Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
De un estuche en forma de nadadora desnuda que empujaba ante sí un pato, cuyo cuerpo, de alas articuladas, servía de recipiente, Pazair tomó otro ungüento perfumado con jazmín y ungió el cuello de la muchacha.
El estremecimiento que provocó aquel contacto no se le escapó. Los labios sustituyeron a sus dedos; Neferet se dio la vuelta y recibió a su amante.
La tormenta no estallaba.
Pazair y Neferet almorzaron en el jardín, con gran satisfacción de
Bravo
, que merodeaba alrededor de las mesitas rectangulares de junco y tallo de papiro, en las que una sirvienta colocaba copas, platos y jarras. El juez había intentado, en vano, educar a su perro prohibiéndole que, mientras sus dueños comían, pidiera su parte.
Bravo
había descubierto en Neferet a una aliada. ¿Cómo podía su olfato resistir tan suculentos bocados?
—Tengo esperanzas, Neferet.
—Pocas veces eres optimista.
—Asher ya no puede escapar. Asesino y traidor… ¿Cómo puede un hombre mancillarse así? No creí tener que luchar contra el mal absoluto.
—Tal vez encuentres algo peor todavía.
—Tú eres la pesimista.
—Me gusta la felicidad, pero me siento amenazada.
—¿Por los progresos de la investigación?
—Cada vez estás más expuesto. ¿Permitirá el general Asher que lo derriben sin reaccionar?
—Estoy convencido de que sólo es un comparsa, no la cabeza de la maquinación. Se hacía ilusiones sobre la calidad del hierro celeste. Por lo tanto, sus cómplices lo engañaron.
—¿No estaría haciendo comedia?
—De ningún modo.
Neferet puso su mano derecha en la de su esposo. Comulgaron en aquel simple contacto. Ni la mona verde ni el perro los importunaron, sino que respetaron la belleza de un instante en el que dos seres se realizaban en una unidad que los trascendía.
La cocinera puso fin a aquel paraíso.
—Otra vez —se lamentó—. ¡La camarera ha robado el medallón de pescado que decoraba mi plato!
Neferet se levantó obligada a intervenir. La culpable, que privaba al juez de su golosina favorita, se había ocultado, consciente de su falta. La cocinera la llamó en vano y, luego, registró la mansión.
Su grito aterrorizó al perro, que se ocultó bajo una mesa.
Acudió Pazair. La cocinera lloraba inclinada sobre la camarera, que estaba tendida como una muñeca desarticulada en el suelo de la sala de recepción. Neferet ya estaba examinándola:
—Está paralizada —dijo.
Cuando el devorador de sombras vio que el juez Pazair salía de su casa, maldijo su mala suerte. ¿No había preparado minuciosamente su atentado? Gracias a una sirvienta parlanchina, había obtenido muchas informaciones sobre los gustos de Pazair. Haciéndose pasar por un pescadero, había vendido a la cocinera un magnífico mújol y un pequeño medallón de carne rosada y apetitosa.
Para fabricarlo, el devorador de sombras había utilizado el hígado de un tetraodon, el pez que se hinchaba con aire cuando lo amenazaba un depredador. Al igual que los huesos y la cabeza, el órgano contenía un veneno mortal, en una cantidad de cuatro miligramos por kilo. El devorador de sombras había reducido la dosis a un solo miligramo, para provocar una parálisis incurable.
Una estúpida golosa lo privaba de un éxito seguro. Volvería a empezar hasta conseguir el triunfo.
—La cuidaremos en el hospital —indicó Neferet—, pero no hay esperanza de que su estado mejore.
—¿Has identificado la sustancia que ha provocado la parálisis? —preguntó Pazair trastornado.
—Apuesto por el veneno.
—¿Por qué?
—Porque nuestra cocinera compró un mújol a un vendedor ambulante que ofrecía pescado fresco y pescado ya preparado. El medallón debía de estar compuesto de otra carne; algunos peces llevan sustancias tóxicas.
