Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—¿Tantos esfuerzos para terminar así?
—Cuando se desea la verdad, ninguna prueba es insoportable. El juez Pazair me ha convencido.
Suti experimentó un inmediato bienestar. Efraim y Asher descubrirían muy pronto la muerte del policía y se lanzarían en busca del prisionero.
—Alejémonos de aquí lo más de prisa posible.
—Primero respóndeme.
El puñal amenazó el vientre de Suti.
—¡Si me has engañado, te convierto en un eunuco!
—No ignoras mi boda con la señora Tapeni.
—La estrangularé con mis propias manos. ¿Hay alguna más?
—Claro que no.
—En Coptos, en esa ciudad de lujuria…
—Me enrolé como minero. Y luego vino el desierto.
—En Coptos nadie permanece casto.
—Yo sí.
—Debí matarte en cuanto te encontré.
—¡Mira!
Efraim acababa de descubrir el cadáver. Inmediatamente soltó al perro, que olisqueó el aire, pero no consintió en separarse de su dueño. El minero habló con Asher, y reemprendieron el camino. Huir de Egipto y salvar el oro les parecía más importante que perseguir a un adversario disminuido. Con la eliminación del policía, sólo eran dos a repartir.
—Se van —suspiró Pantera.
—Sigámoslos.
—¿Has perdido la cabeza?
—Asher no escapará.
—¿Olvidas tu estado?
—Gracias a ti, mejora rápidamente. Caminar me restablecerá.
—Estoy enamorada de un loco.
Sentado en la terraza de su mansión, Pazair contemplaba el oriente. No conseguía dormir, y había abandonado su alcoba para confiarse a la noche estrellada. El cielo era tan claro que distinguía la forma de las pirámides de Gizeh, envueltas en un profundo azul donde nacía la primera sangre del alba. Anclado en una paz milenaria, construido de piedra, de amor y de verdad, Egipto se desplegaba en el misterio del día que iba a nacer. Pazair ya no era decano del porche, ni siquiera juez; absorbido por la inmensidad donde se celebraban las imposibles bodas entre lo invisible y lo visible, en comunión con el espíritu de los antepasados, cuya presencia seguía siendo tangible en cada murmullo de su tierra, intentó olvidarse de sí mismo.
Descalza, silenciosa, Neferet apareció a su lado.
—Es temprano… Deberías dormir.
—Es mi hora preferida. Dentro de unos instantes, el oro iluminará la silueta de las montañas y el Nilo resucitará. ¿Por qué estás tan inquieto?
¿Cómo confesarle que él, el magistrado seguro de sus verdades, era presa de la duda? Lo creían impasible, insensible a los acontecimientos, pero a veces, el menor de todos ellos lo marcaba como una herida. Pazair no admitía la existencia del mal y no se acostumbraba al crimen. El tiempo no borraba la muerte de Branir, y era incapaz de vengarla.
—Tengo ganas de renunciar, Neferet.
—Estás agotado.
—Comparto la opinión de Kem. La justicia, si existe, no es aplicable.
—¿Temes acaso un fracaso?
—Mis expedientes son sólidos, mis acusaciones fundadas, mis argumentos decisivos… Pero Denes o uno de sus acólitos todavía puede utilizar un arma jurídica y echar por tierra todo mi trabajo. ¿Crees que vale la pena proseguir?
—Es sólo un momento de cansancio.
—El ideal de Egipto es sublime, pero no impide la existencia de un general Asher.
—¿No has logrado frenar sus manejos?
—Tras él vendrá otro, y luego otro…
—Tras un enfermo, viene otro, y luego otro. ¿Tendría que dejar de curar?
Tomó sus manos con ternura.
—Soy indigno de mi función.
—Las palabras inútiles insultan a Maat.
—¿Dudaría un verdadero juez de la justicia?
—Te cuestionas a ti mismo.
Un rayo de sol, acerado y acariciador al mismo tiempo, los envolvió.
—Estamos jugándonos la vida, Neferet.
—No luchamos por nosotros mismos, sino para aumentar la luz que nos une. Desviarnos del camino sería criminal.
—Eres más fuerte que yo.
Ella sonrió divertida.
—Mañana me sostendrás tú.
Unidos, vivieron el nacimiento del día.
Antes de dirigirse al despacho del visir, Pazair estornudó una decena de veces y se quejó de un violento dolor en la nuca. Neferet no pareció preocupada; le hizo beber una cocción de hoja y corteza de sauce
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, remedio que utilizaba con frecuencia para suprimir la fiebre y los más diversos males.
El alivio fue rápido. Pazair respiró mejor y se presentó animado ante un Bagey cada vez más encorvado.
—He aquí el expediente completo del general Asher, el transportista Denes, el químico Chechi y el dentista Qadash. Como decano del porche solicito de vos que se celebre un proceso público por las acusaciones de alta traición, atentado a la seguridad del reino, tentativa deliberada de suprimir la vida, prevaricaciones y malversaciones. Algunos puntos han sido bien establecidos, otros permanecen oscuros. Sin embargo, ante semejantes cargos, me ha parecido inútil esperar más.
