Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Mi patrona lo sabe.
Era la primera vez que Neferet entraba en aquel lugar de placer, cuya decoración y perfumes incitaban al abandono de los sentidos. Para lograrlo, Sababu había desplegado un gusto recargado, pero eficaz. Las cortesanas tenían que seducir fácilmente a los visitantes sedientos de amor.
La propietaria no hizo aguardar a la médica que la había cuidado en Tebas.
—Me siento feliz de recibiros. ¿No teméis por vuestra reputación?
—Me es indiferente.
—Vos me curasteis, Neferet. Desde que sigo al pie de la letra vuestro tratamiento, mis reumatismos casi han desaparecido. Parecéis tan tensa, tan preocupada… ¿Os ofusca este lugar?
—Una de vuestras sirvientas ha sido violada del modo más innoble.
—Creí que ese crimen ya no existía en Egipto.
—Una niña nubia, a la que he curado en el hospital. El cuerpo se restablecerá, pero tal vez no lo olvide nunca. Me ha hecho una descripción del agresor y afirma que vos conocéis su nombre.
—¿Si os lo doy, tendré que comparecer en el proceso?
—Sin duda.
—La discreción es mi única religión.
—Como queráis, Sababu.
La médica se alejó.
—¡Tenéis que comprenderme, Neferet! Si comparezco, descubrirán que estoy en situación ilegal.
—Sólo me importa la mirada de esa niña.
Sababu se mordió los labios.
—¿Me ayudará vuestro marido a conservar esta casa?
—¿Cómo puedo prometéroslo?
—El criminal se llama Qadash. Se arrojó sobre la pequeña aquí mismo. Estaba borracho y violento.
Sombrío y huraño, Pazair caminaba de un lado a otro.
—No sé cómo darte la mala noticia, Neferet.
—¿Tan grave es?
—¡Una injusticia, una monstruosidad!
—Precisamente debo hablarte de un monstruo. Tienes que detenerlo inmediatamente.
Pazair se aproximó y tomó entre sus manos el rostro de Neferet.
—Has llorado.
—Es muy serio, Pazair. He investigado, y tú debes decidir.
—Qadash ha sido elegido médico en jefe del reino. Acaban de entregarme el acta oficial.
—Qadash es un asesino de la peor especie: ha violado a una niña virgen.
E
fraim y Asher descansaron antes de cruzar la frontera del sur rodeando Elefantina. Eligieron una gruta, donde pasaron una noche tranquila tras haber puesto el carro a cubierto. El general conocía el emplazamiento de las guarniciones y sabría deslizarse entre las mallas de la red. Luego disfrutaría de su fortuna en Libia, con su amigo Adafi, y entrenaría a los beduinos, que sembrarían la inseguridad en Egipto. Si el porvenir se anunciaba risueño, ¿por qué no estudiar una invasión del delta y la conquista de las mejores tierras del noroeste?
Asher sólo vivía para perjudicar a su país de origen. Obligándolo a huir, el juez Pazair había creado un enemigo cuya astucia y obstinación serían más destructoras que todo un ejército. El general se durmió mientras su cómplice montaba la guardia.
Con el odre en la mano derecha, Suti se arrastraba sobre la roca que dominaba la entrada de la gruta. Arañándose el pecho, avanzaba trabajosamente, cuidando de no hacer rodar un guijarro que descubriera su presencia. Pantera lo observaba angustiada. ¿Sería lo bastante rápido como para sacar el nido sin que le picaran, bastante hábil para arrojarlo al interior de la caverna? Suti no tendría una segunda oportunidad.
Llegado al extremo de la roca, se concentró. Boca abajo, recuperó el aliento y aguzó el oído. No se oía nada. Arriba, en el cielo, un halcón volaba en círculos. Suti sacó el tapón, movió el brazo como un balancín y soltó el nido hacia la guarida de sus enemigos.
Un zumbido infernal quebró la calma del desierto. Efraim salió de la gruta. El barbudo estaba rodeado de furiosas avispas. Torpe, titubeante, intentaba en vano apartarlas. Víctima de un centenar de picaduras, cayó, se llevó las manos a la garganta y murió ahogado.
Asher había tenido el reflejo de esconderse debajo del carro y no moverse. Cuando las avispas hubieron desaparecido, salió de la gruta espada en mano. Frente a él se encontraban Suti, Pantera y el mastín.
—Tres contra uno… ¿Os falta valor?
—¿Cómo se atreve un cobarde a hablar de valor?
—Tengo mucho oro. ¿No os interesa la fortuna a ti y a tu amante?
—Voy a matarte, Asher, y me apoderaré de tu oro.
—Estás soñando. Tu perro ha perdido su agresividad, y tú no vas armado.
—Un nuevo error, general.
Pantera recogió el arco y las flechas y los entregó a Suti.
Asher retrocedió; su rostro de roedor se contrajo.
—Si me matas, te perderás en el desierto.
—Pantera es una guía excelente. Y también yo me acostumbro al lugar. Sobreviviremos, no te quepa duda.
