Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
Pazair no se había preocupado por la elegancia: peluca corta, torso desnudo y paño corto, que le hacían parecer un austero escriba del tiempo de las pirámides. La única concesión a su época era una delantera plisada que apenas atenuaba la austeridad de sus ropas. El hombre correspondía a su reputación de rigor. Jugadores inveterados apostaban sobre el día en que, como todos, cedería ante la corrupción. Otros se divertían menos pensando en los extensos poderes de un decano del porche, cuya juventud, algo incongruente, lo arrastraría fatalmente a ciertos excesos. Y se criticaba la decisión del viejo visir, cada vez más ausente y más dispuesto a delegar parcelas de su autoridad. Muchos cortesanos insistían para que Ramsés lo sustituyera por un administrador experimentado y activo.
Neferet no provocó los mismos debates. Llevaba una simple diadema de flores en el pelo, un ancho collar ocultando sus pechos, ligeros pendientes en forma de loto, brazaletes en las muñecas y en los tobillos, y un largo vestido de lino transparente que revelaba sus formas más que ocultarlas. Contemplarla encantó a los más hastiados y endulzó a los más agrios. Añadía a su juventud y belleza el brillo de una inteligencia tan viva que se expresaba, sin desdén, en su risueña mirada. Nadie se engañó; su encanto no excluía una fuerza de carácter que pocos seres conseguirían quebrantar. ¿Por qué se había encaprichado de un pequeño juez cuyo aspecto severo no era en absoluto una garantía para el porvenir? Había obtenido un alto puesto, pero no sería capaz de ocuparlo por mucho tiempo. El amorío se extinguiría y Neferet elegiría un partido más brillante. Donde el infeliz médico en jefe Nebamon había fracasado, otro tendría éxito. Algunas señoras importantes, ya de cierta edad, deploraron la audaz vestimenta de la esposa de un alto magistrado, pero ellas ignoraban que Neferet no tenía más vestidos que ponerse.
El decano del porche y su esposa se colocaron junto al visir. Los sirvientes se apresuraron a servirles lonchas de buey asado y un exquisito vino tinto.
—¿Está enferma vuestra esposa? —preguntó Neferet.
—No, no sale nunca. Su cocina, sus hijos y su apartamento en el centro de la ciudad le bastan.
—Casi me avergüenza haber aceptado una mansión tan grande —confesó Pazair.
—Haríais mal. He rechazado la propiedad que el faraón atribuye al visir porque detesto el campo. Hace cuarenta años que vivo en el mismo lugar, y no tengo intención de trasladarme. Me gusta la ciudad. El aire libre, los insectos, la campiña no me dicen nada, e incluso me molestan.
—Sin embargo, como médico —recordó Neferet—, os aconsejo que caminéis lo más a menudo posible.
—Voy a pie a mi despacho y luego regreso.
—Necesitaríais más descanso.
—En cuanto se estabilice la situación de mis hijos, reduciré mis horas de trabajo.
—¿Preocupaciones?
—Por mi hija no. Una simple decepción; había entrado como aprendiza de tejedora en el templo de Hathor, pero no ha apreciado una existencia con la jornada acompasada por los rituales. Ha sido contratada como contable de granos en una granja y hará carrera. Mi hijo es más difícil de manejar; el juego de damas lo apasiona, y pierde en él la mitad de su salario de comprobador de ladrillos cocidos. Afortunadamente, vive en casa y su madre lo alimenta. Si cuenta con mi posición para mejorar la suya, se equivoca. No tengo derecho a ello ni lo deseo. Pero espero que tan triviales dificultades no os desalienten; tener hijos es la mayor de las felicidades.
Los manjares y los vinos, de excelente calidad, encantaron el paladar de los invitados, que intercambiaron banalidades hasta el breve discurso del decano del porche, cuyo tono sorprendió a la concurrencia.
—Sólo cuenta la función, no el individuo que la lleva a cabo de modo transitorio. Mi único guía será Maat, la diosa de la justicia, que traza el camino de los magistrados de este país. Si en estos últimos tiempos se han cometido errores, me siento responsable de ellos. Mientras el visir me conceda su confianza, realizaré mi tarea sin preocuparme por los intereses de unos u otros. Los asuntos pendientes no caerán en el olvido, aunque afecten a ciertos notables. La justicia es el más precioso tesoro de Egipto; deseo que cada una de mis decisiones lo enriquezca.
La voz de Pazair era vigorosa, clara y cortante. Quien dudase todavía de su autoridad, quedó desengañado. La aparente juventud del juez no sería un impedimento; todo lo contrario, le ofrecería una indispensable energía puesta al servicio de una impresionante madurez. Muchos cambiaron de opinión; el reinado del nuevo decano del porche tal vez no fuera tan efímero.
Los invitados se dispersaron muy avanzada la noche. El visir Bagey, a quien le gustaba acostarse pronto, fue el primero en marcharse. Todos quisieron saludar a Pazair y Neferet, y felicitarlos.