—El asunto es de excepcional gravedad.
—Soy consciente de ello.
—Los acusados son personalidades notables.
—Más condenables son por ello sus faltas.
—Tenéis razón, Pazair. Iniciaré el proceso tras la fiesta de la diosa Opet
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, aunque no hayamos encontrado a Asher.
—Ni tampoco a Suti.
—Comparto vuestra inquietud. He ordenado a una división de infantería que, con la ayuda de policías especializados, rastree el desierto en los alrededores de Coptos. ¿Identificáis en vuestras conclusiones al asesino de Branir?
—He fracasado. No estoy seguro de nada.
—Quiero su nombre.
—Nunca abandonaré la investigación.
—La candidatura de Neferet al cargo de médico en jefe es molesta. Algunos, llenos de buenas intenciones, subrayarán que la acusación a Qadash deja libre el camino a vuestra esposa, e intentarán desacreditarla.
—He pensado en ello.
—¿Qué opina Neferet?
—Si Qadash es cómplice, debe ser condenado.
—No tenéis derecho a fracasar. Ni Denes ni Chechi serán presas fáciles. Además temo uno de esos cambios de situación que suele conseguir Asher. Los traidores tienen un don particular para justificar su felonía.
—Pongo mi esperanza en vuestro tribunal. La mentira naufraga en él.
Bagey posó su mano en el corazón de cobre que llevaba al cuello. Con ese gesto colocaba ante todo la conciencia de su deber.
Los conjurados se habían reunido en la granja abandonada donde solían hablar en caso de urgencia. Denes, por lo general triunfante y seguro de sí mismo, parecía preocupado.
—Tenemos que actuar muy de prisa. Pazair ha presentado su instrucción a Bagey.
—¿Se trata de un rumor o de una noticia cierta?
—El caso está inscrito en el tribunal del visir y se verá después de la fiesta de Opet. Es satisfactorio que Asher esté implicado, pero no quiero que mi reputación quede comprometida.
—¿No debía el devorador de sombras dejar al juez Pazair incapacitado para la acción?
—La mala suerte se lo ha impedido, pero no abandonará su presa.
—Hermosa promesa que no os impide ser acusado.
—Nosotros dirigimos el juego, no lo olvidéis. Bastará con que utilicemos parte de nuestro poder.
—¿Sin desenmascararnos?
—No será necesario. Bastará con una simple carta.
El plan de Denes fue aceptado.
—Para no vivir de nuevo semejantes angustias —añadió—, os propongo que adelantemos una de las fases de nuestro plan: la sustitución del visir. De ese modo, las futuras gestiones del juez Pazair no tendrán efecto.
—¿No es demasiado pronto?
—Comprobadlo vos mismo: es el momento oportuno.
Ante los asombrados ojos de Asher y Efraim, el dogo saltó del carro y se lanzó hacia un montículo pedregoso.
—Desde la desaparición de su dueño —dijo Efraim—, está como loco.
—No lo necesitamos —consideró el general—. Ahora tengo la seguridad de que hemos escapado a las patrullas. El camino está libre.
El dogo, con los belfos espumeantes, daba unos saltos increíbles. Pareció volar de roca en roca, insensible al cortante sílex. Suti obligó a Pantera a tenderse en la arena y tensó su arco. A tiro de flecha, el perro se inmovilizó.
Hombre y animal se desafiaron. Consciente de que no debía fallar el blanco, Suti aguardó el ataque. Le disgustaba tener que matar al perro. De pronto, el animal lanzó un grito desesperado y se agachó como una esfinge. Suti dejó su arco y se acercó. El perro, sometido, se dejó acariciar. Sus ojos reflejaban cansancio y angustia. Ahora que se había liberado de un dueño implacable, ¿volvería a ser aceptado?
—Ven.
El perro agitó la cola alegremente. Suti tenía un nuevo aliado.
Qadash, ebrio, entró titubeando en la casa de cerveza. El proceso en el que, por fuerza, estaba mezclado lo asustaba. Pese a la seguridad de Denes y a la perfecta concepción de la conjura, el dentista estaba cada vez más ansioso. No se veía capaz de resistir al juez Pazair y temía, a causa de su inculpación, perder para siempre el cargo de médico en jefe. Sentía pues una irrefrenable necesidad de aturdirse, y como el vino no le procuraba suficiente alivio, pensaba liberarse de sus nervios en el regazo de una prostituta.
Sababu se había puesto, de nuevo, al frente del mayor establecimiento de Menfis, cuya buena reputación mantenía.
Sus mozas recitaban poemas, danzaban y tocaban música antes de ofrecer su ciencia erótica a una clientela elegante y acomodada.
