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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (36 page)

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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Neferet estaba sentada junto al estanque de los lotos, donde retozaban algunos paros. Vestía sólo una corta túnica transparente que dejaba los pechos desnudos. Al acercarse, suaves perfumes rodearon a Pazair.

—Acabamos de recibir productos frescos —explicó la muchacha—, y estoy preparando ungüentos y aceites perfumados para los próximos meses. Si por la mañana te faltaran, temería tus reproches.

La voz era divertida. Pazair besó a su esposa en el cuello, se quitó el paño y se sentó en la hierba. A los pies de Neferet había unos recipientes de piedra que contenían olíbano, resma morena y translúcida, que procedían de los árboles de incienso; mirra aglomerada en pequeñas masas rojas, recogida en el país de Punt; gomorresina verde de gálbano, importada de Persia; oscura resma de láudano, comprada en Grecia y en Creta.

Unas redomas contenían varias esencias de flores. La médica utilizaría aceite de oliva, miel y vino para formar sutiles mezclas.

—He dimitido, Neferet. Al menos, ya no tengo nada que temer porque no dispongo de poder alguno.

—¿Cuál es la opinión del visir?

—La única válida: un decreto real no se discute.

—En cuanto Qadash reclame su puesto de médico en jefe, abandonaremos Menfis. ¿El derecho está de su parte, no es cierto?

—Desgraciadamente es verdad.

—No estés triste, amor mío. Nuestro destino está en manos de Dios, no en las nuestras. Se cumple su voluntad, no nuestros deseos. Podemos construir nuestra felicidad. Me siento aliviada; vivir contigo, a la sombra de una palmera centenaria, cuidar a los humildes, tener tiempo para amarnos, ¿no es acaso el mejor de los destinos?

—¿Cómo olvidar a Branir? Y Suti… No dejo de pensar en él. Mi corazón arde y resoplo como un asno.

—Sobre todo, no cambies.

—Ya no podré ofrecerte una gran mansión y tan hermosos vestidos.

—Prescindiré de ellos. Será mejor que me quite éste en seguida.

Neferet hizo resbalar los tirantes por sus hombros. Desnuda, se tendió sobre Pazair. Sus cuerpos se adaptaron a la perfección, sus labios se unieron en un impulso tan apasionado que se estremecieron, a pesar de la suavidad del poniente. La piel satinada de Neferet era un paraíso donde sólo el placer tenía fuerza de ley. Pazair, ebrio, se perdió en ella, comulgando con la ola que los arrastraba.

—¡Más vino! —gritó Qadash.

El criado se apresuró a obedecer. Desde que su dueño había regresado, estaba festejándolo con dos jóvenes sirios. El dentista no volvería a tocar a una mujer. Tras su desventura, sólo sentía una moderada afición por la especie; en adelante, se limitaría a apuestos muchachos extranjeros que, una vez harto, denunciaría a la policía.

Por la noche acudiría a la reunión de los conjurados organizada por Denes. Su carta anónima dirigida a Ramsés había tenido las consecuencias previstas. Cogido en la red, el rey se había visto obligado a ceder a sus exigencias y proclamar una amnistía general en la que, entre muchos otros, el caso del transportista desaparecía. Sin embargo, había un solo punto negro: el eventual regreso del general Asher, que ya no les era de utilidad alguna. Denes sabría librarse de él.

El devorador de sombras penetró en la propiedad de Qadash por el jardín. Caminó sobre los bordes de piedra para no dejar huella alguna de su paso en la enarenada avenida, y se deslizó hacia la cocina. Agachado bajo la ventana, escuchó la conversación de los dos criados.

—Voy a llevarles una tercera jarra de vino.

—¿Debo preparar la cuarta?

—Sin duda alguna. El viejo y los dos muchachos beben más que un regimiento sediento. Voy en seguida, o se pondrá furioso.

El sumiller abrió una jarra procedente de la ciudad de Imau, en el delta, que llevaba la etiqueta «Año cinco de Ramsés». Un vino tinto embriagador, de duradero paladar, que liberaba los instintos. Concluido su trabajo, el hombre salió de la cocina y se alivió contra uno de los muros.

El devorador de sombras lo aprovechó para cumplir su misión. Derramó en la jarra un veneno de extractos vegetales y ponzoña de víbora. Qadash se asfixiaría, su cuerpo se retorcería en convulsiones y moriría acompañado por sus dos amantes extranjeros, que serían probablemente acusados del crimen. Nadie tendría deseo alguno de airear aquel sórdido asunto de costumbres licenciosas.

Mientras el dentista, tras una dolorosa agonía de varios minutos, entregaba el alma al dios de los infiernos, Denes disfrutaba con las caricias de una hermosa nubia de prominentes nalgas y pesados pechos. No volvería a verla, pero se habría aprovechado de ella con su habitual brutalidad. ¿No eran las mujeres animales creados para la satisfacción de los machos?

