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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (26 page)

—Malditos nalbeni. Juraron que podían limpiar el mar de barcos torunianos y, ¿qué hacen? Pierden la mitad de su flota y dejan a la otra mitad acobardada en el puerto.

—Cierto. Nuestra logística es ahora algo más precaria de lo que sería de desear, lo que significa que…

—Lo que significa que ésta es nuestra última oportunidad.

—Sí, majestad. Probablemente, ésta será la última oportunidad que tengamos de tomar la capital toruniana. Simplemente, no tenemos recursos ni hombres para prolongar la campaña un año más.

En la habitación se hizo un silencio largo, casi reverente, después de aquellas palabras. Todos conocían ya la situación, por supuesto, pero el hecho de mencionarla tan abiertamente y en presencia del sultán les recordó su trascendencia. Los ramusianos podían pensar que las fuerzas del sultán eran ilimitadas, pero los hombres en torno a la mesa sabían que no era cierto. Habían muerto demasiados soldados en las encarnizadas batallas desde la caída del dique, y sus líneas de aprovisionamiento habían quedado reducidas a una sola carretera principal, un hilo demasiado fino para que el destino de todo un ejército dependiera de él. La reconstrucción de un dique de Ormann merduk les pareció entonces fruto de la previsión, no del pesimismo, pero para los vencedores de Aekir aquélla era una noticia muy amarga.

Finalmente, Aurungzeb rompió el silencio, hablando pesadamente.

—Continúa, Shahr Johor.

El joven
khedive
merduk tomó una pluma seca y la usó para señalar sobre el mapa desplegado. En él podía verse, con bastante detalle, toda la región comprendida entre el río Torrin y las montañas de Thuria del sur. Una tierra fértil y pacífica, que se había convertido en el centro neurálgico de toda la guerra en occidente.

—El ejército principal avanzará al completo por aquí, siguiendo la línea de la carretera occidental. Con él irán los
minhraib
, los
hraibadar
, nuestros nuevos regimientos de arcabuceros, los elefantes y el equipamiento de artillería y asedio. Unos cien mil hombres en total. Esta fuerza caerá sobre cualquier grupo enemigo que encuentre, y la inmovilizará. Al mismo tiempo, los
felinai
y nuestros pistoleros montados, más los jinetes nalbeni supervivientes, unos veinticinco mil hombres, partirán hacia el norte y avanzarán por separado.

—Toda la segunda fúerza que mencionas es de caballería —señaló Aurungzeb.

—Sí, majestad. Debe ser totalmente móvil, y muy rápida. Su misión es doble. En primer lugar, protegerá el flanco norte del cuerpo principal, por si los jinetes rojos y sus aliados continúan en la zona. Si ello resulta innecesario, tal como creo, esperarán a que el cuerpo principal haya entablado batalla con el ejército toruniano, y entonces caerán sobre el flanco o la retaguardia enemiga. Serán el martillo de nuestro yunque.

—¿Por qué crees que esa fuerza enemiga del norte ya no se encuentra en la zona?

—Liberaron a una gran cantidad de prisioneras que nuestro ejército había reunido. Estoy seguro de que las escoltarán de regreso a la capital toruniana. Creo que si un solo soldado del ejército del
khedive
Arzamir consiguió escapar ileso fue sólo gracias a la presencia de esas prisioneras.

—Martillo y yunque —murmuró Aurungzeb—. Me gusta.

—Así fue cómo él atrapó a los nalbeni en la batalla de Torunn —dijo uno de los oficiales, un anciano con el rostro lleno de cicatrices.

—¿Quién?

—El general toruniano, majestad. Los inmovilizó con los arcabuceros y luego les lanzó la caballería contra los flancos. Los diezmó. Si funcionó con tropas tan rápidas como los arqueros montados, me apuesto cualquier cosa a que también funcionará con la infantería toruniana.

—Me alegra ver que aprendemos del comportamiento del enemigo —dijo Aurungzeb con sarcasmo, y su ceño presagiaba tormenta—. Muy bien. Shahr Johor, ¿cuándo partirá el ejército?

