—Dice que puedo ser tu aprendiz, en cuanto aceptes tu destino. Una vez me dijiste, Bardolin, que los cambiaformas no pueden ser magos. Bueno, te equivocabas. ¿Qué te parece? Puedo ser tu alumna. Tú me enseñarás magia, y yo te enseñaré cosas sobre el cambio negro.
Su mirada se desvió hacia el otro lado del fuego, donde Murad yacía en su atormentado sueño.
—¿Y qué pasa con él? —preguntó Bardolin.
Ella pareció confusa, y luego casi asustada.
—Recuerdo algunas cosas. Cosas malas. Hubo un incendio. Murad hizo cosas… No… No puedo verlo. —Se llevó una mano a la cara, la dejó caer y se palpó los labios, con la mirada repentinamente vacía. Al instante siguiente, había desaparecido, con la misma velocidad sobrenatural de Aruan.
—Niña, niña —dijo Bardolin con tono melancólico. Ciertamente, era una especie de familiar, una criatura que había cobrado vida gracias al dweomer. Y sintió una rabia feroz contra Aruan por aquella perversión, por su modo de jugar con las vidas de las personas y las propias fuerzas de la naturaleza. Nadie podía hacer semejantes cosas y estar totalmente cuerdo.
Por la mañana, Hawkwood y Bardolin informaron a Murad del cañoneo nocturno. El noble no pareció sorprenderse ni alegrarse por la noticia. En lugar de ello, permaneció pensativo, palpándose la cicatriz que le deformaba un lado de la cabeza.
—Cuando el fuego cesó… Eso significa que el fuerte ha repelido el ataque o que ha sido ocupado.
Nadie dijo nada. Todos pensaban en las fantásticas criaturas que habían masacrado a sus camaradas en Undi. Un asalto masivo de aquellos monstruos sería difícil de contener por cualquier grupo de hombres, especialmente dado que sólo morían definitivamente al contacto con el hierro.
—Vamos —dijo Murad, levantándose como un espantapájaros demacrado—. Lo sabremos pronto.
A media mañana distinguieron una línea de terreno alto a su derecha, unas cumbres rotas que asomaban por entre la jungla esmeralda como dientes podridos. Hawkwood se detuvo a estudiarlas y llamó a los demás.
—Mirad. ¿Sabéis qué es aquello? Es el Risco Circular:
Heyeran Spinero
, ¡Dios mío, sólo nos quedan una o dos millas!
Habían transcurrido casi tres meses desde su partida, y finalmente estaban de regreso en la extensión de costa que habían explorado durante los primeros días tras el desembarco. Avanzaron con más precauciones. Después de tanto tiempo, se sentían casi reticentes a admitir un atisbo de esperanza en su corazón.
Encontraron el primer cadáver cerca del arroyo donde el poblado tomaba el agua. Una mujer de mediana edad, a juzgar por su vestido, aunque estaba tan destrozada que era difícil decirlo. Miles de hormigas y escarabajos habían empezado ya su trabajo sobre el cuerpo, que apestaba bajo el calor de la mañana.
Incluso Murad pareció afectado. Los tres hombres no se miraron, pero siguieron adelante. Allí estaba la pendiente que habían ascendido el primer día, convertida en un pantano pisoteado. Había cosas abandonadas sobre el barro. Un cuerno de pólvora, un trozo de jubón de cuero, un pedazo de camisa de lino. Y, bajo los arbustos a un lado del claro, otros dos cadáveres. También eran civiles. Uno estaba decapitado. Sus intestinos yacían como cuerdas grasientas y cubiertas de moscas sobre la hierba.
Descendieron la pendiente con el corazón martilleándoles en el pecho, y finalmente la jungla cedió y se encontraron tropezando sobre un espacio lleno de troncos de árboles cortados. Ante ellos, los postes doblados o torcidos de la empalizada se erguían desiertos, y el aire apestaba a quemado y a corrupción. Más allá del claro, pudieron distinguir el mar por entre los árboles.