El transportista echaría en falta a su amigo Qadash. Con él se había comportado de modo irreprochable; ¿no le había proporcionado el puesto de médico en jefe, prometido desde el comienzo de la conjura? Lamentablemente, el dentista había envejecido mucho. Casi senil, cometiendo falta tras falta, se había vuelto peligroso. Y al amenazar con hacer revelaciones al juez Pazair se había condenado a sí mismo. A propuesta de Denes, los conjurados habían solicitado la intervención del devorador de sombras. Ciertamente, deploraban la pérdida del puesto del médico en jefe, pero la dimisión del juez Pazair, que se había propagado rápidamente, colmaba todos sus deseos. Nadie se opondría ya a su éxito.

Se aproximaban las últimas etapas: en primer lugar, apoderarse del puesto de visir; luego, del poder supremo.

CAPÍTULO 35

U
n viento violento barría la necrópolis de Menfis, donde Pazair y Neferet caminaban en dirección a la morada de eternidad de Branir. Antes de abandonar la gran ciudad y partir hacia el sur, querían rendir homenaje a su maestro desaparecido en abominables circunstancias y asegurarle que, pese a sus escasos medios, intentarían hasta el último aliento identificar al asesino.

Neferet se había puesto al talle el cinturón de cuentas de amatista que Pazair le había regalado. Friolero, el ex decano del porche se protegía con un echarpe y un manto de lana.

Se cruzaron con el sacerdote encargado del mantenimiento de la tumba y su jardín; anciano y cauto, recibía un tratamiento correcto del consistorio de Menfis para que velara por el perfecto estado de la sepultura y renovara las ofrendas.

A la sombra de una palmera, el alma del muerto, en forma de pájaro, bebía en el estanque de agua fresca tras haber obtenido de la luz la energía de la resurrección. Paseaba cada día por los alrededores de la capilla para respirar el perfume de las flores.

Pazair y Neferet compartieron el pan y el vino a la memoria de su maestro, que se asociaba a su comida, cuyos ecos repercutían en lo invisible.

—Sed pacientes —recomendó Bel-Tran—. Veros abandonar Menfis es desolador.

—Neferet y yo aspiramos a una vida sencilla y tranquila.

—Ni el uno ni el otro habéis dado todo lo que se esperaba de vosotros —insistió Silkis.

—Oponerse al destino es sólo vanidad.

Para su última velada en Menfis, el juez y la médica habían aceptado la invitación del director de la Doble Casa blanca y de su esposa. Bel-Tran, presa de una crisis de urticaria, se había dejado convencer por Neferet de que cuidara su hígado obstruido y adoptara una mejor higiene de vida. Su herida de la pierna supuraba cada vez con más frecuencia.

—Bebed más agua —recomendó la médica—, y decidle a vuestro futuro terapeuta que os prescriba diuréticos. Vuestros riñones son frágiles.

—Tal vez algún día tenga tiempo para ocuparme de mí mismo. El Tesoro me abruma con reivindicaciones que hay que tratar inmediatamente, sin perder de vista el interés general.

El hijo de Bel-Tran lo interrumpió. Acusó a su hermana de haberle robado el pincel con el que aprendía a trazar hermosos jeroglíficos para llegar a ser tan rico como su padre.

La pelirroja, furiosa al verse acusada, aunque fuera con razón, no había vacilado en abofetearle y provocar una crisis de lágrimas. Silkis, atenta, se llevó a los niños e intentó poner fin al conflicto.

—¡Ya veis, Pazair, necesitamos un juez!

—La investigación sería demasiado difícil

—Parecéis relajado, casi satisfecho —se sorprendió Bel-Tran.

—Es sólo una apariencia; sin Neferet, habría sucumbido a la desesperación. Esta amnistía ha arruinado todas mis esperanzas de ver triunfar la justicia.

—Encontrarme frente a Denes no me divierte en absoluto. Sin vos como decano del porche, temo conflictos.

—Confiad en el visir Bagey; no designará a un incapaz.

—Se murmura que está dispuesto a abandonar su cargo para gozar de un bien merecido retiro.

—La decisión del rey le ha dolido tanto como a mí, y su salud no es muy floreciente. ¿Por qué habrá actuado así Ramsés?

—Cree, sin duda, en las virtudes de la clemencia.

—Su popularidad no ha salido reforzada —estimó Pazair—. El pueblo teme que su poder mágico se debilite y pierda poco a poco el contacto con el cielo. Devolver la libertad a criminales no es digno de un rey.

—Sin embargo, su reinado es ejemplar.

—El faraón ve más lejos que nosotros.

—Eso creía yo, antes de la amnistía.

—Reponeos, Pazair; el Estado os necesita, y también a vuestra esposa.

—Temo ser tan obstinada como mi marido —deploró Neferet.

—¿Qué argumentos utilizar para convenceros?

—El restablecimiento de la justicia.

Bel-Tran llenó personalmente las copas de vino fresco.

—Tras mi partida —rogó Pazair—, ¿tendréis la bondad de prolongar la búsqueda por lo que se refiere a Suti? Kem os ayudará.

