Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
Tuy recibió a la médico sin ceremonia alguna.
—¿Y vuestra salud, majestad?
—Gracias a vuestro tratamiento, es excelente. ¿Conocéis la decisión que ha tomado el consejo de los médicos?
—No.
—La situación está haciéndose intolerable y, por lo tanto, el médico en jefe del reino será nombrado la próxima semana. De las deliberaciones debe salir un médico.
—¿No es una necesidad?
—Al dentista Qadash sólo se le oponen algunos fantoches. Ha sabido desalentar a sus adversarios. Los antiguos amigos de Nebamon, los débiles y los indecisos votarán por él.
La cólera de la reina madre acentuaba su natural solemnidad.
—¡Rechazo esa eventualidad, Neferet! Qadash es un incapaz, indigno de cumplir una función de tanta importancia. La salud pública me preocupa desde siempre; es preciso tomar medidas para contribuir al bienestar de la población, velar por la higiene para permanecer al margen de epidemias. ¡Y a ese Qadash le importa un bledo! Quiere el poder y la fama, nada más. Es peor que Nebamon. Debéis ayudarme.
—¿De qué modo?
—Presentándoos contra él.
Neferet autorizó a Pazair a entrar en la habitación donde descansaba la princesa Hattusa. Su rostro y sus miembros estaban vendados. Para evitar la gangrena y la infección, la médica había curado las llagas con una pomada que se reservaba para los casos graves. Migajas de cobre, crisocola, resma de terebinto fresca, comino, natrón, asa fétida, cera, cinamomo, brionia, aceite y miel finamente molidos y convertidos en una pasta untuosa.
—¿Puedo hablar con vos, princesa?
—¿Quién sois?
Un fino vendaje cubría sus párpados.
—El juez Pazair.
—¿Quién os ha permitido…?
—Neferet, mi esposa.
—Ella también es mi enemiga.
—Mi demanda era oficial. Investigo el incendio.
—El incendio…
—Quiero identificar a los culpables.
—¿Qué culpables?
—¿No mencionasteis los nombres de Denes y Chechi?
—Os equivocáis.
—¿Por qué fuisteis a aquella forja clandestina?
—¿Realmente queréis saberlo?
—Si lo consentís.
—Fui a buscar hierro celeste para practicar magia contra Ramsés.
—Deberíais haber desconfiado de Chechi.
—Estaba sola.
—¿Cómo explicáis…?
—Un accidente, juez Pazair, un simple accidente.
—¿Por qué mentir?
—Odio a Egipto, su civilización y sus valores.
—¿Hasta el punto de no testimoniar contra vuestros verdugos?
—Quien intente destruir a Ramsés tendrá toda mi simpatía. Vuestro país rechaza la única verdad: ¡la guerra! Sólo la guerra exalta las pasiones y revela la naturaleza humana. Mi pueblo se equivocó firmando la paz con vosotros; y yo soy el rehén de este error. Quería despertar a los hititas, mostrarles el buen camino… Ahora permaneceré enclaustrada en uno de esos palacios que tanto aborrezco. Pero otros lo conseguirán, estoy convencida. Y ni siquiera tendréis el placer de llevarme ante un tribunal. No sois lo bastante cruel como para seguir torturando a una inválida.
—Denes y Chechi son unos criminales. No les importa vuestro ideal.
—He tomado una decisión. De mi boca no saldrá ni una palabra más.
Como decano del porche, Pazair ratificó la candidatura de Neferet al puesto de médico en jefe del reino de Egipto. La joven disponía de los títulos y la experiencia requeridos; su posición como directora del hospital principal de Menfis, el apoyo oficioso de la reina madre y el caluroso aliento de muchos de sus colegas daban un indiscutible peso a la candidatura de la joven.
Sin embargo, temía una prueba que no había deseado. Qadash utilizaría los métodos más viles para desalentarla; ahora bien, su única ambición era curar, no deseaba honores o responsabilidades. Pazair no conseguía tranquilizarla; él mismo se sentía turbado por la locura de Hattusa, condenada a la más desesperada de las soledades. Su testimonio habría provocado la caída de Denes y Chechi que, una vez más escapaban al castigo.
¿No estaría el juez golpeando una muralla indestructible?
Un genio malo protegía a los conjurados y les garantizaba la impunidad. Saber que el general Asher estaba perdido, lo que garantizaba que ninguna conjura militar amenazaba Egipto, hubiera debido alentarlo; pero una sorda angustia subsistía.
No comprendía el motivo de tantos crímenes ni la desdeñosa seguridad de un Denes, a quien no parecía afectarle ningún golpe. ¿Tendrían el transportista y sus acólitos algún arma secreta, fuera del alcance del juez?
Percibiendo su mutuo desconcierto, Pazair y Neferet pensaron en el otro antes de interesarse en sí mismos. Haciéndose el amor, vieron nacer una nueva alborada.