—Dentro de dos semanas, majestad.

—¿Y si ese famoso general suyo no sale a nuestro encuentro, sino que decide resistir un asedio en Torunn? ¿Qué haremos entonces?

—Saldrá, mi sultán. Está en su naturaleza. Se dice que perdió a su esposa en Aekir, y que ello le enseñó a odiarnos. Todas sus estrategias, incluso las defensivas, se basan en ofensivas tácticas. Esos jinetes de armadura escarlata son excelentes en ese aspecto. Saldrá a luchar.

—Espero que tengas razón. Podríamos salir vencedores de un asedio, sin duda, pero entonces la guerra se prolongaría hasta el verano, tal vez incluso más tarde. Los
minhraib
deben estar de regreso en Ostrabar a tiempo para la cosecha.

—Cuando llegue el tiempo de la cosecha, majestad, estaréis usando el trono de Torunna como taburete. Empeño mi vida en ello.

—Ya lo has hecho, Shahr Johor, créeme, ya lo has hecho. Todo esto está muy bien. Me gusta este plan. El ejército toruniano no tiene más de treinta mil hombres. Si podemos inmovilizarlos a campo abierto y lanzar a los
ferinai
contra su retaguardia, no veo cómo pueden sobrevivir. Si la magia de Batak no acaba con él antes, capturaré por fin a ese general toruniano. Lo llevaré en triunfo a Orkhan, donde será crucificado. —Aurungzeb soltó una risita—. Dicho esto, si resulta que muere en el campo de batalla, tampoco me sentiré descontento.

Una breve carcajada recorrió la habitación.

—Con esto basta por ahora. Salid todos, excepto Mehr Jirah y su asunto urgente. Ahara, cariño, siéntate. Shahr Baraz, ¿es que no tienes modales? Busca una silla para mi reina.

Los oficiales merduk salieron, inclinándose por turnos ante Aurungzeb y Ahara. La puerta se cerró tras ellos.

—Y bien, Mehr Jirah. ¿Qué es eso tan urgente que te obliga a entrar en una
indaba
sin ser invitado? Y, aunque no soy ningún maniático del protocolo, ¿por qué te acompaña mi reina?

—Perdonadme, sultán. Pero cuando ocurre algo tan trascendental que puede influir sobre la misma fe de nuestro pueblo y la naturaleza de sus creencias, creo que es necesario llamar vuestra atención al momento.

—Me intrigas… y me alarmas. Continúa.

—Recordaréis a ese monje ramusiano de Torunn que vino a nosotros.

—¿Ese loco? ¿Qué le sucede?

—Sultán, creo que no está loco. —El rostro de Mehr Jirah adquirió una expresión firme. El mulá se irguió como si se estuviera preparando para un combate—. Creo que dice la verdad.

Aurungzeb parpadeó.

—¿Qué? ¿Qué me estás diciendo?

—He estado investigando en nuestros archivos durante los dos últimos meses, y he tenido acceso (gracias a que vos me lo concedisteis) a todos los documentos rescatados de las secciones eclesiástica e histórica de la gran biblioteca de Aekir. Concuerdan con una tradición que mi propio
hraib
considera cierta. En resumen, el profeta Ahrimuz, bendito sea su nombre, llegó a nosotros procedente del oeste, y me parece evidente que no era otro que el San Ramusio de los occidentales…

—¡Mehr Jirah!

—Sultán, el Santo y el Profeta son la misma persona. Nuestra religión y la de los occidentales son productos de una sola mente. Adoramos al mismo Dios, y veneramos al mismo hombre como su emisario.

Aurungzeb se hundió en una silla. Su rostro bronceado había palidecido.

—Mehr Jirah, estás equivocado —ladró ásperamente—. La idea es absurda.