—Intervendré ante las autoridades judiciales. ¿No sería más eficaz quedarse en Menfis y trabajar conmigo? La reputación de Neferet es tan grande que su consulta médica nunca estaría vacía.

—Mis capacidades financieras son muy limitadas —confesó Pazair—; pronto me consideraríais molesto e incompetente.

—¿Cuáles son vuestros proyectos?

—Instalarnos en una aldea de la orilla oeste de Tebas.

Silkis, que había acostado a los dos niños, oyó la respuesta de Neferet.

—Renunciad a esa idea, os lo suplico. ¿Vais a abandonar a vuestros enfermos?

—Menfis está llena de excelentes médicos.

—Pero vos sois el mío y no deseo cambiar.

—Entre nosotros no debe existir ninguna dificultad de orden material —dijo Bel-Tran—. Sean cuales sean vuestras necesidades, Silkis y yo nos comprometemos a satisfacerlas.

—Tenéis todo nuestro agradecimiento, pero ya no estoy en condiciones de ocupar un lugar elevado en la jerarquía. Mi ideal se ha derrumbado; mi único deseo es entrar en el silencio. La tierra y los animales no mienten; gracias al amor de Neferet, espero que las tinieblas sean menos espesas.

La solemnidad de estas palabras puso fin a la discusión. Ambas parejas evocaron la belleza del jardín, la delicadeza de los floridos amates y la calidad de los alimentos, olvidando el peso del porvenir.

—¿Cómo te encuentras, querida? —preguntó Denes a su esposa, tendida en unos almohadones.

—Muy bien.

—¿Qué ha encontrado el médico?

—Nada, porque no estoy enferma.

—No comprendo…

—¿Conoces la fábula del león y la rata? La fiera había atrapado al roedor y se disponía a devorarlo. Su presa le suplicó que lo respetara; ¿cómo podía satisfacerle siendo tan pequeño? Tal vez cierto día pudiera ayudarle a salir de un mal paso. El león se mostró clemente. Algunas semanas más tarde, los cazadores capturaron al gran felino y lo encerraron en una red. La rata royó la malla, liberó al león y se alojó en su melena.

—Todos los escolares conocen esta historia.

—Habrías debido recordarla cuando te acostaste con Tapeni.

El rostro cuadrado del transportista se contrajo.

—¿Qué estás imaginando?

La señora Nenofar, altiva, se incorporó. La dominaba una fría cólera.

—Tras haber sido tu amante, esa zorra se comporta como la rata de la fábula. ¡Pero es también el cazador! Sólo ella puede librarte de la red donde te ha encerrado. ¡Un chantaje! ¡Somos victimas de un chantaje por culpa de tu infidelidad!

—Exageras.

—No, mi buen marido. La respetabilidad es un bien precioso; tu amante tiene una lengua tan larga que arruinará fácilmente nuestra reputación.

—Haré que se calle.

—La subestimas. Será mejor que le demos lo que desea, sino, ambos quedaremos en ridículo.

Denes paseaba nervioso por la habitación.

—Pareces olvidar, querido, que el adulterio es una falta grave, un verdadero vicio que la ley castiga.

—No fue más que un pequeño descarrío.

—¿Cuántas veces lo has repetido?

—Divagas.

—Una noble señora de tu brazo en las recepciones y jovencitas en la cama. Es demasiado, Denes. Quiero divorciarme.

—¡Estás loca!

—Muy al contrario, absolutamente cuerda. Conservaré el domicilio conyugal, mi fortuna personal, el patrimonio que aporté y mis tierras. A causa de tu mala conducta, el tribunal te condenará a pasarme una pensión alimenticia, completada con una multa.

El transportista apretó los dientes.

—Tus bromas no me divierten.

—Te espera un porvenir difícil, querido.

—No tienes derecho a destruir nuestra existencia; ¿acaso no hemos vivido juntos nuestros más hermosos años?

—Pero ¿tienes algún sentimiento?

—Somos cómplices desde hace mucho tiempo.

—Tú has quebrado nuestra alianza. El divorcio es la única solución.

—¿Imaginas el escándalo?

—Lo prefiero al ridículo. Te perjudicará a ti, a mí no; yo apareceré, con razón, como una victima.

—Es una actitud insensata. Acepta mis excusas y sigamos poniendo buena cara.

—Me has ultrajado, Denes.

—No era mi intención, ya lo sabes. Somos socios, querida; si me arruinas, corres hacia tu perdición. Nuestros asuntos están tan mezclados que es imposible una ruptura brutal.

—Los conozco mejor que tú. Tú pasas el tiempo presumiendo, yo trabajando.

—No olvides que me esperan altos destinos. ¿No deseas compartirlos?

—Sé más claro.

—Esto sólo es una tormenta, querida; ¿qué pareja no las vive?

—Me creí al abrigo de ese tipo de intemperies.

—Hagamos una tregua para evitar cualquier precipitación. Nos perjudicaría. Un roedor como la tal Tapeni se sentiría muy feliz socavando un edificio pacientemente construido.

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