Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
Mentmosé estornudó.
—¿Habéis cogido frío?
—Las preocupaciones, la fatiga…
—¿El juez Pazair?
L
a hiena atravesó el arrabal del sur, lanzó su siniestro grito, descendió hasta la orilla y bebió en el canal. Unos niños aullaron asustados. Sus madres los metieron en las casas y cerraron la puerta. Nadie atacó al animal, enorme y seguro de sí mismo. Ni siquiera los cazadores experimentados se atrevieron a acercarse. Satisfecha, la hiena regresó al desierto.
Todos recordaron la antigua profecía: cuando las bestias salvajes beban en el río, la injusticia reinará y la felicidad abandonará el país.
El pueblo murmuró y su lamento, mil veces repetido de un barrio a otro, llegó a oídos de Ramsés el Grande. Lo invisible comenzaba a hablar; encarnándose en el cuerpo de una hiena, desautorizaba al rey ante los ojos del país. En todas las provincias, la gente se inquietó por el mal presagio y se interrogó sobre la legitimidad del reinado.
El faraón tendría que actuar muy pronto.
Neferet barría la habitación con una corta escoba; de rodillas, sujetaba con fuerza el rígido mango y, con su flexible muñeca, agitaba las largas fibras de junco unidas en un manojo.
—La respuesta del visir no llega —observó Pazair, que estaba sentado en una silla baja.
Neferet apoyó la cabeza en las rodillas del juez.
—¿Por qué te atormentas sin cesar? La inquietud te corroe y te debilita.
—¿Qué intentará contra ti Nebamon?
—¿Acaso no me protegerás tú?
Él le acarició los cabellos.
—Todo lo que deseo, lo encuentro a tu lado. ¡Qué hermosa es esta hora! Cuando duermo junto a ti, me inunda una eternidad de gozo. Amándome, has elevado mi corazón. Estás en él, lo llenas con tu presencia. No te alejes nunca de mí. Cuando te miro, mis ojos no necesitan otra luz.
Sus labios se unieron con la suavidad de una primera emoción.
Neferet se disponía a salir para sus consultas cuando una joven sin aliento corrió hacia ella.
—¡Aguardad, os lo ruego! —gritó Silkis, la esposa del alto funcionario Bel-Tran.
El asno, que cargaba con el estuche médico, aceptó permanecer inmóvil.
—Mi marido desearía ver urgentemente al juez Pazair.
Bel-Tran, fabricante y vendedor de papiro, se había distinguido por sus cualidades de gestor y había sido elevado al rango de tesorero principal de los graneros y, luego, de subdirector del Tesoro. Pazair lo había ayudado en un periodo difícil y sentía por él agradecimiento y amistad. Silkis, mucho más joven que su marido, había sido cliente del médico en jefe Nebamon, que había conseguido afinar su rostro y sus grandes caderas. Bel-Tran quería llevar junto a sí a una esposa digna de las más hermosas damas de Egipto, aunque fuera a costa de la cirugía estética. Con la piel clara y los rasgos más finos, Silkis parecía una adolescente de rotundas formas.
—Si aceptara venir conmigo, lo llevaría a la sede del Tesoro, donde Bel-Tran lo recibirá antes de marcharse al delta. Pero primero me gustaría disfrutar de vuestros cuidados.
—¿Qué os pasa?
—Tengo espantosas jaquecas.
—¿Qué coméis?
—Muchas golosinas, lo confieso. Adoro el zumo de higo, me encanta el zumo de granada y cubro mis pasteles con zumo de algarrobo.
—¿Legumbres?
—Me gustan menos.
—Pues más legumbres y menos golosinas. Vuestras jaquecas disminuirán. Os aplicaréis localmente una pomada.
Neferet le prescribió un remedio compuesto por tallo de caña, enebro, savia de pino, bayas de laurel y resma de terebinto, machacados y convertidos en una masa compacta mezclada con grasa.
—Mi marido os pagará generosamente.
—Como quiera.
—¿Aceptaríais ser nuestro médico?
—Si mi terapia os conviene, ¿por qué no?
—A mi marido y a mí nos satisfaría mucho. ¿Puedo llevarme al juez?
—A condición de que no lo perdáis.
Cuanto más deprisa trabajaba Bel-Tran, más expedientes delicados y espinosos le confiaban. Su prodigiosa memoria para las cifras y su capacidad para calcular a una velocidad asombrosa lo hacían indispensable. Unas semanas después de su entrada en funciones entre los altos funcionados del Tesoro, obtenía un ascenso y se convertía en uno de los íntimos colaboradores del director de la Casa del oro y de la plata, a cargo de las finanzas del reino. No dejaba de recibir elogios; preciso, rápido, metódico, encarnizado trabajador, dormía poco, era el primero que llegaba a los locales del Tesoro y el último que se marchaba. Algunos le auguraban una fulgurante carrera.
Bel-Tran estaba rodeado de tres escribas a los que les dictaba cartas administrativas cuando su esposa introdujo a Pazair. Le dio un fuerte abrazo, terminó la tarea que estaba haciendo, despidió a los escribas y rogó a su mujer que le preparara un copioso almuerzo.
