado. Pero al menos parecía creer que el gobernador regresaría. A juzgar por las miradas de reojo que intercambiaron Fredric y Osmo, éstos no compartían su confianza.
En voz alta, Sequero dijo:
—Somos pioneros. Para nosotros, los riesgos quedan compensados por los beneficios.
—Vos podéis ser un pionero, milord —dijo Astiban—, pero nosotros somos refugiados. Para nosotros, se trataba de escoger entre un lugar en los barcos del capitán Hawkwood o una cita con la pira.
—Cierto. Bien, ahora estamos todos aquí, y debemos sacar el mejor partido de la situación.
Un disparo solitario resonó pesadamente en el denso aire nocturno, haciendo que todos se sobresaltaran en sus asientos. Di Souza se levantó.
—Señor, con vuestro permiso…
—Si, sí, Valdan, id a ver. Otro centinela disparando contra las sombras, supongo.
Entonces hubo un gran estruendo que desgarró la oscuridad, y el resplandor de un cañón disparando desde la empalizada. Había hombres gritando en la oscuridad. Di Souza se alejó a toda prisa, cogiendo la espada de donde la había dejado colgada en la parte delantera del porche, y desapareció. Lentamente, Sequero tomó un sorbo de vino ante la mirada desconcertada de sus huéspedes.
—Caballeros, me temo que nuestra cena va a verse interrumpida.
Alguna bestia desconocida aullaba de rabia, y hubo una confusión de disparos, pequeñas chispas color azafrán. Se encendían las antorchas en torno a la empalizada, y alguien empezó a hacer sonar la campana del barco, la señal de alarma total. Sequero se levantó y se abrochó la espada.
—Será mejor que vayáis con vuestras familias y os aseguréis de que están a salvo, pero quiero a todos los hombres capaces en la empalizada lo antes posible. Id ahora.
Terminó su vaso de gaderiano mientras los tres hombres se marchaban apresuradamente. Hubiera sido una lástima desperdiciarlo. Había una verdadera batalla en marcha allí fuera. Dejó la copa vacía y se encaminó hacia los disparos. Tras él, las luces mágicas de Osmo chisporrotearon y se extinguieron.
—¿Qué sucede? —preguntó Hawkwood, que despertó para descubrir a Bardolin en pie, escuchando los ruidos nocturnos de la noche.
—Algo… Un ruido a lo lejos, hacia la costa. Casi me ha parecido el disparo de un cañón.
Hawkwood despertó por completo al instante, se levantó y se situó junto al mago.
—Sabía que estábamos cerca, pero no pensaba…
—Silencio… Ahí está otra vez.
En aquella ocasión lo oyeron los dos.
—Es un cañón, desde luego —jadeó Hawkwood—. Una de mis culebrinas. Tal vez las llevaron a tierra. Sangre de Dios, Bardolin, no pueden faltar más de unas pocas millas. Casi estamos en casa.
—En casa —repitió Bardolin, pensativo—. Pero ¿por qué están disparando el cañón en mitad de la noche, Hawkwood? Explícame eso. No creo que sean buenas noticias.
Ambos volvieron a sentarse junto al fuego. Al otro lado de las llamas, Murad yacía como un cadáver, con la boca abierta y el rostro deformado por la cicatriz.
—Lo sabremos mañana —dijo Hawkwood—. Unas pocas millas más, y todo habrá terminado. Embarcaremos en el Águila y nos largaremos de este apestoso país. Volver a respirar aire de mar y sentir el viento en la cara. Piensa en ello, Bardolin. Piensa en ello.
Los lejanos disparos continuaron tal vez durante una hora, incluyendo una salva regular que sonó exactamente como la andanada de un barco. Después de aquello, volvió a hacerse el silencio, pero para entonces Hawkwood había montado su tosca brújula y tomado el rumbo del sonido, para poder dirigirse en línea recta hacia él por la mañana. Luego cayó dormido, extenuado.
Bardolin continuó despierto. Hacía tiempo que habían dejado de montar guardias, pero, a medida que transcurrían las semanas, el mago había descubierto que cada vez necesitaba menos horas de sueño.
El viaje había sido increíblemente duro; de hecho, había estado a punto de matarlos. Los había transformado en fanáticos de cabello enmarañado y ojos hundidos, cuya única misión en la vida era seguir caminando, que reverenciaban la brújula casera de Hawkwood como si fuera la más sagrada de las reliquias, que luchaban por el menor pedazo de cualquier cosa que pareciera comestible y la devoraban como animales. Toda la pátina de civilización había sido erosionada por aquellos días de esfuerzo agotador y la suciedad y el calor de la jungla. En muchas ocasiones habían decidido no seguir adelante, y se habían resignado a la idea de morir, llegando a inmunizarse contra ella. Pero extrañas casualidades los habían salvado en aquellos momentos críticos. El descubrimiento de un arroyo de agua dulce, de un ciervo recién muerto o de una hierba medicinal que Hawkwood reconoció gracias a sus viajes por Macassar. De algún modo, habían pasado de una casualidad afortunada a otra, siempre manteniendo el rumbo que Hawkwood les marcaba cada mañana. E iban a sobrevivir. Bardolin lo sabía… lo sabía desde mucho tiempo atrás. Pero aquella noche también averiguó por qué.
