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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (32 page)

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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—Estoy seguro de que no. De lo contrario, ¿por qué habrías caído de cabeza en una emboscada?

—Porque soy un imbécil.

El policía clavó su puñal junto a la cabeza del prisionero.

—Duerme, pequeño; mañana será tu último día.

Pese al agotamiento, Suti ni siquiera conseguía adormecerse. Con el rabillo del ojo vio al policía pasar el índice por la punta de su daga y, luego, por el filo. Fatigado, la depositó a su lado. Suti sabía que la utilizaría antes del alba. En cuanto notara que cedía, le cortaría la garganta, contento de poder librarse de un peso inútil. Le sería fácil justificarse ante el general Asher.

Suti luchó. No aceptaría morir por sorpresa. Cuando aquel animal lo agrediera, le escupiría a la cara.

La luna, soberana guerrera, asomaba su curvo cuchillo en lo alto del cielo. Suti le suplicó que se dirigiera hacia él y lo atravesara, para abreviar sus sufrimientos. ¿No podían los dioses concederle ese pequeño favor a cambio de su impiedad?

Seguía vivo gracias al desierto. En simpatía con el poder de la desolación, de la aridez y de la soledad, respiraba a su ritmo. El océano de arena y piedra se convertía en su aliado.

En vez de agotarlo, le devolvía las fuerzas. Aquel sudario, abrasado por el sol y batido por el viento, le gustaba más que la tumba de un noble.

El policía permanecía sentado, acechando el desfallecimiento del prisionero. En cuanto cerrara los ojos, se deslizaría en su sueño, como la rapaz muerte, y le robaría el alma. Alimentado por el suelo, abrevado por la luna, Suti resistía.

El verdugo lanzó un grito ronco. Agitó los brazos como un pájaro herido, intentó levantarse y cayó hacia atrás. Brotando de la noche apareció la diosa de la muerte. Lúcido por unos instantes, Suti comprendió que deliraba. ¿No estaría atravesando el temible espacio entre los mundos, donde monstruosas criaturas atacaban al difunto?

—Ayúdame —exigió la diosa—. Démosle la vuelta al cadáver.

Suti se puso de lado.

—¡Pantera! Pero ¿cómo…?

—Más tarde. Apresurémonos, debo recuperar el puñal que le he clavado en la nuca.

La rubia libia sostuvo a su amante, que consiguió ponerse de pie. Ella empujó el cuerpo con sus manos, él con sus pies. Pantera arrancó el arma, cortó las ligaduras de Suti, le quitó el grillete y le abrazó.

—Qué agradable es sentirte… Pazair te ha salvado. Me reveló que habías salido de Coptos como minero. Supe que habías desaparecido y seguí al grupo de policías que presumía de poder encontrarte. Pronto quedó reducido al traidor que acabo de matar. Nosotros, los libios, sabemos sobrevivir fácilmente en este infierno. Ven, bebe algunos tragos.

Lo llevó tras una colina desde la que había observado el campamento y los carros sin ser vista. Con increíble energía, Pantera había cargado con dos odres que llenaba en cada manantial, un saco de carne seca, un arco y algunas flechas.

—¿Dónde están Asher y Efraim?

—Duermen en los carros, en compañía de un enorme perro. Es imposible atacarlos.

Suti se desvanecía; Pantera lo cubrió de besos.

—¡No, ahora no!

Lo ayudó a tenderse, le acarició y se tendió sobre él. Pese a la extremada debilidad de su amante, saboreó el despertar de su virilidad.

—Te amo, Suti, y te salvaré.

Un grito de espanto arrancó a Neferet del sueño. Pazair se movió, pero no se despertó. La muchacha se puso un vestido y salió al jardín.

Una sirvienta, que llevaba leche fresca, estaba llorando.

Había dejado sus recipientes, cuyo contenido se derramaba por el suelo.

—Allí —gimió señalando con el indice el umbral de piedra.

Neferet se agachó.

Algunos fragmentos de jarros rojos, rotos, mostraban inscrito con pincel y tinta negra el nombre del juez Pazair, seguido de incomprensibles fórmulas mágicas.

—¡Mal de ojo! —exclamó la sirvienta—. Debemos abandonar en seguida la casa.

—¿No es el poder de Maat más fuerte que el de las tinieblas? —preguntó Neferet tomando del hombro a la sirvienta.

—¡La existencia del juez se quebrará como estas jarras!

—¿Crees que no voy a defenderlo? Vigila estos fragmentos. Voy al taller.

Neferet regresó con una cola que se utilizaba para reparar las jarras. En compañía de la sirvienta, extendió los elementos del rompecabezas y, sin precipitarse, fue uniéndolos. Antes de reconstruir los objetos, Neferet borró las inscripciones.

—Le darás esos recipientes al lavandero. A fuerza de contener el agua que limpia la suciedad, quedarán purificados.

La sirvienta besó las manos de Neferet.

—El juez Pazair tiene mucha suerte. La diosa Maat lo protege.