—Desearía que lo fuera, de veras. Este conocimiento me ha alterado en lo más profundo. El pequeño monje al que considerábamos loco es en realidad un erudito y un hombre grande en su fe. No vino a nosotros por capricho; vino a decirnos la verdad, y trajo consigo la copia de un antiguo documento que la corrobora, tras escapar con él de la propia Charibon. La Iglesia ramusiana ha ocultado ese conocimiento durante siglos, pero Dios ha decidido que llegue hasta nosotros.

Hubo una pausa. Finalmente Aurungzeb habló, al parecer de mala gana.

—Ahara, ¿cuál es tu parte en esto?

—Actué como intérprete para Mehr Jirah en sus conversaciones con el monje Albrec, mi señor. Puedo confirmar lo que dice Mehr Jirah.

—¿No creéis, sultán, que es un extraño capricho del destino el que ha hecho coincidir aquí a una reina occidental y un estudioso ramusiano al mismo tiempo? —continuó el mulá—. Yo veo en ello la mano de Dios. Su palabra ha sido corrompida y ocultada durante demasiado tiempo. Ha llegado el momento de que vea al fin la luz del día.

Los ojos de Aurungzeb centelleaban. Se levantó, y empezó a recorrer la estancia como un oso inquieto.

—Todo esto es un truco, una añagaza de los ramusianos para dividirnos y sembrar las dudas en la misma hora de nuestra victoria final. Mi reina era antes ramusiana, y puedo entender que fuera engañada, en su deseo de reconciliar las creencias de su pasado con la verdadera fe en la que ha tenido la fortuna de renacer. Pero tú, Mehr Jirah… tú eres un hombre santo, un hombre culto e inteligente. ¿Cómo es posible que hayas llegado a creer semejantes mentiras, semejante conjunto de falsedades y blasfemias?

—Sé reconocer la verdad cuando la oigo —repuso Mehr Jirah con tono gélido—. No soy un estúpido, ni pienso según mis deseos. Me he pasado la vida meditando sobre las palabras del Profeta y refutando las enseñanzas del impostor occidental. Imaginad mi sorpresa cuando, al mirar más de cerca esas enseñanzas, descubrí algunos casos en los que Ramusio y Ahrimuz, bendito sea su nombre, habían pronunciado exactamente las mismas frases, las mismas palabras. ¡Incluso la forma de ser de los dos hombres es la misma! Si éste es un truco ramusiano, tuvo que ser ideado siglos atrás. Además, los textos ramusianos que he estudiado preceden a la llegada de nuestro Profeta. Ahrimuz estuvo allí. Antes de cruzar las Jafrar y predicar a los pueblos merduk, estuvo allí, en Normannia, y era un occidental. Su nombre, mi sultán, era Ramusio.

Aurungzeb consiguió parecer asustado y furioso al mismo tiempo.

—¿Quién más conoce este descubrimiento tuyo?

—Me he tomado la libertad de reunir a los mulás de varios de los
hraib
más cercanos. Todos coinciden conmigo, aunque de mala gana. Nuestra preocupación ahora debe ser cómo diseminar este descubrimiento entre las tribus y sultanatos.

—Todo esto se hizo sin mi conocimiento. ¿Bajo qué autoridad…?

Mahr Jirah descargó un puñetazo sobre la mesa, haciendo saltar el mapa de Torunna.

—¡Yo no he de responder ante vos ni ante nadie de esta tierra por mis acciones ni por los dictados de mi conciencia! Respondo solamente ante Dios. No estamos pidiendo vuestro permiso para hacer lo que sabemos que es correcto, sultán. Nos limitamos a informaros. No permaneceremos ociosos sabiendo la verdad, como han hecho los ramusianos durante los últimos cinco siglos. Su versión actual de su fe es ofensiva a los ojos de Dios. ¿Realmente desearíais caer en la misma blasfemia?

Aurungzeb pareció encogerse. Acercó una silla y se sentó pesadamente.

