Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Aquí sólo hay grandes ladrones. Han reincidido tantas veces que nunca saldrán del penal, porque traicionaron su juramento de no comenzar de nuevo. Los tribunales no bromean con la palabra dada.
—¿Y a tu entender, se equivocan?
El viejo escupió en la arena.
—¡Extraña pregunta! ¿No estarás del lado de los jueces?
—Soy uno de ellos.
La noticia de su liberación no habría asombrado más al interlocutor de Pazair.
—Te burlas de mí.
—¿Crees que tengo ganas de hacerlo?
—Caramba, caramba… ¡Un juez, uno de verdad!
Lo miraba, inquieto y respetuoso.
—¿Y qué has hecho?
—Dirigí una investigación y quieren cerrarme la boca.
—Debes de estar mezclado en un extraño asunto. Yo soy inocente. Un competidor desleal me acusó de robar una miel que me pertenecía.
—¿Apicultor?
—Tenía colmenas en el desierto, mis abejas me daban la mejor miel de Egipto. Los competidores se volvieron envidiosos; organizaron una emboscada y caí en ella. En el proceso me enojé. Rechacé el veredicto contra mí, pedí un segundo juicio y preparé mi defensa con un escriba. Estaba seguro de ganar.
—Pero fuiste condenado.
—Mis competidores ocultaron en casa objetos robados en un taller. ¡Pruebas de la reincidencia! El juez no investigó demasiado.
—Se equivocó. En su lugar, yo habría examinado los móviles de los acusadores.
—¿Y si te pusieras en su lugar? ¿Y si demostraras que las pruebas son falsas?
—Primero tendría que salir de aquí.
El apicultor escupió de nuevo en la arena.
—Cuando un juez traiciona su función, no lo aíslan en un campo como éste. Ni siquiera te han cortado la nariz. Debes de ser un espía, o algo así.
—Como quieras.
El anciano se levantó y se alejó.
Pazair ni siquiera tocó la habitual bazofia. Ya no tenía ganas de luchar. ¿Qué podía ofrecer a Neferet, salvo la vergüenza y la decadencia? Sería mejor que no volviera a verla nunca y lo olvidara. Conservaría el recuerdo de un magistrado de fe inquebrantable, de un loco enamorado, de un soñador que había creído en la justicia.
Tendido de espaldas, contempló el cielo de lapislázuli. Mañana, desaparecería.
Las blancas velas bogaban por el Nilo. Al caer la noche, los marineros se divertían saltando de un barco a otro, mientras el viento del norte daba velocidad a las embarcaciones.
Caían al agua, reían, se apostrofaban.
Sentada en la orilla, una muchacha no oía los gritos de los revoltosos. Con los carrillos más bien rubios, un rostro muy puro de líneas tiernas, los ojos de un azul de estío, bella como un loto florecido, Neferet invocaba el alma de Branir, su maestro asesinado, y le suplicaba que protegiera a Pazair, al que amaba con todo su ser, cuya muerte había sido proclamada oficialmente sin que ella pudiera creerlo.
—¿Puedo hablaros unos instantes?
Volvió la cabeza.
A su lado se encontraba el médico en jefe del reino, Nebamon, un cincuentón, apuesto todavía, que se había convertido en su más feroz enemigo.
Había intentado terminar con su carrera varias veces. Neferet detestaba a aquel cortesano, ávido de riquezas y de conquistas femeninas, que utilizaba la medicina como un poder sobre los demás y un medio de hacer fortuna.
Con mirada febril, Nebamon admiraba a la joven, cuyas ropas de lino dejaban adivinar formas tan perfectas como conmovedoras. Firmes y altos pechos, piernas largas y finas, pies y manos delicadas que atraían las miradas. Neferet era luminosa.
—Dejadme, os lo ruego.
—Deberíais concederme mayor consideración; lo que sé os interesará en sumo grado.
—Vuestras intrigas me son indiferentes.
—Se trata de Pazair.
Ella no pudo ocultar su emoción.
—Pazair ha muerto.
—No es cierto, querida.
—¡Mentís!
—Conozco la verdad.
—¿Debo suplicaros?
—Os prefiero intratable y orgullosa. Pazair está vivo, pero lo acusan de haber asesinado a Branir.
—¡Es… es absurdo! No os creo.
—Hacéis mal. El jefe de policía, Mentmosé, lo detuvo y lo aisló.
—Pazair no mató a su maestro.
—Mentmosé está convencido de lo contrario.
—Quieren abatirlo, arruinar su reputación e impedirle que prosiga su investigación.
—No importa.
—¿Por qué me lo reveláis?
—Porque sólo yo soy capaz de probar la inocencia de Pazair.
En el estremecimiento que agitó a Neferet se mezclaban la esperanza y la angustia.
—Si deseáis que ponga la prueba en manos del decano del porche, tendréis que ser mi esposa, Neferet, y olvidar a vuestro pequeño juez. Éste es el precio de su libertad. A mi lado, estaréis en el lugar que os corresponde. Ahora, el juego está en vuestras manos. O liberáis a Pazair o lo condenáis a muerte.
E
ntregarse al médico en jefe horrorizaba a Neferet, pero si rechazaba la proposición de Nebamon, se convertiría en el verdugo de Pazair.