L
os policías y sus perros, al regresar de los parajes peligrosos del desierto del este, se concedían un día de descanso antes de lanzarse a las pistas para cumplir sus misiones de vigilancia. Llegaba la hora de curar las heridas, de recibir un masaje y frecuentar la casa de cerveza, donde acogedoras y dóciles mozas les venderían su cuerpo durante una noche.
«Los de la vista penetrante» intercambiaban las informaciones obtenidas durante sus expediciones y llevaban a la cárcel a los beduinos y merodeadores capturados en situación irregular.
El gigante encargado de vigilar el reclutamiento de mineros cuidó a sus lebreles y, luego, se dirigió a casa del escriba del correo.
—¿Algún mensaje?
—Una decena.
El policía leyó el nombre de los destinatarios.
—Caramba, Suti… Extraño tipo. No parece un minero.
—No es cosa mía —replicó el escriba—. Llenad el recibo.
El gigante distribuyó personalmente el correo. De paso, interrogaba a los destinatarios sobre sus corresponsales. Faltaban tres; dos veteranos que trabajaban en una mina de cobre y Suti. Tras haberlo verificado, supo que la expedición que había dirigido Efraim había regresado a Coptos la víspera. El policía se dirigió pues a la casa de cerveza, visitó los albergues, inspeccionó los campamentos de tiendas. En vano; la inspección central le comunicó que Efraim, Suti y cinco hombres más no se habían presentado al escriba encargado de anotar las idas y venidas.
Intrigado, puso en marcha el procedimiento de búsqueda.
Los siete obreros habían desaparecido. Otros habían intentado, antes que ellos, huir con piedras preciosas. Todos habían sido detenidos y severamente castigados. ¿Por que un hombre experimentado, como Efraim, se había lanzado a tan insensata aventura? «Los de la vista penetrante» se movilizaron en seguida. Olvidando placer y reposo, nada como una presa de calidad para alegrar sus almas de cazadores.
El gigante dirigiría la persecución. Con el asentimiento del escriba del correo, y por causas de fuerza mayor, abrió la carta destinada al fugitivo. Los jeroglíficos, individualmente legibles, formaban un conjunto incomprensible. ¡Un código!
El policía no se había equivocado. Aquel Suti no era un minero como los demás. Pero ¿a qué dueño servía?
Los siete hombres habían tomado una pista difícil, que se dirigía al sudeste. Tan robustos los unos como los otros, caminaban a un ritmo regular, comían poco y hacían largas paradas en los manantiales, cuyo emplazamiento sólo Efraim conocía. El jefe de equipo había exigido una obediencia absoluta y no toleraba ninguna pregunta sobre su destino.
Al final del viaje encontrarían la fortuna.
—¡Allí, un policía!
El minero señaló con el brazo una forma extraña que permanecía inmóvil.
—¡Sigue caminando, imbécil! —ordenó Efraim—. Sólo es un árbol de lana.
De tres metros de altura, el sorprendente vegetal tenía una corteza azulosa y agrietada; sus amplias hojas ovales, verdes y rosadas evocaban el tejido con el que se fabricaban los mantos de invierno. Los fugitivos utilizaron la madera para encender fuego y cocinar la gacela que habían matado por la mañana. Efraim se había asegurado de que el árbol de lana no producía un látex que provocaba parada cardíaca.
Recogió las hojas, las machacó, las convirtió en polvo y las distribuyó entre sus compañeros.
—Es un excelente purgante —comentó—, y un remedio eficaz contra las enfermedades venéreas. Cuando seáis ricos, podréis tener hembras magníficas.
—Pero no en Egipto —se lamentó un minero.
—Las asiáticas son calientes y vigorosas, os harán olvidar las mozas de vuestras provincias.
Con el vientre lleno y fresca la garganta, el grupito se puso de nuevo en marcha.
Mordido en el tobillo por una víbora del desierto, el minero murió entre atroces convulsiones.
—El muy imbécil —murmuró Efraim—. El desierto no perdona los descuidos.
El mejor amigo de la víctima se rebeló.
—¡Nos llevas a la muerte! ¿Quién podrá escapar al veneno de esas criaturas?
—Yo, y quienes sigan mis pasos.
—Quiero saber adónde vamos.
—Un charlatán como tú hablaría a troche y moche y nos traicionaría.
—Responde.
—¿Quieres que te rompa la cabeza?
El minero miró a su alrededor. La inmensidad estaba llena de celadas. Sometido, recogió su equipo.
—Si otras tentativas como la nuestra fracasaron —reveló Efraim—, la responsabilidad no fue del azar. En el grupo siempre había un chivato, capaz de informar a la policía sobre sus desplazamientos. Esta vez he tomado mis precauciones. Aunque no excluyo la presencia de un mercenario.
—¿De quién sospechas?
—De ti y de todos los demás. Cualquiera puede haber sido comprado. Si el chivato existe, se descubrirá antes o después. Para mí, será un regalo.