—Un ser humano no tiene derecho a levantar la mano contra otro ser humano. No te atreverás a matarme.
—¿Puede alguien creer que aún eres un ser humano?
—La venganza envilece. Haciéndote culpable de un crimen serás condenado por los dioses.
—Crees en ellos tanto como yo. Si existen, me estarán agradecidos por haber eliminado a la más venenosa de las víboras.
—El cargamento del carro es sólo una parte de mi tesoro. Ven conmigo y serás más rico que un noble tebano.
—¿Para ir dónde?
—A Libia, con Adafi.
—Me empalaría.
—Te presentaré como a mi amigo más fiel.
Pantera estaba detrás de Suti. El muchacho la sintió acercarse. ¡Libia, su país! ¿No la seduciría la proposición del general Asher? Regresar con Suti a su casa, tenerlo para ella sola, vivir en la abundancia… ¿Cómo resistir tantas tentaciones? Sin embargo, no se volvió. ¿No prefieren los traidores herir por la espalda?
Pantera tendió una flecha a Suti.
—Te equivocas —prosiguió Asher con voz sibilante—. Hemos nacido para entendernos. Eres un aventurero, como yo; Egipto nos asfixia, necesitamos horizontes más amplios.
—Te vi torturar a un egipcio, un hombre indefenso que estaba muerto de miedo, y no manifestaste la menor piedad.
—Quería obtener su confesión. Amenazaba con denunciarme. Tú te habrías comportado como yo.
Suti tensó su arco y disparó. La flecha se clavó entre ambos ojos.
Pantera se colgó del cuello de su amante.
—¡Te amo y somos ricos!
Kem había detenido a Qadash en su propia casa, a la hora del almuerzo. Leyó el acta de acusación y le ató las manos. El dentista, con la cabeza pesada y la mirada perdida, protestó débilmente. Fue llevado en seguida ante el juez Pazair.
—¿Reconocéis vuestra fechoría?
—¡Claro que no!
—Los testigos os han identificado.
—Entré en la casa de cerveza de Sababu, empujé a unas mozas desagradables y me marché casi en seguida. Ninguna me gustaba.
—La declaración de Sababu es muy distinta.
—¿Quién puede creer a esa vieja prostituta?
—Violasteis a una niña nubia que servía en casa de Sababu.
—¡No es cierto! Que esa mentirosa se atreva a afirmarlo ante mí.
—Vuestros jueces decidirán.
—No tendréis la intención de…
—El proceso se celebrará mañana.
—Quiero regresar a casa.
—Os niego la libertad provisional. Podríais agredir a otra niña. Kem se encargará de vuestra seguridad en el puesto de policía.
—¿Mi… seguridad?
—Todo el barrio desea acabar con vos.
Qadash se agarró al juez.
—¡Tenéis el deber de protegerme!
—Lamentablemente, es cierto.
La señora Nenofar fue al taller de tejido con la firme intención de obtener, como de costumbre, las mejores telas y hacer palidecer así de rabia a sus rivales. ¡Cuántas horas exaltantes la esperaban confeccionando personalmente los suntuosos vestidos que llevaría con incomparable elegancia!
Con sus ojos pícaros y sus aires de superioridad, Tapeni la irritaba; pero conocía a la perfección su oficio y le procuraba tejidos sin defecto alguno. Gracias a ella, Nenofar marcaba la moda.
Tapeni lucía una curiosa sonrisa.
—Necesito lino de primera calidad —exigió Nenofar.
—Será difícil.
—¿Perdón?
—A decir verdad, imposible.
—¿Qué mosca os ha picado, Tapeni?
—Sois muy rica, yo no.
—¿No os he pagado siempre?
—Ahora exijo más.
—Un aumento durante el año… no es muy correcto, pero lo acepto.
—Lo que quiero venderos no es una tela.
—¿Qué es?
—Vuestro marido es un hombre conocido, muy conocido.
—¿Denes?
—Tiene que mostrarse irreprochable.
—¿Qué insinuáis?
—La alta sociedad es cruel. Si uno de sus miembros es considerado culpable de inmoralidad, pierde en seguida su influencia e, incluso, su fortuna.
—¡Explicaos!
—No os pongáis nerviosa, Nenofar; si sois razonable y generosa, vuestra posición no se verá amenazada. Os basta con comprar mi silencio.
—¿Qué sabéis que sea tan comprometedor?
—Denes no es un marido fiel.
Nenofar creyó que el techo del taller caía sobre su cabeza. Si Tapeni tenía la menor prueba de lo que estaba diciendo, si lo hacía correr entre la nobleza tebana, la esposa del transportista caería en el ridículo y ya nunca se atrevería a mostrarse en la corte o en una recepción cualquiera.
—¡Estáis inventándolo!
—No os arriesguéis, lo sé todo.
Nenofar no titubeó. La honorabilidad era su bien más precioso.
—¿Qué exigís a cambio de vuestro silencio?
—Los beneficios de una de vuestras propiedades agrícolas y, en cuanto sea posible, una hermosa mansión en Menfis.
