—Es inquietante —asintió Fournier—. Tal vez… y esto es sólo una vaga sugerencia, nada más… tal vez deberíamos buscar a nuestros propios aliados fuera del reino, un contrapeso a ese creciente ejército de mercenarios que dirige.
—¿Quién? —preguntó Rusio con franqueza.
Fournier hizo una pausa, observando atentamente los rostros de los hombres en torno a la mesa. Por debajo de ellos podían oír el bullicio de la taberna, pero en aquella estancia el sonido más alto era el crepitar del fuego.
—La semana pasada recibí un mensaje traído por un correo de Almark, caballeros. Como sabéis, ese reino se encuentra ahora en la frontera. Los merduk han enviado exploradores al paso de Torrin. Partidas de reconocimiento, nada más, pero Almark está comprensiblemente alarmada.
—Almark es himeriana —señaló Rusio—. Y está bajo el gobierno directo de la Iglesia himeriana en este momento, según tengo entendido.
—Cierto. El prelado Marat es ahora el regente del reino, pero Marat es un hombre práctico… además de poderoso. Si accediéramos a ciertas… condiciones, estaría dispuesto a enviarnos una hueste de caballería pesada almarkiana en nuestra hora de necesidad.
—¿Qué condiciones? —preguntó Willem.
—El reconocimiento de que existen motivos para dudar de la verdadera identidad del hombre que afirma ser Macrobius.
Rusio soltó una amarga carcajada.
—¿Eso es todo? Imposible, mi querido conde. Lo sé de cierto; conocí a Macrobius cuando vivía aún en Aekir. El pontífice al que tenemos alojado aquí en Torunn es una caricatura de aquel hombre, cierto, pero es Macrobius. Los himerianos están buscando una forma de introducirse en el reino, eso es todo. Fracasaron con la guerra y la insurrección, y ahora lo intentan con la diplomacia. ¡Sacerdotes! Si pudiera, acabaría con todos esos intrigantes.
—Yo me limito a informaros de las diversas opciones disponibles —dijo Fournier, encogiéndose elegantemente de hombros—. Tampoco deseo ver tropas almarkianas en Torunna, pero el simple hecho de poder recurrir a ellas es una herramienta muy útil en la negociación. Informaré a la reina de la iniciativa. Le conviene ser consciente de ella. —No dijo nada de otra iniciativa, mucho más delicada, que se le había presentado recientemente. Ni él mismo estaba aún seguro de cómo manejarla.
—Haced lo que queráis. Por lo que a mí respecta, preferiría que nos sacaran de este embrollo otros torunianos, y no unos extranjeros heréticos y unos clérigos intrigantes.
—No quedan demasiados torunianos que puedan sacarnos de esto, coronel. Los ejércitos torunianos, antaño tan poderosos, son una mera sombra de lo que eran. Si no respondemos de algún modo a esa propuesta, no me sentiría muy tranquilo respecto a la seguridad de nuestra frontera noroccidental. Almark podría atacar mientras los merduk ocupan nuestra atención, y tendríamos tropas extranjeras en suelo toruniano de todos modos, aunque sin haberlas invitado.
—¿Estáis diciendo que no tenemos elección?
—Tal vez. Veré qué opina la reina. Pese a ser mujer, tiene una mente tan brillante como cualquiera de los que estamos aquí.
—Nos estamos alejando del propósito de esta reunión —dijo Willem con impaciencia.
—No lo creo —replicó Fournier. Entrelazó sus esbeltos dedos y recorrió la mesa con una mirada dura—. Si queremos apartar a ese Cear–Inaf del puesto que ahora ocupa, es posible que nos convenga más utilizar muchas palancas pequeñas en lugar de una sola y grande. De ese modo, es más fácil mantener el anonimato de los instigadores. Y, lo que es más importante, a Cear–Inaf le resultará más difícil defenderse.
—No es ambicioso —intervino Aras—. Creo de veras que lucha por el país y por sus hombres, no por él mismo.
