Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
Las aclamaciones saludaron la aparición del sumo sacerdote en el umbral de la inmensa sala con columnas construida por Ramsés. A él le tocaba, ahora, abrir el camino con su bastón de oro y gobernar un pacifico ejército, consagrado a la gloria de Amón.
Pazair dio un respingo.
—Increíble.
—¿Lo conoces? —preguntó Suti.
—Es Kani, el jardinero.
C
uando recibió el homenaje de los dignatarios en el gran patio, Kani se detuvo largo rato ante Pazair. El juez se inclinó.
En su intercambio de miradas, ambos hombres compartieron una profunda alegría.
—Me gustaría consultaros lo antes posible.
—Os recibiré esta misma noche —prometió Kani.
El palacio del sumo sacerdote, próximo a la entrada del templo, era una maravilla de arquitectura y decoración. La belleza de las pinturas, que glorificaban la presencia divina en la naturaleza, encantaba la mirada. Kani recibió a Pazair en su gabinete particular, que ya estaba lleno de papiros. Calurosos, se dieron un abrazo.
—Me siento feliz por Egipto —declaró el juez.
—¡Deseo que tengáis razón! Branir estaba destinado a la función que ocupo. Sabio entre los sabios, ¿quién podrá igualarlo? Honraré su memoria cada mañana y se presentarán ofrendas a su estatua instalada en el templo.
—Ramsés no se ha equivocado.
—Me gusta este lugar, es cierto, como si siempre hubiera vivido aquí. Estoy aquí gracias a vos.
—Mi ayuda fue mínima.
—Decisiva. Os noto preocupado.
—Mi investigación resulta muy ardua.
—¿Cómo puedo ayudaros?
—Deseo investigar en el templo de Coptos, con la esperanza de encontrar el origen del hierro celeste entregado al químico Chechi, cómplice del general Asher. Para inculpar al primero y probar la complicidad del segundo, necesito seguir el hilo. Sin vuestra autorización, es imposible.
—¿Son algunos sacerdotes cómplices de los criminales?
—No puede excluirse.
—No eludiremos la dificultad. Dadme una semana.
Pazair, con el cuerpo absolutamente afeitado, se alojó en una casita cercana al lago sagrado de Karnak y participó en los ritos como «sacerdote puro». Escribió a Neferet cada día explicándole el esplendor y la paz del templo. Suti, que no aceptaba sacrificar sus largos cabellos, se refugió en casa de una amiga a la que había encontrado presenciando unas justas náuticas. La bella no se había casado todavía, y soñaba con Menfis; él se consagró en cuerpo y alma a distraerla.
En la fecha prevista, el sumo sacerdote recibió a ambos amigos en su sala de audiencias. Kani ya había cambiado; si los rasgos del antiguo jardinero, especialista en plantas medicinales, seguían marcados por el sol y surcados por profundas arrugas, el aspecto se había hecho majestuoso. Al elegirlo, Ramsés había adivinado al pontífice bajo el hombre humilde. No necesitaría adaptación alguna. En tan pocos días, Kani se había imbuido ya de su función.
Pazair le presentó a Suti, quien se sentía muy incómodo en aquel austero lugar.
—Efectivamente, es preciso investigar en Coptos —declaró el sumo sacerdote—. Los especialistas en metales preciosos y minerales raros dependen del superior del templo, que había sido minero y, luego, policía del desierto. Si alguien puede aclararos el origen de ese hierro celeste, él es la persona indicada. Coptos es el punto de partida de todas las grandes expediciones a las minas y a las canteras.
—¿Puede estar implicado?
—Según los informes que me han sometido, no. Vigila tanto como es vigilado, y se ocupa de la entrega de materiales preciosos al conjunto de los templos de Egipto. Ninguna falta en veinte años. En especial, es responsable de la pista del oro. Sin embargo, he preparado una orden por escrito que os permitirá acceder a los archivos del templo. A mi modo de ver, el fraude se produce en otra parte; ¿no sería necesario tratar con los mineros y los prospectores?
Un viento violento agitaba los negros cabellos de Suti; de pie en la proa del barco que bogaba hacia Menfis, no se tranquilizaba, indignándose ante la tranquilidad de Pazair.
—Coptos, el desierto, los tesoros de la arena… ¡Qué locura!
—Con el documento que Kani me entregó puedo registrar de cabo a rabo el templo de Coptos.
—¡Absurdo! Los ladrones de esas características no son tan estúpidos como para dejar huellas de su fechoría.
—Tu opinión me parece sensata. Así pues…
—Así pues, tendremos que jugar a los héroes y partir a la aventura, acompañados por individuos sin fe ni ley, que no vacilan en despanzurrar a su prójimo por una pepita. Antaño, la experiencia me habría tentado, pero estoy casado y…
—¡Te has vuelto un pequeño burgués!
—Me gustaría gozar un poco más de la fortuna de la señora Tapeni, a cambio de mis buenos y leales servicios. Además, ¿no me pediste que obtuviera más información?