—¡Hola! —gritó Murad, con la voz quebrada por la tensión—. ¿Hay alguien aquí?
Las puertas de la empalizada habían sido derribadas. Había unos cuantos cadáveres junto a ellas, y un arcabuz pisoteado en el fango. Charcos de sangre, con nubes de insectos sobre cada uno.
—Dios mío —dijo Hawkwood. Murad se cubrió los ojos.
Fuerte Abeleius era un matadero. La residencia del gobernador había ardido hasta los cimientos y todavía humeaba. Los restos y fragmentos de las otras cabañas y edificios estaban esparcidos en montones rotos y astillados. Y por todas partes había cuerpos y partes de cuerpos, docenas de ellos.
Bardolin se apartó a un lado y vomitó.
Hawkwood se tapaba la nariz con el dorso de la mano.
—Tengo que ver si el barco sobrevivió. Ruego a Dios… —Echó a correr, tropezando con los cadáveres, saltando sobre los maderos rotos, y desapareció en dirección a la playa, al otro lado del claro.
Murad estudiaba los cadáveres como un espíritu necrófago en un cementerio, meneando la cabeza para sí y sacando conclusiones del siniestro espectáculo.
—La empalizada fue arrollada primero desde el norte —dijo—. Eso dividió a nuestra gente en dos partes. Algunos resistieron junto a las puertas, pero creo que la mayoría se retiró a la residencia del gobernador… —Él también echó a andar hacia allí, abriéndose paso entre las ruinas chamuscadas del lugar desde donde hubiera debido administrar su colonia—. Aquí está Sequero. Le reconozco por la insignia de su casaca. Sí… Todos se concentraron aquí —apartó de un puntapié un hueso chamuscado—, y cuando llevaban un rato resistiendo, la mecha de algún estúpido incendió el techo, o tal vez fue la pólvora. De otro modo, tal vez hubieran resistido durante toda la noche. Fue rápido. Todo muy rápido. Hasta el último hombre. Dios mío.
Murad cayó de rodillas entre las ruinas y los cuerpos quemados y se cubrió los ojos con las manos.
—Estamos en el infierno, Bardolin. Lo hemos encontrado sobre la tierra.
Bardolin sabía más cosas, pero no dijo nada. Ya se sentía como un traidor. Había más de ciento cuarenta personas en el fuerte. Aruan había dicho que el barco sobreviviría… ¿Quién lo tripularía?
—Vamos a la playa —dijo a Murad, agarrando al noble por un codo—. Tal vez el barco continúe allí.
Murad lo acompañó, perdido en una especie de aturdimiento. Juntos se abrieron paso a través de la desolación, atragantándose con el hedor de los cuerpos, y luego entraron una vez más en la jungla. Pero en el aire había un aroma a sal, y percibían el sonido de las olas que rompían en algún lugar ante ellos, el sonido de un mundo anterior.
El resplandor blanco de la playa los cegó, y el mar les pareció demasiado ancho para asimilarlo de una sola vez. Se habían habituado a los fétidos confines de la jungla, y les resultó vigorizante poder ver un horizonte de nuevo, un gran arco de cielo azul. Sintieron el viento del mar sobre su rostro acalorado. Un viento que soplaba hacia tierra, como había prometido Aruan.
—Gloria a Dios —jadeó Bardolin.
El
Águila gabrionesa
estaba anclado tal vez a media milla de la costa. Parecía intacto, y totalmente desierto… hasta que Bardolin vio un movimiento en el castillo de proa. Un hombre agitando la mano. Y luego distinguió la cabeza que flotaba entre las olas a medio camino del barco. Hawkwood estaba nadando hacia él, deteniéndose en sus brazadas de vez en cuando para saludar a la tripulación que pudiera quedar a bordo y gritar hasta quedar afónico. Bardolin y Murad lo observaron hasta que alcanzó el galeón y se agarró a las cintas del costado, demasiado débil para trepar hasta la entrada. Un grupo de hombres apareció en la barandilla del barco. Algunos eran marineros, y uno o dos llevaban el jubón de cuero de los soldados. Izaron a Hawkwood por el costado, y Bardolin vio que uno de ellos abrazaba a su capitán.