Libres por fin, salieron al jardín. Unos gritos les llamaron la atención. Se acercaron a un bosquecillo de tamariscos y sorprendieron un altercado entre Bel-Tran y la señora Nenofar.
—Espero no volver a veros nunca más en esta casa.
—No haberme invitado.
—La cortesía me obligaba a hacerlo.
—Y en ese caso, ¿por qué esta cólera?
—No sólo perseguís a mi marido reclamándole tasas atrasadas sino que, además, suprimís mi cargo de inspectora del Tesoro.
—Era honorífico. El Estado os pagaba un salario que no correspondía a un trabajo real. Estoy ordenando los servicios administrativos más onerosos, y no daré marcha atrás. No os quepa duda de que el nuevo decano del porche me aprobará y que habría actuado del mismo modo. Con una sanción para completarlo. Gracias a mí, os libráis de ello.
—¡Hermoso modo de justificaros! Sois más peligroso que un cocodrilo, Bel-Tran.
—Los saurios limpian el Nilo y devoran a los hipopótamos que sobran. Denes debería desconfiar.
—Vuestras amenazas no me impresionan. Intrigantes más astutos que vos han perdido sus colmillos.
—Entonces, me desearé buena suerte.
Furiosa, la señora Nenofar abandonó a su interlocutor, que se reunió con su esposa, impaciente.
Pazair y Neferet saludaron el amanecer desde el tejado de su mansión. Pensaron en el día feliz que nacía y los iluminaba con un amor tan dulce como un perfume de fiesta. Tanto en la tierra como en el más allá, cuando las generaciones hubieran desaparecido, él adornaría con flores a la mujer amada y plantaría sicomoros junto al estanque de fresca agua, donde nunca se cansarían de mirarse. Sus almas unidas beberían a la sombra, alimentándose con el rumor de las hojas que ondulaban al viento.
A
Pazair lo obsesionaba una urgencia: celebrar un proceso que proclamara definitivamente la inocencia de Kem y le devolviera su dignidad. De paso, identificaría al testigo fantasma del jefe de policía e inculparía a este último de falsificación de pruebas. En cuanto se levantó, y antes incluso de besarlo, Neferet le hizo beber dos largos tragos de agua cobriza; un mal resfriado demostraba que la linfa del decano del porche seguía infectada y frágil, a consecuencia de su detención.
Pazair tragó demasiado de prisa su desayuno y corrió a su despacho, donde se vio asediado en seguida por un ejército de escribas que blandían una serie de vigorosas quejas emanadas de una veintena de aldeas. Debido a la negativa de un supervisor de los graneros reales, el aceite y los cereales, indispensables para el bienestar de los habitantes perjudicados, no habían sido entregados, a causa de una insuficiente crecida. Apoyándose en una reglamentación obsoleta, el pequeño funcionario se burlaba de los hambrientos campesinos.
El decano del porche, con la ayuda de Bel-Tran, consagró dos largas jornadas a resolver ese asunto, simple en apariencia, sin cometer error administrativo alguno. El supervisor de los graneros fue nombrado encargado del canal que regaba una de las aldeas que se negaba a alimentar.
Luego se presentó otro problema, un conflicto entre productores de frutos y escribas del Tesoro encargados de contabilizarlos; para evitar un interminable procedimiento, el decano del porche acudió personalmente a los huertos, sancionó a quienes cometían fraude y rechazó las acusaciones injustificadas de los agentes del fisco. Pazair percibió hasta qué punto el equilibrio económico del país, alianza de un sector privado y una planificación estatal, era un milagro que se renovaba sin cesar. El individuo debía trabajar según sus deseos y, más allá de cierto nivel, recoger los beneficios de su labor; el Estado debía asegurar el riego, la conservación de los bienes y las personas, el almacenaje y la distribución de alimentos, en caso de crecida insuficiente, y todas las demás tareas de interés comunitario.
Consciente de que si no dominaba el empleo de su tiempo se vería estrangulado, Pazair fijó «el proceso Kem» para la semana siguiente. En cuanto se anunció el día, un sacerdote del templo de Ptah se opuso: se trataba de una fecha nefasta, aniversario del combate cósmico entre Orus, luz celeste, y su hermano Seth, la tempestad
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. Sería mejor que nadie saliera de casa y que no emprendiera viaje alguno; naturalmente, Mentmosé utilizaría el argumento para no comparecer.
Furioso contra sí mismo, Pazair estuvo a punto de rendirse cuando le sometieron un oscuro asunto de aduanas, que implicaba a unos comerciantes extranjeros. Después de un primer instante de desaliento comenzó a leer el expediente, pero lo rechazó; ¿cómo olvidar la angustia del policía nubio, que buscaba a su babuino por los más recónditos rincones de la ciudad?
Mentmosé, el jefe de policía, abordó a Pazair en una calle muy concurrida, donde el nuevo decano del porche estaba comprando flores rojas de Nubia para preparar una tisana que gustaba mucho a su perro
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.