—¿Nos traerás leche fresca?

—Voy a ordeñar mi mejor vaca.

Y se marchó corriendo.

El campesino hundió en la tierra blanda un palo dos veces más alto que él y fijó en lo alto una larga pértiga flexible. En el extremo más grueso ató un contrapeso de adobe, y en el más delgado una cuerda que sostenía un recipiente de barro. Centenares de veces cada día tiraría lentamente de la cuerda, hundiría el recipiente en el agua del canal, y aflojaría la presión para que el contrapeso levantara el recipiente hasta la altura de la pértiga y vertiera su contenido en la tierra del jardín. De este modo, en una hora, levantaría tres mil cuatrocientos litros y regaría sus cultivos. Gracias a este sistema, el agua se transportaba hasta las tierras altas, que no eran cubiertas por la inundación.

Apenas iniciada la primera maniobra, el campesino escuchó un ruido sordo, absolutamente insólito. Con las manos aferradas a la cuerda, aguzó el oído. El rugido creció. Inquieto, se alejó de su máquina de regar, trepó por la pendiente y se plantó en lo alto de la colina.

Helado de espanto, vio correr hacia él una furiosa ola que lo barría todo a su paso. Aguas arriba, el dique se había roto; hombres y animales se ahogaban, luchando en vano contra el lodoso torrente.

Pazair fue el primer oficial que llegó al lugar de los hechos. Diez muertos, la mitad de un rebaño de bueyes diezmada, quince máquinas de regar destruidas… El balance del accidente era grave. Los obreros ya estaban reconstruyendo el dique, con la ayuda de dos soldados de ingeniería, pero se había perdido la reserva de agua. El Estado, con la presencia del decano del porche, que reunió a la población en la plaza del pueblo más cercana, se comprometió a indemnizarla y a alimentarla. Pero todos querían conocer al responsable del drama; así que Pazair interrogó a los dos funcionarios que se encargaban del mantenimiento de los canales, depósitos y diques en aquella zona. No se había cometido falta alguna; las giras de inspección, efectuadas según las reglas, no habían revelado nada anormal. El juez absolvió a los técnicos en una audiencia pública. Todos mencionaron al único culpable posible: el mal de ojo. Una maldición había caído sobre el dique antes de llegar al pueblo, luego a la provincia y por fin al país entero.

El faraón ya no ejercía su papel protector. ¿Qué sería de Egipto si no celebraba aquel mismo año la fiesta de regeneración? El pueblo seguía confiando. Su voz y sus exigencias llegarían a los alcaldes de los pueblos, los jefes de provincia, los dignatarios de la corte y al propio Ramsés. Todos sabían que el rey viajaba mucho y no ignoraba las aspiraciones de aquellos a quienes gobernaba. Enfrentado a la dificultad, perdido a veces en la tormenta, siempre había encontrado el camino adecuado.

El devorador de sombras abandonaba por fin el callejón sin salida. Para acercarse al juez Pazair y hacerlo víctima de un accidente tenía que eliminar primero a sus protectores. El más peligroso no era Kem, sino el babuino policía, cuyos colmillos eran más largos que los de una pantera y capaces de vencer a cualquier fiera. Sin embargo, el devorador de sombras había encontrado, por un alto precio, al adversario adecuado.

El babuino de Kem no podría resistirse a otro macho, más grande y más fornido. El devorador de sombras lo había encadenado, le había puesto un bozal y no lo alimentaba desde hacía dos días, aguardando la ocasión propicia. Se presentó en pleno mediodía, cuando Kem daba de comer a su mono. Este se apoderó de un pedazo de buey y comenzó a roerlo a un extremo de la terraza, desde la que el nubio observaba la mansión de Pazair, que estaba comiendo a solas con su esposa.

El devorador de sombras soltó al babuino y le quitó prudentemente la mordaza. Atraído por el olor de la carne, trepó sin hacer ruido por la blanca fachada y se irguió frente a su congénere.

Con las orejas rojas de cólera, los ojos inyectados de sangre y las nalgas violáceas, el agresor enseñó los colmillos dispuesto a morder. El babuino abandonó su comida y replicó del mismo modo. La maniobra de intimidación fracasó; uno y otro vieron en sus miradas el mismo deseo de combatir. No habían proferido sonido alguno.

Cuando el instinto de Kem lo impulsó a volverse, era demasiado tarde. Ambos simios aullaron al mismo tiempo y se lanzaron al ataque.

Imposible separarlos o abatir al enemigo; los babuinos formaban una masa que no cesaba de moverse, rodando a derecha e izquierda. Con increíble ferocidad se desgarraban lanzando estridentes gritos.

El combate fue de corta duración. La informe masa se inmovilizó.

Kem no se atrevió a acercarse.

Muy lentamente emergió un brazo y apartó el cadáver del vencido.

—¡
Matón
!

El nubio corrió hacia su simio y lo sostuvo cuando se derrumbaba, cubierto de sangre. Había conseguido degollar al agresor, a costa de profundas heridas.