Murad se había dejado caer sobre la arena.
—Bien, mago —dijo, con algo parecido a su actitud de siempre—. Al menos uno de nosotros está contento. Creo que es hora de irse. No somos bienvenidos en este país. Así termina Nueva Hebrion.
Pero Bardolin sabía que aquello no era el final de algo. Fuera lo que fuera, acababa de empezar.
El rey había muerto; su cuerpo yacía, severo e inmóvil, sobre un gran catafalco en la nave de la catedral de Torunn. Todo el reino estaba de luto, todos los edificios públicos cubiertos de colgaduras negras, todas las banderas a media asta. Lofantyr no había cumplido los treinta, y no había dejado herederos.
La fatiga zumbaba en el cerebro de Corfe. Permanecía en pie a la cabecera del rey muerto, vestido con una media armadura resplandeciente y apoyado en un espadón arcaico, mientras inhalaba el incienso dulce y el humo turbio de las velas que ardían a su alrededor. A los pies del rey estaba Andruw en posición similar, con la cabeza inclinada en actitud de dolor solemne. Corfe vio que su boca se torcía al ahogar un bostezo bajo el pesado yelmo, y tuvo que esforzarse por no sonreír.
La catedral estaba abarrotada por una gran multitud abatida que olía a humedad. La gente permanecía arrodillada en los bancos y en las losas del suelo, o aguardaba su turno para poder despedirse de su monarca. Hileras inacabables de personas. No era tanto que lloraran la muerte de su rey, sino que les impresionaba la solemnidad, el austero esplendor de las exequias reales. Lofantyr no había gobernado el tiempo suficiente para llegar a ser amado, y no era más que un nombre. Un símbolo en el ordenado sistema del mundo.
En el exterior, parecía que un mar agitado golpeara los antiguos muros de la catedral. Otra multitud, mucho menos tratable. El rugido de sus voces resultaba ominoso, casi aterrador. Un cuarto de millón de personas concentradas en la gran plaza, al otro lado de las puertas de la catedral. Nadie sabía muy bien por qué; probablemente ni ellos mismos lo sabían. La gente común estaba confundida. Los boletines de palacio afirmaban que la reciente batalla había sido una victoria de las fuerzas torunianas. Pero ¿por qué entonces había muerto su rey, junto con ocho mil de sus hombres, que yacían rígidos y fríos sobre el campo invernal? Se sentían engañados, y estaban furiosos. Cualquier chispa los haría saltar.
«Y sin embargo», pensó Corfe, «se supone que yo debo guardar mi turno montando guardia ceremonial junto a un cadáver, mientras soy el comandante en jefe de un ejército destrozado. Es la tradición. Sus ruedas giran sin cesar, incluso en un momento como éste».
Pero al menos la situación le proporcionaba cierto espacio para pensar. Habían transcurrido dos días desde la gran batalla de la llanura de Torunna. Ya se la conocía como la Batalla del Rey. Era curioso que la gente considerara tan importante que las batallas tuvieran un nombre. Ello proporcionaba cierta coherencia extraña a algo que era, después de todo, una pesadilla caótica y aterradora. Al parecer, los historiadores precisaban algo más de pulcritud.