—No eres un hombre hecho para vivir a expensas de una dama.
—¡Envía a tu nubio!
—Lo identificarían en seguida. Yo voy a seguir esta pista.
—¡Estás loco! No resistirás dos días.
—Sobreviví al penal.
—Los buscadores de minerales están acostumbrados a morirse de sed, a soportar el más ardiente de los soles y a luchar contra escorpiones, serpientes y bestias salvajes. ¡Olvida esta tontería!
—La verdad es mi oficio, Suti.
Neferet fue llamada urgentemente a la cabecera de Nebamon. Aunque tres médicos se ocuparan permanentemente de él, el enfermo acababa de entrar en coma.
Viento del Norte
aceptó servir de montura; a buen paso, el asno tomó la dirección de la mansión del médico en jefe.
En cuanto Neferet llegó, Nebamon recuperó el conocimiento. Sufría del estómago, se quejaba de dolores en el brazo y el pecho. «Crisis cardiaca», diagnosticó Neferet. Posó la mano en su pecho y le magnetizó hasta que el dolor desapareció. Hizo cocer una raíz de brionia en aceite y completó la poción con hojas de acacia, higos y miel.
—Lo beberéis cuatro veces por día —recomendó.
—¿Cuánto tiempo me queda por vivir?
—Vuestro caso es serio.
—No sabéis mentir, Neferet. ¿Cuánto tiempo?
—Sólo Dios es dueño de nuestro destino.
—¡Me importan un pimiento las hermosas frases! Tengo miedo de morir, quiero saber cuántos días me quedan para hacer que vengan mozas y beber vino.
—Vos elegís.
Nebamon, con la tez muy pálida, la agarró del brazo.
—¡No dejo de mentir, Neferet! Os quiero a vos. Besadme, os lo suplico. Una vez, sólo una vez…
Ella se soltó sin brusquedad.
El rostro de Nebamon se cubrió de sudor.
—El juicio del más allá será severo. Mi existencia fue mediocre, pero he tenido la suerte de dirigir el más ilustre de los cuerpos médicos. Sólo me falta una mujer, una verdadera mujer, que me habría hecho menos malo. Antes de enfrentarme a Osiris, ayudaré a Pazair, el que me venció. Decidle que Qadash compraba mi testimonio con amuletos, piezas excepcionales de las que se encarga su antiguo intendente. Para pagar semejante precio, el asunto debe de ser enorme. Enorme…
Fueron las últimas palabras del médico en jefe Nebamon, que murió devorando a Neferet con los ojos.
Pazair recordó el corrompido intendente del dentista Qadash; de hecho, ya se había visto implicado en el tráfico de esos objetos que tanto gustaban a su propio patrón. ¿No se cambiaba acaso un hermoso amuleto de lapislázuli por un cesto lleno de pescado fresco? Vivos y muertos deseaban la protección mágica contra las fuerzas de las tinieblas. En forma de ojo completo, de pierna, de mano, de escalera hacia el cielo, de instrumentos, de loto o de papiro, representando algunas divinidades, los amuletos eran receptáculos de energía positiva. Muchos egipcios, sin distinción de edad o de clase social, los llevaban de buena gana al cuello, en contacto directo con la piel.
La persona de Qadash adquiría relieve. Pazair lanzó pues su administración tras las huellas de su ex intendente. Las investigaciones fueron rápidas e instructivas. El hombre había obtenido un empleo similar en una gran propiedad del Medio Egipto. Una propiedad que pertenecía a un excelente amigo de Qadash, el transportista Denes.
Durante la audiencia semanal que el visir concedía a sus más próximos colaboradores, se debatían numerosos temas.
Bagey apreciaba las intervenciones concisas y detestaba a los charlatanes. Sus propias conclusiones eran breves y sin apelación. Un escribano las registraba, y otro las transformaba en decisiones administrativas, en las que el visir ponía su sello.
—¿Propuestas, juez Pazair?
—Sólo una: que se sustituya al jefe de policía. Mentmosé es indigno de sus funciones. Las faltas que ha cometido son demasiado graves para ser perdonadas.
El secretario del visir se rebeló.
—Mentmosé ha prestado grandes servicios al país. Ha sabido mantener el orden con una conciencia ejemplar.
—El visir conoce mis argumentos —precisó Pazair—. Mentmosé ha mentido, ha falsificado expedientes y se ha burlado de la justicia. Sólo el antiguo decano del porche ha sido castigado; ¿por qué su cómplice debe quedar sin castigo?
—¡El jefe de policía no puede ser un ingenuo corderito!
—Ya basta —intervino el visir—. Los hechos son conocidos y probados, el expediente no tiene ambigüedad alguna. Leed, escribano.
Las acusaciones eran abrumadoras. Pazair, sin miramientos, había puesto de relieve las villanías de Mentmosé.
—¿Quién desea que Mentmosé conserve su puesto? —preguntó el visir tras haber oído los cargos.
Ninguna voz se levantó en favor del policía.