—Tenemos cocinero, pero Silkis es intratable en lo que se refiere a la calidad de los productos. Su opinión es decisiva.
—Parecéis muy ocupado.
—Nunca imaginé que mis nuevas funciones fueran tan exaltantes. Pero hablemos de vos.
Con los negros cabellos pegados con ungüento oloroso a un cráneo redondo, de pesada osamenta y manos y pies rollizos, Bel-Tran hablaba deprisa y se movía sin cesar. Parecía incapaz de disfrutar un momento de reposo, incitado por diez proyectos y mil preocupaciones.
—Habéis vivido un calvario. Me informaron muy tarde y no pude intervenir en modo alguno.
—No os lo reprocho. Sólo Suti podía sacarme de aquel mal paso.
—Y a vuestro entender, ¿quiénes son los culpables?
—El decano del porche, Mentmosé y Nebamon.
—El decano tendrá que dimitir. El caso de Mentmosé es más delicado; jurará que fue engañado. Por lo que a Nebamon se refiere, está agazapado en su propiedad, pero no es hombre que renuncie. ¿Olvidáis al general Asher? Os odia. Durante el proceso estuvisteis a punto de destruir su reputación; su poder, sin embargo, permanece intacto y su influencia no ha disminuido. ¿No será él, en la sombra, quien manipule las marionetas?
—He escrito al visir para solicitarle proseguir la investigación.
—Excelente idea.
—No me ha respondido todavía.
—Tengo confianza. Bagey no aceptará que la justicia sea burlada de ese modo. Atacándoos a vos, vuestros enemigos chocarán con él.
—Aunque me aparte del asunto, aunque no me permita volver a ser juez, descubriré al asesino de Branir. Me considero responsable de su muerte.
—¿Qué estáis imaginando?
—Fui demasiado charlatán.
—No os torturéis así.
—Acusarme de haberle asesinado era el golpe más cruel que podían darme.
—¡Han fracasado, Pazair! Quería veros para aseguraros mi apoyo. Sean cuales sean las pruebas futuras, estoy con vos. ¿No deseáis trasladaros, vivir en una casa más espaciosa?
—Espero la respuesta del visir.
Kem, incluso en el sueño, permanecía alerta. Conservaba el instinto del cazador de sus años de infancia y adolescencia pasados en las lejanas regiones de Nubia. ¿Cuántos de sus compañeros, demasiado seguros de sí mismos, habían perecido en la sabana, heridos por las zarpas de un león?
El nubio despertó sobresaltado y se palpó la nariz de madera; a veces soñaba que la materia inerte se transformaba en carne palpitante; pero no era hora de ilusiones; unos hombres subían la escalera. El babuino también había abierto los ojos. Kem vivía rodeado de arcos, espadas, puñales y escudos. Se equipó en un instante, mientras dos policías echaban abajo la puerta del alojamiento. Derribó al primero, el babuino al segundo. Pero veinte agresores más le siguieron.
—¡Huye! —ordenó el nubio a su mono.
El babuino le dirigió una mirada en la que se mezclaban el despecho y la promesa de venganza. Escapando de la jauría, salió por una ventana, saltó al techo de la casa vecina y desapareció.
Kem, luchando con desesperada energía, fue difícil de dominar; caído de espaldas, agarrotado, vio entrar a Mentmosé.
El propio jefe de policía puso una calceta con forma de almendra hueca en las atadas muñecas.
—Por fin tenemos al asesino —dijo sonriendo.
Pantera machacó los restos de zafiro, esmeralda, topacio y hematites, tamizó el polvo obtenido en un cedazo de fino junco y, luego, lo vertió todo en un caldero bajo el que había encendido un fuego de leña de sicómoro. Añadió un poco de resma de terebinto para obtener un ungüento de lujo, con el que formaría un cono; engrasaría con él las pelucas, sus tocados y cabellos, y se perfumaría el cuerpo entero.
Suti sorprendió a la rubia libia cuando se inclinaba sobre su mixtura.
—Me cuestas muy cara, diablesa, y todavía no he encontrado el medio de hacer fortuna. Ahora ni siquiera puedo venderte como esclava.
—Te has acostado con una egipcia.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo noto. Su olor te mancilla.
—Pazair me ha confiado una investigación delicada.
—¡Pazair, siempre Pazair! ¿Te ordenó que me engañaras?
—He conversado con una mujer notable, encargada del principal taller de tejido de la ciudad.
—¿Qué tiene de tan… notable? Sus nalgas, su sexo, sus pechos, su…
—No seas vulgar.
Pantera se lanzó sobre su amante con tanta violencia que le arrojó contra la pared y le cortó la respiración.
—¿En tu país no es un crimen ser infiel?
—No estamos casados.
—¡Claro que sí, vivimos bajo el mismo techo!
—A causa de tus orígenes, necesitaríamos un contrato. Detesto el papeleo.