—Un crimen premeditado…
—La dosis fue calculada para dejar inválido, no para matar. Y tú eras la víctima. No se asesina a un juez, ¿verdad? Pero se puede impedir que piense y actúe.
Temblorosa, Neferet se refugió en los brazos de Pazair. Lo imaginaba impotente, con los ojos fijos, espuma en las comisuras de los labios y los miembros inertes. Incluso así, lo amaría hasta la muerte.
—Volverá a intentarlo —afirmó Pazair—. ¿Ha dado su descripción la cocinera?
—Vagamente… Un hombre de mediana edad, de los que no llaman la atención.
—Ni Denes, ni Qadash. Tal vez Chechi, o un asesino a sueldo. Ha cometido una falta: revelarnos su existencia. Pondré a Kem tras sus huellas.
El comité de médicos, cirujanos y farmacéuticos encargados de designar el nuevo médico en jefe del reino recibió a los primeros postulantes, cuya candidatura había sido declarada aceptable por la justicia. Se presentaron un oftalmólogo, un médico de Elefantina, la mano derecha del difunto Nebamon y el dentista Qadash.
Este último, como sus colegas, respondió a preguntas técnicas, presentó los descubrimientos efectuados durante su carrera, habló de sus fracasos y de sus causas. Le hicieron muchas preguntas sobre sus proyectos.
Los votos se dispersaron, ningún candidato obtenía la mayoría requerida. Un ardiente partidario de Qadash indispuso al comité, que lo puso en guardia contra un reciente pasado; nadie aceptaría los trucos que Nebamon alentaba. El defensor arrió bandera.
Un segundo escrutinio dio resultados idénticos. Era forzoso admitir que el reino seguía sin médico en jefe.
—¿Asher aquí?
El intendente de Denes confirmó la presencia del general a las puertas de la mansión.
—Decidle que… No, dejadlo entrar. Aquí no, en los establos.
El transportista tomó tiempo para peinarse y perfumarse. Cortó dos pelos blancos, demasiado largos, que turbaban el orden de su fina barba. Hablar con aquel obtuso soldado le disgustaba en sumo grado; pero todavía podía serle útil, especialmente como chivo expiatorio.
El general admiraba un soberbio caballo gris.
—Hermoso animal. ¿Está en venta?
—Todo está en venta, general; es la ley de la vida. El mundo se divide en dos categorías: los que pueden comprar, y los demás.
—Ahorradme vuestra filosofía de pacotilla. ¿Dónde está vuestro amigo Chechi?
—¿Cómo puedo saberlo?
—Es vuestro más fiel aliado.
—Los tengo a decenas.
—Trabajaba a mis órdenes en la fabricación de nuevas armas. Hace tres días que no ha pasado por el laboratorio.
—Lo siento mucho por vos, pero vuestras desventuras no me interesan en absoluto.
El hombre con rostro de roedor cerró el paso a Denes.
—Me habéis tomado por un imbécil fácil de manejar, y vuestro amigo Chechi me ha hecho caer en una trampa. ¿Por qué?
—Vuestra imaginación se extravía.
—Vendedme a Chechi. Vuestro precio es el mío.
Denes vaciló. Un día u otro, Chechi le cansaría a fuerza de ser servil. Pero el momento no era propicio. Había previsto un papel distinto para su mejor apoyo.
—Sois muy exigente, Asher.
—¿Os negáis?
—Rindo culto a la amistad.
—He sido estúpido, pero ignoráis mis posibilidades reales. Hacéis mal burlándoos de mí.
Qadash gesticuló. Con los cabellos blancos en desorden, un echarpe envolviéndole el cuerpo y cubriendo su corpiño de piel de felino, y la nariz llena de venitas a punto de estallar, invocó a las divinidades celestiales, de la tierra y del mundo intermedio, tomándolas como testigos de su infortunio.
—Tranquilízate —exigió Denes molesto—. Toma ejemplo de Chechi.