Cuando llegaba la hora más oscura de cada noche, Bardolin permanecía tumbado solo junto al fuego, luchando contra la enfermedad que se abría paso en su interior, pero que cada vez avanzaba un poco más antes de retroceder de nuevo.
Volvió a sentirlo aquella noche; parecía una bocanada de bendito aire fresco pasando sobre él, una inyección de fuerza fría que inundaba su devastado organismo. Y su sentido de la vista cambiaba, de modo que empezó a ver cosas que normalmente le hubieran resultado imposibles. El corazón de Murad latiendo como un ave brillante, atrapada en su pecho. Las venas de sangre alojadas en sus antebrazos, palpitando como hilos de luz líquida.
Bardolin sintió que sus propios huesos empezaban a crujir, como si trataran desesperadamente de adoptar una nueva forma. Su lengua daba vueltas en torno a sus dientes, que también eran diferentes; el interior de su boca estaba caliente como un horno, y tenía que abrirla y jadear en busca de aire. Cuando lo hacía, la lengua le colgaba sobre el labio inferior y se cubría de gotas de sudor.
Se acercó las manos a los ojos y vio que las palmas se habían vuelto negras y rugosas. Sus articulaciones cliqueaban sin cesar. Su oído era tan agudo que resultaba casi insoportable, y al mismo tiempo extrañamente fascinante. Era capaz de oír y ver todo un universo de vida bullendo en la jungla a su alrededor.
Aquél era el momento más seductor. Cuando el cambio parecía un alivio necesario, la oportunidad de metamorfosearse en algo más grande y mejor, algo capaz de saborear la vida con más intensidad y que le permitiría olvidar todos sus achaques y debilidades de viejo.
Permaneció unos instantes suspendido entre el deseo de permitir que el cambio se saliera con la suya y su propia negativa obstinada a ceder. Luego venció de nuevo a la enfermedad y quedó tumbado, débil como un gatito recién nacido, con la jungla como un muro negro a su alrededor.
—Bravo —dijo la voz—. Nunca había visto a nadie luchar contra el mal negro con tanta tenacidad y determinación. Tenéis mi admiración, Bardolin. Aunque vuestra lucha sea equivocada, y finalmente inútil.
Bardolin levantó su extenuado rostro.
—No os había visto en varios días, Aruan. ¿Habéis estado ocupado?
—En cierto modo, sí. Habéis oído los cañones. Podéis imaginar lo que eso significa. El barco está intacto, sin embargo; me he asegurado de ello. Mi única preocupación era que los supervivientes zarparan antes de que llegarais a la costa mañana, de modo que he provocado un viento que les obligará a permanecer anclados si no quieren embarrancar.
—Qué considerado.
—Siempre pienso en todo. ¿O creéis que hubierais llegado tan lejos sin mi ayuda? Aunque ese navegante es ciertamente ingenioso… e indomable. Me cae bien. Me recuerda a mí cuando era joven. Sois afortunado en vuestros amigos, Bardolin. Yo nunca lo fui.
—Mi corazón sangra por vos.
Aruan se inclinó sobre el fuego, de modo que las llamas esculpieron una máscara fundida sobre sus rasgos.
—Lo hará algún día. Ahora voy a dejaros. Seguid luchando si queréis, Bardolin, pero sólo conseguiréis dañaros a vos mismo. Creo que llamaré a alguien que os ayudará a clarificar vuestra forma de pensar. Así. Ya está hecho. Adiós. Cuando vuelva a veros, tendréis el ancho mar a vuestro alrededor. —Y desapareció.
Bardolin bebió ávidamente de la cantimplora de madera, sorbiendo hasta vaciarla. Cuando sintió la frescura de unos dedos masajeándole la castigada nuca, cerró los ojos y suspiró.
—Griella, ¿qué te ha hecho?
La muchacha se inclinó y le besó la mejilla desde atrás.
—Me ha dado la vida, ¿qué pensabas?
—Nadie puede resucitar a los muertos. Sólo Dios puede hacerlo.
La chica se arrodilló ante él. Tenia unos quince años, y poseía una pesada cabellera de color bronce que brillaba con la riqueza del oro a la luz de la hoguera. Sus rasgos eran finos, como de duende, y apenas alcanzaba la clavícula de Bardolin cuando estaba de pie.
Era una cambiaformas, y había muerto meses atrás, antes de poner el pie en el Continente Occidental. Bardolin no podía imaginar y prefería no pensar en la monstruosa hechicería que la había hecho regresar de entre los muertos. Se le había aparecido varias veces durante el horrible viaje de regreso desde Undabane, y en cada ocasión su visita había sido al mismo tiempo un consuelo y un tormento para él, como sin duda había sido la intención de Aruan. Porque Bardolin se había enamorado de ella durante el viaje al oeste, aunque con un amor que lo llenaba de una tortuosa sensación de culpabilidad.
—Si dejas que ocurra, Bardolin, podría estar siempre contigo —dijo ella—. Ahora tenemos la misma naturaleza, y el cambio negro no es tan malo. Sé que él no es un buen hombre, pero tampoco es malo, y la mayoría de las veces dice la verdad.
—Oh, Griella —gimió Bardolin. Era la misma, y al mismo tiempo diferente. Un instinto le decía que se trataba de un simulacro perfecto, algo fabricado, igual que los duendes que Bardolin criaba como familiares. Pero eso no hacía que su rostro le resultara menos querido.