Incómodo, Mentmosé se mostró untuoso.
—Fui engañado —confesó—; en el fondo, siempre creí en vuestra inocencia.
—Pero, de todos modos, me enviasteis al penal.
—¿No habríais actuado vos del mismo modo? La justicia debe ser implacable con los jueces, de lo contrario, no es creíble.
—En ese caso, ni siquiera se había pronunciado.
—Desgraciado concurso de circunstancias, querido Pazair. Hoy, el destino os es favorable, y todos nos alegramos de ello. He sabido que pensabais celebrar un proceso, en el porche, sobre el lamentable asunto Kem.
—Estáis bien informado, Mentmosé. Sólo tengo que fijar una fecha, y esta vez no será día nefasto.
—¿No deberíamos olvidar tan lamentables peripecias?
—Olvidar es el comienzo de la injusticia. ¿No es el porche el lugar donde debo proteger al débil y salvarlo del poderoso?
—Vuestro policía nubio no es ningún débil.
—Vos sois el poderoso, e intentáis destruirlo acusándolo de un crimen que no ha cometido.
—Aceptad un arreglo que evite muchos sinsabores.
—¿De qué tipo?
—Podrían pronunciarse algunos nombres… Los notables no quieren que su respetabilidad se vea manchada.
—¿Qué puede temer un inocente?
—Los rumores, el qué dirán, la malevolencia…
—Serán barridos en el porche. Cometisteis una grave falta, Mentmosé.
—Soy el brazo ejecutor de la justicia. Separaros de mi persona sería un grave error.
—Quiero el nombre del testigo ocular que acusó a Kem de haber asesinado a Branir.
—Lo inventé.
—De ningún modo, no habríais utilizado ese argumento si el personaje no existiera. Considero el falso testimonio como un acto criminal, que puede arruinar una existencia. El proceso se celebrará; pondrá de relieve vuestro papel de manipulador y me permitirá interrogar a vuestro famoso testigo en presencia de Kem. ¿Su nombre?
—Me niego a dároslo.
—¿Tan importante es el personaje?
—Me comprometí a guardar silencio. Corría muchos riesgos y no quería aparecer.
—Negativa a colaborar en una investigación: ya conocéis la sanción.
—¡Os equivocáis! No soy un cualquiera, sino el jefe de policía.
—Y yo soy el decano del porche.
De pronto, Mentmosé, cuyo cráneo se ponía de un rojo ladrillo y la voz muy aguda, tomó conciencia de que ya no tenía delante de él a un pequeño juez provinciano sediento de integridad, sino al más alto magistrado de la ciudad que, sin prisa pero sin pausa, avanzaba hacia el objetivo que se había fijado.
—Debo reflexionar.
—Os espero mañana por la mañana en mi despacho. Me revelaréis el nombre de vuestro famoso testigo.
Aunque el banquete celebrado en honor del decano del porche hubiera sido un verdadero éxito, Denes ya no pensaba en aquella suntuosa fiesta que había alimentado su fama. Intentaba tranquilizar a su amigo Qadash, que estaba tan excitado que tartamudeaba. El dentista caminaba de un lado a otro y ponía una y otra vez en orden los enloquecidos mechones de su blanca cabellera. La afluencia de sangre enrojecía sus manos y las venitas de su nariz parecían dispuestas a estallar.
Ambos hombres se habían refugiado en la parte más alejada del jardín, lejos de oídos indiscretos. El químico Chechi, que se les había unido, había comprobado que nadie podía escucharlos. Sentado al pie de una palmera datilera, el hombrecillo de negro bigote, aun deplorando la agitación de Qadash, compartía sus preocupaciones.
—¡Tu estrategia es una catástrofe! —reprochó Qadash a Denes.
—Los tres estábamos de acuerdo en utilizar a Mentmosé para hacer que acusara a Kem y calmar así los ardores del juez Pazair.
—¡Y hemos fracasado de un modo lamentable! Soy incapaz de ejercer mi oficio a causa del temblor de mis manos, y vos me habéis negado la utilización del hierro celeste. Cuando me comprometí en esta maquinación, me prometisteis un puesto a la cabeza del Estado.
—En primer lugar, el de médico en jefe, el cargo de Nebamon —recordó Denes, tranquilizador—. Luego, algo mejor todavía.
—¡Pues se acabaron los sueños!
—Claro que no.
—Olvidas que Pazair es decano del porche, que está organizando un proceso para absolver a Kem de cualquier sospecha y hacer comparecer al testigo ocular, ¡es decir, yo mismo!
—Mentmosé no pronunciará tu nombre.
—No estoy tan seguro.
—Ha intrigado durante toda su vida para obtener el cargo; si nos traiciona, se condena a sí mismo.
El químico Chechi asintió con la cabeza. Qadash, tranquilizado, aceptó una copa de cerveza. Denes, que había comido mucho durante el banquete, se frotaba el hinchado vientre.