—Si no la abandonas inmediatamente, te mataré.
Suti invirtió la situación. Esta vez le tocó a la libia encontrarse de espaldas a la pared.
—Escúchame bien, Pantera. Nadie me ha dictado nunca mi conducta. Si debo casarme con otra para cumplir con mis deberes de amigo, lo haré. O lo comprendes, o te vas.
Sus ojos se dilataron, pero no brotó de ellos lágrima alguna. Ella le mataría. Seguro.
Con su más hermosa escritura, el juez Pazair se disponía a redactar una segunda misiva para el visir, con el fin de hacer más hincapié en la gravedad de los hechos y solicitar una intervención urgente del primer magistrado de Egipto, cuando el jefe de policía entró en su despacho.
Mentmosé tenía cara de satisfacción.
—Juez Pazair, merezco vuestras felicitaciones.
—¿Por qué razón?
—He detenido al asesino de Branir.
Sin abandonar la postura del escriba, Pazair observó a Mentmosé.
—El asunto es demasiado grave para bromear con él.
—No bromeo.
—¿Cómo se llama?
—Kem, vuestro policía nubio.
—Es grotesco.
—¡Ese hombre es un animal! Recordad su pasado, ya ha matado.
—Vuestras acusaciones son de extremada gravedad. ¿En qué pruebas se basan?
—Testigo ocular.
—Que comparezca ante mí.
Mentmosé pareció molesto.
—Desgraciadamente, es imposible y, sobre todo, inútil.
—¿Inútil?
—Se ha entablado el proceso y se ha hecho justicia.
Pazair se levantó atónito.
—Tengo un documento firmado por el decano del porche.
El juez leyó el papiro. Kem, condenado a muerte, había sido encerrado en una mazmorra de la gran prisión.
—No se menciona el nombre del testigo.
—No tiene importancia… Vio a Kem matando a Branir y ha declarado bajo juramento.
—¿Quién es?
—Olvidadlo. El asesino será castigado, eso es lo esencial.
—¡Perdéis vuestra sangre fría, Mentmosé! Antaño, ni siquiera os habríais atrevido a mostrarme un documento tan miserable.
—No comprendo…
—La sentencia se ha pronunciado sin la presencia del acusado, esta ilegalidad supone la anulación del procedimiento.
—Os traigo la cabeza del culpable y me habláis de técnica judicial.
—De justicia —rectificó Pazair.
—¡Sed razonable por una vez! Ciertos escrúpulos son estériles.
—No se ha establecido la culpabilidad de Kem.
—No importa. ¿Quién echará en falta a un negro mutilado y criminal?
Si Pazair no hubiera estado revestido de su dignidad de juez, no habría contenido la violencia que lo inflamaba.
—Conozco la vida mejor que vos —prosiguió Mentmosé—. Algunos sacrificios son necesarios. Vuestra función os obliga a pensar primero en el reino, en su bienestar y su seguridad.
—¿Los amenaza, acaso, Kem?
—Ni vos ni yo tenemos interés en levantar ciertos velos. Osiris recibirá a Branir en el paraíso de los justos, y el crimen será castigado. ¿Qué más queréis?
—La verdad, Mentmosé.
—¡Ilusiones!
—Sin ella, Egipto moriría.
—Seréis vos quien desaparecerá, Pazair.
Kem no temía la muerte, pero sufría por la ausencia de su babuino. Privado de un hermano, tras tantos años de trabajo en común, no podía ya cambiar con él miradas cómplices y tener en cuenta sus intuiciones. Sin embargo, se alegraba de que su libertad estuviera preservada. Él estaba encerrado en una especie de sótano de techo bajo donde reinaba un calor asfixiante. Sin juicio, una condena inmediata y una ejecución sumaria: esta vez no escaparía de sus enemigos. Pazair no tendría tiempo de intervenir y sólo podría deplorar la desaparición del nubio, que Mentmosé disfrazaría de accidente.
Kem no sentía aprecio alguno por la raza humana. La consideraba corrupta, vil y solapada, apenas buena para servir de pasto al monstruo que, junto a la balanza del juicio final, devoraba a los condenados. Una de las pocas cosas que le causaban felicidad era haber conocido a Pazair; con su actitud, afirmaba la existencia de una justicia en la que Kem no creía desde hacía mucho tiempo. Con Neferet, su compañera para toda la eternidad, estaba comprometido en un combate perdido de antemano, sin preocuparse por su destino. Al nubio le hubiera gustado ayudarle hasta el desastre final, en el que la mentira, como de costumbre, prevalecería.
La puerta de la celda se abrió.
El nubio se irguió e hinchó el pecho. No le daría al verdugo la imagen de un hombre abatido. Enderezando la espalda, salió de su prisión tras apartar el brazo que se tendía hacia él.
Deslumbrado por el sol, creyó que sus ojos lo engañaban.
—No es…
Pazair cortó la cuerda que ataba las muñecas de Kem.
—He destruido la acusación por sus numerosas ilegalidades. Sois libre.