—Su falta de ambición le ha llevado muy lejos —dijo secamente Fournier—. Aras, vos habéis pasado más tiempo con él que ninguno de nosotros. ¿Qué opinión os merece?
El joven coronel vaciló.
—Es… es extraño. No es como la mayoría de los militares profesionales. Un hombre amargado, duro como el mármol. Y sin embargo, sus tropas le adoran. Dicen que es un John Mogen redivivo. Incluso corre el rumor de que es el hijo bastardo de Mogen. Se inició cuando lo vieron usar la espada de Mogen en el campo de batalla.
—Mogen —rezongó Rusio—. Otro advenedizo que se acostaba con la reina.
—Es suficiente, coronel —espetó Fournier—. Es evidente que el general Menin, que Dios se apiade de su alma, vio algo en Cear–Inaf, o no lo hubiera ascendido póstumamente.
—Martin Menin sabía que se acercaba su fin. Eso le impidió pensar con claridad —dijo Rusio con vehemencia.
—Es posible. Nunca lo sabremos. ¿Tenemos alguna idea de cuáles son los planes para el futuro de nuestro actual comandante en jefe?
—Le llevará tiempo reorganizar y reequipar al ejército después del golpe que sufrió. Los merduk se han retirado hasta medio camino del Searil por el momento, de modo que tenemos algo de tiempo para respirar. Pero aún no hay noticias de Bersa y su flota. Si consiguen destruir los depósitos de aprovisionamiento merduk en el mar Kardio, es posible que tengamos paz hasta la primavera.
—Tendremos algo de tiempo para trabajar, entonces. Eso es bueno. Caballeros, a menos que alguien desee comentar algo más, creo que la reunión ha terminado. Venuzzi, supongo que vuestra gente está en su sitio.
El senescal asintió.
—Sabréis lo que va a tomar para desayunar antes que él mismo.
—Excelente. —Fournier se levantó—. Caballeros, buenas noches. Sugiero que no salgamos todos al mismo tiempo. Esas cosas no pasan desapercibidas.
Fueron saliendo de uno en uno o por parejas, hasta que sólo quedaron Aras y Willem. El oficial más veterano se levantó y apoyó una mano en el hombro de Aras.
—Tenéis vuestras dudas sobre nuestra pequeña conspiración, ¿no es así, Aras?
—Tal vez. ¿Acaso está mal desear la victoria, sin que importe quién nos conduzca a ella?
—No. En absoluto. Pero somos los líderes de nuestro país. Debemos poner las miras más allá de la crisis actual, pensar en el futuro.
—Entonces nos convertiremos en políticos, en lugar de soldados.
—Por el momento. No seáis demasiado duro con vos mismo. Y no olvidéis de qué lado estáis. Ese Corfe es una estrella fugaz, muy brillante hoy y olvidada mañana. Nosotros seguiremos aquí, mucho después de que su hambre de gloria le haya llevado a la tumba. —Willem palmeó el hombro del joven y se marchó.
Aras permaneció a solas en la estancia vacía, escuchando a los trasnochadores de abajo y el estrépito de las carretas y carruajes en las calles adoquinadas. Estaba recordando. Recordaba la visión de la caballería pesada merduk cargando colina arriba contra las bocas de los cañones, las picas fimbrias atravesando caballos, los hombres gritando y gruñendo en una tempestad de muerte. De aquel modo se dirimían las cuestiones del mundo: en una orgía de destrucción. El hombre capaz de imponer su voluntad sobre el caos humeante de la batalla sería el que acabaría por vencer. Antes de la Batalla del Rey, Aras se había considerado ambicioso, un líder de hombres. Ya no estaba tan seguro. Las responsabilidades del mando eran demasiado terribles.
—¿Qué voy a hacer? —dijo en voz alta a la luz de las velas.
En cualquier caso, acabaría traicionando a alguien.