—Mentmosé queda destituido —decidió el visir—. Si desea apelar, comparecerá ante mí. Si se le reconoce culpable de nuevo, irá a presidio. Procedamos inmediatamente a la designación de su sucesor. ¿A quién proponéis?
—A Kem —declaró Pazair con voz pausada.
—¡Escandaloso! —protestó uno de los escribanos.
Hubo otras oposiciones.
—Kem tiene una larga experiencia —insistió Pazair—. Ha sufrido en su propia carne lo que considera una injusticia, pero siempre se mantuvo al lado del orden. Ciertamente, no le gusta demasiado la humanidad, pero lleva a cabo su oficio como un sacerdocio.
—Un nubio de baja extracción, un…
—Un hombre de acción, sin ilusiones. Nadie conseguirá corromperlo.
El visir interrumpió la discusión.
—Kem es nombrado jefe de policía de Menfis. Si alguien se opone, que presente sus argumentos ante mi tribunal. Si los considero inaceptables, será condenado por injuria. Se levanta la sesión.
Ante el decano del porche, Mentmosé entregó a Kem el bastón de marfil coronado por una mano, que simbolizaba el poder del jefe de policía, y un amuleto en forma de media luna en la que estaban grabados un ojo y un león, emblemas de la vigilancia. Pese a su nombramiento, el nubio se había negado a cambiar el arco, las flechas, la espada y el garrote por unas ropas de notable.
Kem no le dio las gracias a Mentmosé, al borde de la apoplejía. No se pronunció discurso alguno. El nubio, desconfiado, probó en seguida el sello por miedo a que el antiguo jefe de policía lo hubiera falsificado.
—¿Estáis satisfecho? —preguntó Mentmosé con voz nasal.
—Soy testigo de la observancia del decreto promulgado por el visir —repuso Pazair sereno—. Como decano del porche, levanto acta de la transferencia de las atribuciones.
—¡Vos convencisteis a Bagey para que me destituyera!
—El visir ha cumplido con su deber. Vuestras faltas os condenan.
—Habría tenido que…
Mentmosé no se atrevió a pronunciar la palabra que le abrasaba los labios. La mirada del nubio se lo impidió.
—Una amenaza de muerte es un delito —declaró severo.
—No he dicho nada de eso.
—No intentéis nada más contra el juez Pazair. De lo contrarío, intervendré.
—Vuestro personal os espera —precisó el juez—; haríais bien abandonando Menfis en seguida.
Nombrado superintendente de pesca en el delta, Mentmosé residiría ahora en una pequeña ciudad costera donde no se fomentaba más conjura que el cálculo del precio del pescado, según su tamaño y su peso.
Buscó una respuesta hiriente, pero la visión del nubio, hierático, le cortó la inspiración.
Kem había metido su mano de justicia y su amuleto oficial en un arcón de madera, bajo su colección de puñales asiáticos. Delegando las tareas administrativas en escribas acostumbrados a tan aburrido ejercicio, cerró la puerta del despacho de Mentmosé, decidido a hacer en él muy cortas apariciones. La calle, los campos, la naturaleza eran sus dominios predilectos y seguirían siéndolo; no se detenía a los culpables leyendo hermosos papiros. De modo que le alegraba viajar en compañía de Pazair.
Desembarcaron en Hermópolis, la ciudad sagrada del dios Thot, dueño de la lengua sagrada; cabalgando en asnos especializados en el transporte de notables, atravesaron una espléndida y apacible campiña. Era época de siembra. Tras el descenso de las aguas, la tierra, enriquecida por el limo, se ofrecía a los arados y las azadas que quebraban las pellas.
Los sembradores, con el cuello y la cabeza adornados de flores, arrojaban semillas en el suelo, vaciando con amplio gesto sus pequeñas bolsas de fibras de papiro. Después, corderos, bueyes y cerdos pisotearían las semillas y las hundirían.
A veces, el labrador encontraba un pez prisionero en un charco. Los carneros conducían sus rebaños hacia los buenos terrenos; si era necesario, sus guardianes manejaban un azote de cuero, cuyo chasquido devolvía a los indisciplinados al buen camino. Una vez cubierta, la semilla, de acuerdo con un proceso alquímico análogo a la muerte y resurrección de Osiris, convertiría Egipto en una tierra fértil y rica.
La propiedad de Denes era inmensa. La servían tres aldeas. En la mayor, Pazair y Kem bebieron leche de cabra y degustaron un yogur salado y cremoso, conservado en jarras. Lo extendieron en rebanadas de pan y le añadieron finas hierbas. Los campesinos utilizaban el alumbre, procedente del oasis de Khargeh, para cuajar la leche sin agriarla y preparar quesos muy apreciados.
Saciados, ambos hombres caminaron hasta la enorme granja de Denes, compuesta por varios edificios, silos para grano, bodega, prensa, establos, caballerizas, corral, panadería, matadero y talleres. Tras haberse lavado los pies y las manos, el juez y el policía exigieron ver al intendente de la propiedad. Un palafrenero fue a buscarlo a las caballerizas.