Quedaban veintisiete mil hombres para defender la capital, su último ejército. Torunna había malgastado a sus soldados con una prodigalidad repugnante. Todo un ejército de campo destruido en el saqueo de Aekir. Otro diezmado en la caída del dique de Ormann. E incluso el número de fuerzas restantes se había reducido casi en un tercio durante el último asalto. Pero los merduk… ¿cuántos hombres habrían perdido? Se calculaba que unos cien mil en los asaltos a Aekir. Treinta mil más frente al dique. Y otros cuarenta mil en la Batalla del Rey. ¿Cómo podía un solo pueblo absorber tal cantidad de bajas? Por innumerables que parecieran las hordas orientales, Corfe no podía creer que no se hubieran visto afectadas por aquella terrible aritmética. Se lo pensarían bien antes de lanzarse a otro asalto, a otra ronda de muerte. Aquélla era su esperanza, la base de todos sus planes incipientes. Necesitaba tiempo.
Corfe y Andruw fueron relevados al fin, y su lugar ocupado con formalidad de desfile por los coroneles Rusio y Willem. Corfe captó la fría mirada de Willem mientras se dirigía a la parte trasera de la catedral. Vio odio en ella, y resentimiento ante el ascenso de un advenedizo al mando militar más importante de Occidente. Bueno, no era nada inesperado, pero le complicaría las cosas. Las cosas siempre eran complicadas, aun cuando se tratara de la más básica de las actividades humanas, la de matar al prójimo.
Un pequeño regimiento de criados despojó de su armadura a Corfe en la suite del general en palacio. Sus nuevos aposentos eran un conjunto de habitaciones cavernosas y frías como el mármol en cuyo interior se sentía al mismo tiempo incómodo y absurdo. Pero un general no podía pasar el rato con sus hombres, beber cerveza en los refectorios comunitarios ni limpiarse el barro de sus propias botas. La reina madre (a la sazón gobernante de Torunna, y el único miembro superviviente de la realeza) había insistido en que Corfe adoptara todos los símbolos de su rango.
«Ha pasado mucho tiempo», pensó Corfe, «desde que compartí un nabo frío con un hombre ciego en la retirada de Aekir. Otro mundo».
Un discreto paje captó su mirada y tosió.
—General, tenéis preparada una cena sencilla en vuestro comedor. Os sugiero que la aprovechéis mientras está caliente. Nuestro cocinero…
—Comeré más tarde. Enviadme enseguida al senescal de palacio y recado de escribir. Y a los dos escribientes que estuvieron conmigo anoche. Y que avisen también al coronel Andruw Cear–Adurhal.
El paje parpadeó, agrietando el polvo blanco de sus sienes. «¿De dónde diablos habrá salido esa moda?», se preguntó Corfe distraídamente.
—Se hará como deseéis, por supuesto. Pero, general, el senescal de palacio, el honorable Gabriel Venuzzi, responde sólo ante el monarca de Torunna. No está a vuestras órdenes, si me disculpáis. Es una persona de considerable autoridad en palacio, y si le hago llegar un aviso tan… perentorio, podría tomárselo mal. Si me lo permitís, yo, como paje experimentado en el palacio, debería poder responderos a cualquier pregunta que podáis tener respecto al gobierno del palacio y la conducta esperada de todos los que residen en él, sea en calidad de invitados o no. —Aquella última frase contenía un toque despectivo tan delicado que Corfe estuvo a punto de pasarlo por alto. Frunció el ceño y dirigió una fría mirada al empolvado paje.
—¿Cómo te llamas?
—Damian Devella, general —dijo el hombre, inclinándose.
—Bien, Damian, vamos a dejar unas cuantas cosas claras. En el futuro, tú y los demás sirvientes os limpiaréis esa mierda blanca de la cara cuando tengáis que tratar conmigo. No sois doncellas, ni actores de pantomima. Y harás que llamen a ese tal Venuzzi. Ahora. Consúltalo con su majestad si no hay más remedio, pero haz que su trasero empolvado esté en esta habitación dentro de un cuarto de hora, o por Dios que haré que tú y todos tus compañeros seáis enrolados en el ejército, y veremos si hay algo de coraje oculto bajo tanto terciopelo y encaje. ¿Me has entendido?