El químico del pequeño bigote negro estaba sentado en la posición del escriba, en el ángulo más oscuro del comedor, donde los tres hombres habían almorzado, en una atmósfera siniestra. La señora Nenofar seguía intrigando, en palacio, contra Bel-Tran. Sus escasos progresos la hacían cada vez más irritable.
—¿Tranquilizarme? ¿Cómo explicar que hayan rechazado mi candidatura para el puesto de médico en jefe?
—Fracaso provisional.
—Y, sin embargo, habíamos comprado a los mismos facultativos que Nebamon.
—Un mero contratiempo; cuenta conmigo para recordarles nuestro contrato. En la próxima votación no habrá sorpresas desagradables.
—¡Seré médico en jefe, me lo prometiste! Cuando ocupe el cargo, dispondremos de todas las drogas y venenos. Reinar sobre la salud pública es esencial.
—Caerá en nuestras manos, como los demás órganos del poder.
—¿Por qué no actúa el devorador de sombras?
—Pide tiempo.
—¡Tiempo, siempre tiempo! Soy un hombre de edad y quiero aprovecharme de mis nuevas ventajas.
—Tu impaciencia no nos ayudará.
El dentista de cabellos blancos se dirigió a Chechi.
—¡Habla! ¿No debemos apresurarnos?
—Chechi se ve obligado a ocultarse —explicó Denes.
Qadash se indignó.
—¡Creí que sujetábamos las riendas!
—Las sujetamos, pero la posición del general se debilita. El juez Pazair puso objeciones a su informe, y el visir aceptó sus conclusiones.
—¡Otra vez Pazair! Pero ¿cuándo nos libraremos de él?
—El devorador de sombras se ocupa de ello. ¿Por qué precipitarnos cuando el pueblo gruñe cada día más contra Ramsés?
Chechi trasegó una bebida azucarada.
—Estoy cansado —confesó Qadash—. Tú y yo somos ricos. ¿Para qué queremos más?
Los labios de Denes se fruncieron.
—No te comprendo.
—¿Y si renunciáramos?
—Demasiado tarde.
—Denes tiene razón —comentó el químico.
Qadash se dirigió a Chechi.
—¿Has pensado, una sola vez, en ser tú mismo?
—Denes manda, yo obedezco.
—¿Y si te lleva a la perdición?
—Creo en un país nuevo, que sólo nosotros somos capaces de construir.
—Son palabras de Denes, no tuyas.
—¿No estás de acuerdo con nosotros?
—¡Bah!
Qadash, malhumorado, se apartó.
—Estoy de acuerdo con vosotros en que es irritante tener el poder supremo al alcance de la mano y verse obligado a esperar pacientemente —prosiguió Denes—. Pero admitid que no corremos riesgo alguno y que la tela tejida es indestructible.
—¿Me perseguirá Asher durante mucho tiempo todavía? —se inquietó Chechi.
—No puede alcanzarte, está en las últimas.
—Es tozudo y retorcido —objetó Qadash—; ¿acaso no fue a importunarte, a amenazarte incluso? Asher no se hundirá solo. Nos arrastrará en su caída.
—Sin duda, ésa es su intención —admitió Chechi—; pero de nuevo está haciéndose ilusiones. ¿Olvidas que el general no posee clave alguna? Al tomarse por un salvador, se condenó a sí mismo.
—¿Y no lo alentaste tú?
—Comenzaba a resultar molesto.
—Al menos, con él, el juez Pazair tiene un hueso que roer —precisó Denes divertido—. Alentemos un duelo a muerte entre ambos. Cuanto más se acentúe, más ciego estará el juez.
—¿Y si el general intentara un golpe de fuerza contra ti? Sospecha que ocultas a Chechi.
—¿Lo imaginas asaltando mi mansión a la cabeza de un ejército?
Enfadado, Qadash puso mala cara.
—Somos como dioses —aseguró Denes—. Hemos creado un río cuyo curso no podrá interrumpir presa alguna.