Qadash empujó al portero, apartó a una flautista y se lanzó sobre una jovencísima sirvienta nubia que llevaba una bandeja llena de pasteles. La derribó en unos almohadones multicolores e intentó violarla. Los aullidos de la niña alertaron a Sababu, que apartó al dentista con mano vigorosa.
—La quiero.
—La pequeña es sólo una sirvienta.
—¡De todos modos, la quiero!
—Salid inmediatamente de esta casa.
La niña se refugió en brazos de Sababu.
—Pagaré lo que sea.
—Guardaos vuestro dinero y largaos.
—¡Será mía, os juro que será mía!
Qadash no se alejó de la casa de cerveza. Agazapado en las tinieblas, esperó la salida de las empleadas. Poco después del alba, la nubia y otras jóvenes sirvientas regresaron a su casa.
Qadash siguió a su presa. En cuanto pasó por una calleja desierta, la asió por el talle y le puso una mano en la boca. La chiquilla se debatió, pero el dentista estaba tan fuera de sí que no pudo resistir demasiado. Qadash le arrancó el vestido, se tendió sobre ella y la violó.
—Queridos colegas —anunció el decano del comité de médicos—, no podemos diferir por más tiempo el nombramiento del médico en jefe del reino. Puesto que no se han presentado más candidatos, debemos elegir entre Neferet y Qadash. Mientras no hayamos tomado la decisión, proseguiremos las deliberaciones.
Esta línea de conducta recibió la aprobación general. Intervinieron todos los facultativos, unas veces con tranquilidad, otras con vehemencia. Los partidarios de Qadash se mostraron virulentos con Neferet. ¿No se aprovechaba de la posición de su marido para acusar al dentista y apartarlo así de su camino? Calumniar a un facultativo de tanta reputación y ensuciar su nombre eran métodos escandalosos que descalificaban a la joven.
Un cirujano retirado añadió que Ramsés el Grande sufría cada vez más a causa de su dentadura y que le gustaría tener a su lado un técnico especializado. ¿No debían pensar primero en la persona del faraón, de quien dependía la prosperidad del país? Nadie discutió el argumento.
Tras cuatro horas de enfrentamiento se pasó a la votación.
—Qadash será el próximo médico en jefe del reino —concluyó el decano.
Dos avispas revolotearon alrededor de Suti y atacaron al mastín, que masticaba un pedazo de carne seca. El muchacho estuvo observándolas hasta que descubrió el avispero, que se hallaba hundido en la tierra.
—Vuelve la suerte. Desnúdate.
Pantera apreció la invitación. Desnuda, se acurrucó contra Suti.
—Ya haremos el amor más tarde.
—Entonces, ¿por qué…?
—Cada pulgada de mi cuerpo debe estar cubierta. Voy a desenterrar una parte del nido y a ponerlo en un odre.
—¡Si te pican, morirás! Estas avispas son terribles.
—Tengo la intención de vivir muchos años.
—¿Para acostarte con otras mujeres?
—Envuélveme.
Tras haber descubierto el emplazamiento, Suti cayó. Pantera guiaba sus gestos. El aguijón de las avispas no atravesó el tejido, a pesar de sus furiosos asaltos. Suti metió en el odre buena parte del zumbador enjambre.
—¿Qué piensas hacer?
—Secreto militar.
—Deja ya de burlarte.
—Confía en mí.
Ella le puso la mano en el pecho.
—Asher no debe escapar.
—Confía en mí, conozco bien el desierto.
—Si perdiéramos su rastro…
Ella se arrodilló y le acarició los muslos con una lentitud tan diabólica que Suti fue incapaz de resistírsele. Entre un nido de avispas furiosas y un mastín adormecido, gozaron de su juventud con insatisfecha pasión.
Neferet estaba conmovida.
Desde el momento que la habían hospitalizado, la joven nubia no había cesado de llorar. Herida en su carne y en su espíritu, se agarraba como un náufrago a la muñeca de la médica. El salvaje que la había violado, desgarrando su virginidad, había huido; pero varias personas habían dado una descripción bastante precisa de él. Sin embargo, sólo el testimonio directo de la víctima acarrearía una acusación formal.
Neferet curó la vagina martirizada y administró calmantes a la niña. Los temblores nerviosos se atenuaron y aceptó beber.
—¿Deseas hablar?
La perdida mirada de la hermosa negra se clavó en su protectora.
—¿Me curaré?
—Te lo prometo.
—Hay buitres en mi cabeza, devoran mi vientre… ¡No quiero un hijo de ese monstruo!
—No lo tendrás.
—¿Y si estoy preñada?
—Yo misma practicaré el aborto.
La nubia rompió de nuevo a llorar.
—Era viejo —reveló entre dos sollozos—, y olía a vino. Cuando me agredió, en la casa de cerveza, me fijé en sus manos rojas, sus pómulos salientes y las venitas violetas en su prominente nariz. ¡Un demonio, un verdadero demonio de cabellos blancos!
—¿Sabes su nombre?