—Esto afectará al ejército. Supongo que lo entenderéis. Algunos de los
minhraib
ya se muestran reticentes a luchar. Si corre la voz de que los ramusianos son una especie de… de correligionarios… entonces…

—Yo prefiero considerarlos hermanos en la fe —interrumpió muy serio Mehr Jirah—. Según el Profeta, es un crimen execrable que un hombre ataque a otro que comparte sus creencias. Tarde o temprano, sultán, tendremos que considerar así a los ramusianos. Puede que estén divididos por la discordia, pero adoran al mismo Profeta que nosotros.

—Creer en el mismo Dios nunca ha impedido que los hombres se maten unos a otros, y nunca lo hará. Observa a tus hermanos en la fe, Mehr Jirah. Están muy ocupados matando a otros ramusianos mientras hablamos. En Hebrion y Astarac (y hasta en Torunna) ha habido continuas guerras civiles, incluso mientras nosotros atacábamos su frontera oriental.

—No soy un ingenuo, sultán. Sé que la guerra no puede detenerse en seco. Pero todo lo que os pido es que, cuando llegue el momento de buscar la paz (y ese momento llegará), tengáis en cuenta lo que habéis sabido hoy.

—Lo haré, Mehr Jirah. Tienes mi palabra. Cuando capturemos Torunn, seré misericordioso. No habrá saqueo, te lo aseguro.

Mehr Jirah miró largamente a su sultán durante varios segundos de tensión, y finalmente se inclinó.

—No puedo pedir más. Y ahora, con vuestro permiso, voy a retirarme.

—¿Todavía tienes intención de difundir la noticia entre las tropas, Mehr Jirah?

—Por el momento no. Todavía hay muchos puntos doctrinales que deben ser clarificados. Pero deseo pediros un favor, mi sultán.

—Pide.

—Me gustaría que me confiarais la custodia del pequeño monje ramusiano. Estoy cansado de pasearme a hurtadillas por las mazmorras de esta fortaleza.

—Desde luego, Mehr Jirah. Tendrás a tu pequeño chiflado, si eso te complace. Di a Akran que he dado orden de liberarlo. Ahora déjame. Shahr Baraz, tú también.

—Sultán, mi señora…

—Puede pasarse cinco minutos sin su sombra. Acompaña a Mehr Jirah, ¿quieres? Tu señora se reunirá contigo enseguida.

Mehr Jirah y Shahr Baraz se inclinaron y salieron. Heria se había puesto en pie, pero Aurungzeb levantó una mano.

—No, por favor, querida. Siéntate. No debe haber ceremonias entre un sultán y su reina cuando están juntos a solas.

Cuando ella volvió a sentarse, Aurungzeb se le acercó hasta elevarse sobre ella como una colina. Sonreía. Luego bajó una manaza peluda y le arrancó el velo de golpe. Sus dedos le agarraron la mandíbula con fuerza, haciendo que sus labios se plegaran como una rosa. Cuando habló, la voz del sultán sonó como un ronroneo suave y grave, igual que el murmullo de un amante.

—Si vuelves a hacer algo así a mis espaldas, haré que te envíen a un burdel de campamento. ¿Me comprendes, Ahara?

Ella asintió, aturdida.

—Eres mi reina, pero sólo porque llevas a mi hijo en tu seno. Se te tratará con respeto gracias a él y gracias a mí, pero eso es todo. No permitiré que me pongas en ridículo, por muy bella y cautivadora que seas. ¿Lo has entendido bien? ¿He hablado lo bastante claro?

De nuevo, un movimiento de cabeza silencioso.

—Muy bien. —Aurungzeb le besó los labios rojos y le soltó la cara, donde resaltaban las marcas blancas de sus dedos—. Esta noche vendrás a mi cama. Estás embarazada, pero hay modos de apañárselas. Ahora ponte el velo y vuelve a tus aposentos.

Cuando Heria hubo regresado a su habitación en la austeridad de la antigua torre, se dejó desvestir pasivamente por sus doncellas, sentada como una escultura ante su tocador. Ya en camisón, las expulsó a todas y continuó sentada durante largo rato, totalmente inmóvil. Finalmente, hubo una llamada a la puerta.

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