Neferet cepillaba al perro. Pazair leía un informe de escriba lleno de faltas. De pronto, su mirada se vio atraída por un extraño espectáculo.
A unos diez metros de él, en el brocal del estanque de los lotos, una urraca se encarnizaba con su presa a picotazos.
El juez dejó el papiro, se levantó y espantó la urraca. Horrorizado, descubrió una golondrina con las alas plegadas y la cabeza ensangrentada. La urraca le había reventado un ojo y desgarrado la frente. El infeliz pájaro, una de las formas que el alma del faraón tomaba para ascender al cielo, estaba todavía recorrido por convulsiones.
—¡Neferet, ven en seguida!
La muchacha acudió. Como Pazair, sentía veneración hacia aquel hermoso pájaro que llevaba dos nombres, «grandeza» y «estabilidad». Sus alegres danzas, en los tintes de oro y naranja del poniente, dilataban el corazón.
Neferet se arrodilló y tomó el ave herida entre sus manos.
El cuerpecito, cálido y suave, se abandonó feliz de encontrar refugio.
—No la salvaremos —deploró.
—No habría debido intervenir.
Pazair se reprochó su ligereza. El hombre no debía interferir en el cruel juego de la naturaleza ni interponerse entre la vida y la muerte.
Las garras del pájaro se hundieron en la carne de Neferet.
Se agarraba a ella como a la rama de un árbol. Pese al dolor, no la abandonó.
Pazair había cometido una falta contra el espíritu, y se sentía desamparado. ¿Era digno de juzgar si infligía inútiles sufrimientos a una golondrina, arrancándola de su destino?
Vanidoso, estúpido, sometía a la tortura al ser que había intentado salvar.
—¿No sería mejor que la matásemos? Si es necesario, yo…
—Eres incapaz de hacerlo.
—Soy responsable de su agonía. ¿Quién podrá concederme aún su confianza?
L
a princesa Hattusa soñaba en otro mundo. Ella, esposa diplomática de Ramsés, ofrecida a Egipto para sellar la paz, era sólo una mujer abandonada.
La riqueza de su harén no la consolaba. Había esperado el amor, la intimidad del faraón, y sufría una soledad más espantosa que la de una reclusa. Cuanto más se diluía su existencia en el agua del Nilo, más odiaba Egipto.
¿Cuándo vería de nuevo la capital del reino hitita, erigida en una altiplanicie, a la salida de un inhóspito paisaje compuesto de barrancos, gargantas y abruptas colinas que sucedían a las áridas estepas? Las montañas ponían la ciudad al abrigo de una invasión. Fortaleza construida por enormes bloques en la cima de una eminencia, dominaba oteros y encajonados valles, símbolo del orgullo y el salvajismo de los primeros hititas, guerreros y conquistadores. Adaptándose al relieve, adhiriéndose a los picos y espolones rocosos, las murallas de la capital, por su mero aspecto, rechazaban al invasor. Hattusa, en su infancia, corría por las empinadas callejas, robaba copas llenas de miel depositadas en las rocas para apaciguar a los demonios, jugaba a la pelota con los muchachos que rivalizaban en fuerza y habilidad.
Allí no contaban las horas.
Ninguna princesa extranjera que hubiera residido en la corte de Egipto, como prenda de alianza y respeto a un tratado, había regresado a su país. Sólo el ejército hitita podía liberarla de aquella prisión con aspecto de paraíso. Ni su padre, ni su familia habían renunciado a apoderarse del delta y del valle del Nilo; los convertirían en una colonia de esclavos y un gigantesco granero. Tenía que socavar sus fundamentos, demoler el edificio desde el interior, debilitar a Ramsés e imponerse como regente. Muchas mujeres habían reinado, en el pasado y eran ellas las que habían inspirado la guerra de liberación contra los nómadas asiáticos, instalados en el norte del país. Hattusa no tenía otra elección; al liberarse a sí misma, concedería a su pueblo la más hermosa de las victorias.