El devorador de sombras escupió su rabia y se alejó.

El babuino miró fijamente a Neferet mientras desinfectaba sus heridas, antes de cubrirlas con barro del Nilo.

—¿Sufre mucho? —preguntó Kem nervioso.

—Pocos humanos serían tan valerosos.

—¿Lo salvaréis?

—Sin duda alguna. Su corazón es fuerte como una roca, pero tendrá que aguantar los apósitos y una relativa inmovilidad durante algunos días.

—Me obedecerá.

—No lo alimentéis demasiado durante una semana. A la menor recaída, avisadme.

La pata de
Matón
se posó en la mano de la médica. En los ojos del mono había un agradecimiento sin límites.

El consejo de los médicos se reunió por décima vez. Qadash tenía a su favor la edad, la notoriedad, la experiencia y su calidad de dentista, que el faraón apreciaría mucho; Neferet, por su parte, contaba con sus cualidades de extraordinaria curandera, sus competencias demostradas día tras día en el hospital, la opinión favorable de muchos facultativos y el apoyo de la reina madre.

—Queridos colegas —dijo el decano—, la situación comienza a ser escandalosa.

—¡Pues bien, elijamos a Qadash! —intervino el que había sido la mano derecha de Nebamon—. Con él, no corremos ningún riesgo.

—¿Qué le reprocháis a Neferet?

—Es demasiado joven.

—Si no dirigiera con tanto acierto el hospital —consideró un cirujano—, compartiría vuestra opinión.

—La función de un médico en jefe exige un hombre representativo y ponderado, no una muchacha, por muy dotada que esté.

—¡Muy al contrario! Tiene una energía que no habita ya en Qadash.

—Hablar en estos términos de nuestro estimado colega es insultante.

—Estimado… ¡No por todos! ¿No estuvo mezclado en ciertos tráficos comerciales y fue perseguido por el juez Pazair?

—Que es el marido de Neferet, todo hay que decirlo.

La controversia se envenenaba, el tono subió.

—¡Un poco de dignidad, queridos colegas!

—Acabemos de una vez y proclamemos la elección de Qadash.

—¡Ni hablar! Neferet y nadie más.

A pesar de las promesas, la sesión concluyó como había empezado. Tomaron una firme decisión: en la próxima reunión del comité se designaría al nuevo médico en jefe del reino.

Bel-Tran hizo visitar a su hijo sus dominios. El niño jugó con los papiros, saltó sobre los taburetes plegables, rompió un pincel de escriba.

—Ya basta —ordenó su padre—. Respeta el material del alto funcionario en quien vas a convertirte.

—Yo no quiero trabajar, quiero mandar a los demás, igual que tú.

—Sin esfuerzo, ni siquiera serás escriba de los campos.

—Prefiero ser rico y tener tierras.

La llegada de Pazair interrumpió el diálogo. Bel-Tran entregó su hijo a un servidor, que lo llevaría al picadero, donde aprendía a montar a caballo.

—Parecéis preocupado, Pazair.

—No tengo información alguna sobre la suerte de Suti.

—¿Asher?

—Ni la menor huella. Los correos fronterizos no han informado de nada.

—Enojoso.

—¿Qué pensáis de las cuentas de Denes?

—Irregularidades, sin duda, errores voluntarios y malversaciones.

—¿Es suficiente para inculparlo?

—Estáis consiguiéndolo, Pazair.

La noche era suave.
Bravo
, tras una loca carrera alrededor del estanque de los lotos, dormía a los pies de su dueño. Agotada tras una larga jornada en el hospital, Neferet se había adormecido. El juez, a la luz de dos lámparas, preparaba el acta de acusación.

Asher se había condenado con su misma huida, justificando las acusaciones del proceso anterior. Denes había defraudado al fisco, se había apoderado de mercancías y había corrompido conciencias. Chechi dirigía comercios clandestinos. Qadash, cómplice, no podía ignorar aquellos turbios manejos. Muchos puntos precisos y abrumadores testimonios, escritos y orales, serían presentados a los jurados.

La reputación de los cuatro hombres no sobreviviría a la audiencia, se les infligirían penas más o menos graves. Tal vez el juez hubiera desmontado la conjura, pero aún tenía que encontrar a Suti y proseguir su camino hacia la verdad, el camino que llevaba al asesino de su maestro Branir.

CAPÍTULO 32

A
l percibir el peligro, el avestruz se inmovilizó. Inquieto, aleteó, incapaz de emprender el vuelo, hizo una pirueta para saludar el sol naciente y se lanzó a una fulgurante carrera hacia una duna. Suti había intentado en vano tensar su arco. Sus músculos estaban doloridos, casi paralizados. Pantera le dio un masaje y le frotó con un ungüento que llevaba en un frasco colgado de su cinturón.

—¿Cuántas veces me has engañado?

Suti soltó un suspiro de exasperación.

—Si te niegas a contestarme, te abandonaré. No olvides que tengo un odre de agua y carne seca.

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