«Los de la vista penetrante» registraron el desierto a partir de la última posición conocida de Efraim y su grupo, y calcularon sus posibilidades de desplazamiento pensando en un ritmo rápido. Algunos correos advertían a sus colegas, tanto los del norte como los del sur, de la fuga de peligrosos delincuentes que buscaban minerales raros. Como de costumbre, la caza del hombre terminaría en un éxito absoluto.
La presencia de Suti preocupaba al gigante. Aliado con Efraim, que conocía pistas, manantiales y minas tan bien como la policía, ¿no contrarrestaría la estrategia de las fuerzas del orden? Modificó los planes clásicos y confió en su instinto.
Si él fuera Efraim, intentaría llegar a la región de las minas abandonadas. Ningún manantial, un calor asfixiante, profusión de serpientes, y ni el menor tesoro… ¿Quién iba a aventurarse por aquel infierno? Admirable escondrijo, en verdad, y más todavía, tal vez, suponiendo que los filones no se hubieran agotado por completo. Como exigía el reglamento, el gigante llevó consigo dos expertos policías y cuatro perros. Cortando las pistas habituales, interceptaría a los fugitivos en una zona de colinas, donde crecían algunos árboles de lana.
Kem estaba atado de pies y manos. ¡Cómo le habría gustado lanzarse tras las huellas del general Asher, invisible aún!
Pero la protección del juez Pazair exigía su presencia en Menfis. Ninguno de sus subordinados permanecería lo bastante atento.
Por el nerviosismo de su mono, el nubio sabía que rondaba el peligro. Ciertamente, tras sus dos fracasos, el agresor debía tomar más precauciones para que no lo descubrieran.
Eliminado el efecto sorpresa, organizar un accidente le resultaría cada vez más difícil; pero ¿no optaría aquel hombre por una acción más violenta y definitiva?
Salvar a Pazair era el objetivo esencial del jefe de policía.
A su modo de ver, el juez encarnaba una forma de vida imposible que era necesario preservar a toda costa. Durante los largos años en los que había sufrido más de lo deseable, Kem no había conocido a ningún ser de aquella clase. Jamás le confesaría a Pazair la admiración que sentía por él por miedo a alimentar una bestia rastrera y viscosa, aquella vanidad tan dispuesta a pudrir los corazones.
El babuino despertó. El nubio le dio carne seca y cerveza dulce, luego se apoyó en el murete de la terraza desde la que vigilaba la mansión del juez. Le tocaba dormir mientras el simio montaba guardia.
El devorador de sombras maldecía la mala suerte. Se había equivocado aceptando esa misión, que no correspondía a su especialidad, matar de prisa y sin rastro. Por un instante había sentido deseos de renunciar, pero sus comanditarios lo habrían denunciado, y su palabra no habría tenido peso alguno frente a la de ellos. Además, se lanzaba a sí mismo un desafío. Hasta entonces, ningún fracaso había salpicado su carrera; que un juez fuera su más hermosa víctima lo excitaba en sumo grado.
Lamentablemente, el hombre gozaba de una celosa y eficaz protección. Kem y su mono eran temibles adversarios, cuya vigilancia parecía imposible de burlar. Desde la fracasada agresión de la pantera, el jefe de policía seguía los pasos del juez y hacía que su propia vigilancia fuera completada por varios policías de élite.
La paciencia del devorador de sombras era infinita. Sabría esperar el menor fallo, la menor falta de atención. Paseando por el mercado de Menfis, donde los vendedores exponían productos exóticos procedentes de Nubia, se le ocurrió una idea, que podía suprimir la principal línea de defensa del adversario.
—Es tarde, querido.
Ante Pazair, sentado en la posición del escriba, había una decena de papiros desenrollados, iluminados por dos altas lámparas.
—Estos documentos me quitan las ganas de dormir.
—¿De qué se trata?
—De las cuentas de Denes.
—¿De dónde las has sacado?
—Proceden del Tesoro.
—¿No las habrás robado? —preguntó la muchacha sonriendo.
—He dirigido una demanda oficial a Bel-Tran. Ha respondido en seguida procurándome los documentos.
—¿Qué has descubierto?
—Irregularidades. Denes se ha olvidado de pagar algunas casas y parece haber hecho trampa con los impuestos.
—¿Y se arriesga a algo más que una multa?
—Bel-Tran, apoyándose en mis observaciones, sabrá turbar la serenidad financiera de Denes.
—Siempre la misma obsesión.
—¿Por qué está el transportista tan seguro de sí mismo? Tengo que penetrar su caparazón sea como sea.
—¿Noticias de Suti?
—Ninguna. Tendría que haberme enviado un mensaje a través de la policía del desierto.
—Algo se lo habrá impedido.
—No cabe duda.
La vacilación de Pazair sorprendió a Neferet.