Los talones de madera chocaban contra el suelo como las castañuelas empleadas por las bailarinas. Isolla había tratado de ponerle unos zapatos, pero él parecía fascinado por la visión de sus pies de madera golpeando el mármol. Se tambaleaba o tropezaba con frecuencia, e Isolla tenía que enderezarlo. Cuando lo hacía, el dolor le inundaba las costillas, cortándole la respiración. Él la había golpeado con su nueva rodilla mientras Isolla lo sostenía durante la curación mágica de Golophin. Pero no había tiempo para trivialidades como aquélla. Hebrion volvía a tener rey. Con su ayuda, Abeleyn recorría tambaleándose los aposentos reales como un león intranquilo en su jaula.
«Y yo tengo marido», pensó ella sin quererlo. «O lo tendré. Un hombre mitad humano, y la otra mitad… ¿qué?»
—Increíble —murmuró el rey Abeleyn de Hebrion—. Realmente, Golophin se ha superado esta vez. Pero ¿por qué madera? El viejo Mercado tiene una cara de plata… ¿No podría haberme dado piernas de acero o hierro?
—Tenía prisa —le dijo Isolla—. Hoy votarán la regencia. No había otro material disponible.
—Ah, sí. Mis nobles primos, revoloteando a mi alrededor como cuervos carroñeros peleando por un pedazo del cadáver real. ¡Menuda sorpresa se llevarán cuando aparezca entre los muy bastardos! Porque voy a aparecer, Isolla. Y con armadura, además.
—No lleves las cosas demasiado lejos. No queremos que parezcas un fantasma.
Abeleyn sonrió, la misma sonrisa que le había acelerado el corazón de jovencita. Todavía parecía un muchacho al sonreír, pese a las hebras grises de su cabello y las cicatrices de su rostro.
—Golophin puede haber tenido que arreglarme las piernas, Issy, pero el resto de mí sigue siendo de carne y hueso. ¿Qué te parece casarte con un banco de carpintero?
—No soy la heroína de una balada romántica, Abeleyn. La gente de nuestra sangre se casa por razones políticas. Llevaré tu anillo, y tanto Astarac como Hebrion estarán mejor por ello.
—No has cambiado. Sigues siendo la misma chica seria con el peso del mundo sobre los hombros. Dame un beso.
—¡Abeleyn!
Él trató de abrazarla y atraer su rostro hacia el de él, pero sus pies de madera resbalaron sobre el suelo de piedra, y Abeleyn cayó con un fuerte golpe, arrastrándola consigo. Aterrizaron sobre un montón de brocados y sedas del vestido de Isolla, y Abeleyn soltó una carcajada. No la soltó, sino que la besó en la boca, apoyándole una mano en la nuca. Ella sintió que el color le subía al rostro mientras se separaba.
—¡Las rosas han vuelto a tus mejillas! —rió él—. Por Dios, Issy, crecer te ha sentado bien. Tienes una hermosa figura escondida bajo esas faldas.
—Ya basta, señor. Te vas a hacer daño. Esto no es apropiado.
—Estoy vivo, Isolla. Vivo. Déjame olvidar la dignidad real durante un rato y saborear el mundo.
La mano de Abeleyn le rozó la clavícula desnuda, descendió un poco y le acarició el bulto de uno de sus pechos, empujado hacia arriba por la rígida tela de la túnica. Isolla sintió un escalofrío por todo el cuerpo que la dejó sin palabras. Nadie la había tocado nunca de aquel modo. Quería que Abeleyn se detuviera. Quería que continuara.
—Bien, señor, veo que os sentís mejor —dijo una voz profunda y musical.
Se separaron al instante, e Isolla ayudó al rey a ponerse en pie. Golophin estaba en la puerta con los brazos cruzados y una sonrisa torcida en el rostro.
—Golophin, viejo chivo —gritó Abeleyn—. Tan inoportuno como siempre.