—¡Es exorbitante!
—¿Podéis imaginaros como una mujer burlada, queréis que el nombre de la amante de Denes esté en todos los labios?
Aterrorizada, la señora Nenofar cerró los ojos. Tapeni sentía un gozo salvaje. Haber compartido una sola vez el lecho de Denes, amante mediocre y despectivo, le abría el camino de la fortuna. Mañana sería una gran dama.
Qadash estaba fuera de sí. Exigía su liberación inmediata, seguro de que Denes había despejado ya todos los obstáculos. Pasada la borrachera, el dentista alegaba sus nuevas funciones para salir de la celda.
—Tranquilizaos —exigió Kem.
—¡Deferencia, amigo mío! ¿Sabéis con quién estáis hablando?
—Con un violador.
—Es inútil utilizar grandes palabras.
—La simple y horrible verdad, Qadash.
—Si no me soltáis, tendréis graves problemas.
—Voy a abriros esta puerta.
—Por fin… No sois tan estúpido, Kem. Sabré mostrarme agradecido.
Cuando el dentista respiraba ya el aire de la calle, el nubio le asió por el hombro.
—Buenas noticias, Qadash: el juez Pazair ha reunido al jurado antes de lo previsto. Os llevo al tribunal.
Cuando Qadash descubrió a Denes entre los miembros del jurado, supo que estaba salvado. Reinaba una atmósfera grave y tensa bajo el porche, ante el templo de Ptah, donde Pazair había convocado el tribunal. Una numerosa multitud, alertada por los rumores, deseaba asistir al proceso. La policía la mantuvo en el exterior del edificio de madera, formado por un techo y delgadas columnas; en su interior se encontraban los testigos y los jurados, seis hombres y seis mujeres de edad y condición diferentes. Pazair, vestido con un paño a la antigua y una corta peluca, parecía presa de viva emoción.
Tras haber colocado el debate bajo la protección de la diosa Maat, leyó el acta de acusación.
—El dentista Qadash, médico en jefe del reino, residente en Menfis, es acusado de haber violado, ayer de madrugada, a una niña que trabaja como sirvienta en casa de Sababu. La víctima, actualmente hospitalizada, no desea comparecer y será representada por la doctora Neferet.
Qadash se sintió aliviado. No podía esperar una eventualidad mejor. ¡Él se enfrentaba con los jueces, la empleada de la cortesana los rehuía! Además de a Denes, el dentista conocía a otros tres miembros del jurado, personalidades influyentes que hablarían en su favor. No sólo saldría absuelto del tribunal, sino que atacaría a Sababu y obtendría una indemnización.
—¿Reconocéis los hechos? —preguntó Pazair.
—Los niego.
—Que testimonie Sababu.
Las miradas se dirigieron a la célebre dueña de la casa de cerveza más afamada de Egipto. Unos la creían muerta, otros en la cárcel. Demasiado maquillada, pero soberbia y con la frente alta, avanzó con seguridad.
—Os recuerdo que el falso testimonio es castigado con graves penas.
—El dentista Qadash estaba borracho. Forzó mi puerta y se lanzó sobre la más joven de mis sirvientas nubias, cuyo único papel es ofrecer a los clientes pasteles y bebida. Si yo no hubiera intervenido para echarle fuera, habría violentado a la pequeña.
—¿Estáis segura?
—¿Os parece suficiente prueba un sexo en erección?
La concurrencia murmuró. La brutalidad del lenguaje escandalizó al jurado.
Qadash pidió la palabra.
—Esta persona está en situación irregular. Mancilla cada día el nombre de Menfis. ¿Por qué la policía y la justicia no se encargan de esta prostituta?
—No estamos procesando a Sababu, sino a vos. Además, vuestra moralidad no os impidió acudir a su casa y agredir a una niña.
—¿Quién no ha tenido un momento de extravío?
—¿La sirvienta nubia fue violada en vuestro establecimiento? —preguntó Pazair a Sababu.
—No.
—¿Qué ocurrió después de la agresión?
—Tranquilicé a la pequeña, que reanudó su trabajo y se marchó a su casa al amanecer.
Después de Sababu intervino Neferet, quien describió el estado físico de la niña después del drama. No le ahorró detalle alguno a la concurrencia, horrorizada ante tanto salvajismo.
Qadash intervino de nuevo.
—No pongo en duda las afirmaciones de mi excelente colega, y deploro la desgracia de esa pequeña, pero ¿qué tienen que ver conmigo?
—Recuerdo que el único castigo aplicable a una violación es la pena de muerte —declaró Pazair con gravedad—. Doctora Neferet, ¿tenéis pruebas formales de que Qadash es culpable?
—La descripción dada por la víctima corresponde.
—Recuerdo a mi vez —intervino Qadash—, que la doctora Neferet intentó obtener el cargo de médico en jefe. Fracasó y, sin duda, siente por ello cierto despecho. Además, no le corresponde a ella realizar una investigación. ¿Tomó el juez Pazair declaración a la niña?