—Disculpad, muchacho. Isolla, metedlo en la cama. Ya le habéis excitado suficiente para una mañana.
Isolla no contestó. Abeleyn se apoyó pesadamente en ella mientras Isolla le ayudaba a tumbarse en la gran cama de cuatro columnas. Ya sólo quedaban dos; las otras dos se habían convertido en las piernas del rey.
—Mi pueblo tiene que verme —dijo Abeleyn muy serio—. No puedo quedarme aquí sentado como una vieja solterona… Sin ánimo de ofender, Isolla.
Ella le tiró con fuerza del pelo, sintiéndose de repente como si volviera a tener once años. Pero él cambió de actitud rápidamente. El chiquillo desapareció.
—Issy me ha hecho un resumen de la situación. Ahora cuéntame, Golophin. Lo llevas escrito en la cara. ¿Qué está pasando? —En su rostro, la expresión de humor se desvaneció, y el dolor y el agotamiento añadieron instantáneamente quince años a su edad.
—Probablemente podéis adivinarlo. —Golophin llenó tres copas de vino de la botella junto a la cama del rey, y vació la mitad de la suya de un solo trago—. Sólo han pasado unas semanas, pero vuestra amante Jemilla…
—Ex amante —dijo rápidamente Abeleyn, mirando a Isolla. El corazón de ésta se llenó de calidez. Tomó una mano del rey. Estaba seca y caliente, pero le devolvió el apretón.
—Ex amante —rectificó Golophin—. Ha resultado ser toda una intrigante. Mientras hablamos, hay una concentración de nobles hebrioneses reunidos en la antigua abadía inceptina, discutiendo sobre la regencia del reino.
Abeleyn no pareció sorprendido, ni siquiera enfadado. No dijo nada durante unos instantes. Contemplaba sus piernas de madera. Finalmente levantó la vista.
—Urbino, creo. El viejo carcamal. A Jemilla le resultará fácil manejarlo, y es el que tiene más prestigio.
—Bravo, señor. Es el candidato principal.
—Sabía que Jemilla era ambiciosa, pero la subestimé.
—Una mujer formidable —asintió Golophin.
—¿Cuándo es la votación?
—Esta tarde, a la sexta hora.
—Entonces parece que no tengo mucho tiempo. Golophin, llama a un paje. Necesito ropa decente. Y un baño.
El viejo mago se acercó a su rey y apoyó una mano en su hombro.
—¿Estáis seguro de que os encontráis bastante bien, muchacho? Incluso si Urbino gana la votación de la regencia hoy, todo lo que tenéis que hacer es aparecer en cualquier momento, y deberá renunciar a ella. Tal vez sería mejor que descansarais un tiempo.
—No. Miles de personas murieron para volver a ponerme en el trono. No permitiré que una perra intrigante y su anciana marioneta me saquen de él. Trae a algunos criados, Golophin. Y quiero hablar con Rovero y Mercado. Creo que esta tarde tendremos una pequeña demostración militar. Es hora de poner a esos bastardos conspiradores en su sitio.
Golophin se inclinó.
—Enseguida, señor. Dejadme buscar a un par de criados discretos. Si podemos mantener en secreto vuestra recuperación hasta esta tarde, el impacto será mucho mayor. —Salió sin hacer ruido.
Abeleyn se encogió.
—Échame una mano, Isolla. Estas malditas cosas pesan una tonelada.
Ella le ayudó a instalar las piernas de madera sobre la cama. Abeleyn parecía tener dificultades para apartar la vista de ellas.
—Ni me enteré —dijo en voz baja—. No sentí nada. Es curioso. Un hombre pierde la mitad del cuerpo y ni siquiera se da cuenta. Pero ahora las siento. Pican y duelen como si fueran de carne y hueso. Buen Dios, Isolla, ¿con quién vas a casarte?
Ella lo abrazó con fuerza. Le parecía increíblemente natural hacerlo.
—Voy a casarme con un rey, señor. Un rey muy grande.