¿Dónde estaba prisionero, qué sedicias sufría? Si tardaba demasiado, la detención lo destruiría. Neferet no se había confiado a Suti, el fiel amigo de Pazair, su hermano espiritual: habría matado en el acto al médico en jefe.
Decidió acceder a la petición del chantajista, siempre que volviera a ver a Pazair. Mancillada, desesperada, le confesaría todo antes de envenenarse.
Kem, el policía nubio a las órdenes del juez, se aproximó a la joven. En ausencia de Pazair, proseguía con sus rondas en Menfis, acompañado por
Matón
, su temible babuino, especializado en arrestar a los ladrones, a quienes inmovilizaba clavándoles los colmillos en la pierna.
Kem había sufrido la ablación de la nariz por haberse visto implicado en el asesinato de un oficial, culpable de dedicarse al tráfico de oro; reconocida la buena fe del nubio, se había convertido en policía. Una prótesis de madera pintada atenuaba el efecto de la mutilación.
Kem admiraba a Pazair. Aunque no tuviera la menor confianza en la justicia, creía en la probidad del joven magistrado, causa de su desaparición.
—Tengo la posibilidad de saber dónde está Pazair — declaró Neferet con gravedad.
—En el reino de los muertos, de donde nadie regresa. ¿No os comunicó el general Asher un informe según el cual Pazair había muerto en Asia, mientras buscaba una prueba?
—Es un informe falso, Kem. Pazair está vivo.
—¿Os han mentido?
—Pazair está acusado de haber asesinado a Branir, pero el médico en jefe Nebamon tiene la prueba de su inocencia.
Kem tomó a Neferet por los hombros.
—¡Está salvado!
—A condición de que me convierta en la mujer de Nebamon.
Rabioso, el nubio golpeó con el puño la palma de su mano izquierda.
—¿Y si se burla de vos?
—Quiero ver de nuevo a Pazair.
Kem manoseó su nariz de madera.
—No lamentaréis haber confiado en mi.
Tras la marcha de los forzados, Pazair se introdujo en la cocina, una construcción de madera cubierta con una tela.
Robaría uno de los fragmentos de sílex, con los que se encendía el fuego, y se cortaría las venas. La muerte sería lenta, pero segura; a pleno sol, se sumiría dulcemente en un benéfico sopor. Por la noche, un vigilante lo empujaría con el pie y daría la vuelta a su cadáver en la ardiente arena. Durante las últimas horas, viviría con el alma de Neferet, con la esperanza de que asistiera, invisible pero presente, a su último trance.
Cuando se apoderaba de la piedra cortante, recibió un violento golpe en la nuca y se derrumbó junto a una marmita.
Con un cucharón en la mano, el anciano apicultor ironizó.
—¡El juez convertido en ladrón! ¿Qué pensabas hacer con el sílex? ¡No te muevas o te doy! Derramar tu sangre y abandonar este maldito lugar por el mal camino de la muerte… ¡Estúpido, e indigno de un hombre de bien!
El apicultor bajó la voz.
—Escúchame, juez; conozco un medio de salir de aquí. Yo no tendría fuerzas para atravesar el desierto, pero tú eres joven. Hablaré si aceptas batirte por mí y hacer que anulen mi condena.
Pazair volvió en sí.
—Es inútil
—¿Te niegas?
—Aunque consiguiera evadirme, ya no sería juez.
—Vuelve a serlo por mí.
—Imposible. Me acusan de un crimen.
—¿A ti? ¡Es ridículo!
Pazair se acarició la nuca. El anciano le ayudó a levantarse.
—Mañana es el último día del mes. Un carro tirado por bueyes vendrá del oasis y traerá alimentos; regresará vacío. Salta al interior, abandónalo cuando veas el primer ued a la derecha. Remonta el lecho hasta el pie de la colina, allí encontrarás una fuente en un bosquecillo de palmeras. Llena tu odre. Luego camina hacia el valle e intenta encontrar a los nómadas. Por lo menos habrás probado suerte.
El médico en jefe Nebamon había vaciado por segunda vez los crasos rodetes de la señora Silkis, la joven esposa del rico Bel-Tran, fabricante de papiro y alto funcionario, cuya influencia no dejaba de crecer. Como cirujano estético, Nebamon exigía enormes honorarios, que sus pacientes pagaban sin rechistar. Piedras preciosas, telas, géneros alimenticios, mobiliario, instrumental, bueyes, asnos y cabras aumentaban su fortuna, en la que sólo faltaba un tesoro inestimable: Neferet. Otras eran igualmente hermosas; pero en ella se realizaba una armonía única, donde la inteligencia se aliaba con el encanto para dar nacimiento a una luz incomparable.
¿Cómo había podido enamorarse de un ser tan gris como Pazair? Una tontería de juventud que habría lamentado durante toda su vida sin la intervención de Nebamon.
A veces se sentía tan poderoso como el faraón; ¿no poseía, acaso, secretos que salvaban existencias o las prolongaban, no reinaba sobre los médicos y los farmacéuticos, no era aquel a quien suplicaban los altos dignatarios para recobrar la salud? Si sus ayudantes trabajaban en la sombra para procurarle los mejores tratamientos, Nebamon, y sólo él, obtenía la gloria. Ahora bien, Neferet tenía un ingenio médico que él debía explotar; tras una operación con éxito, Nebamon se concedía una semana de descanso en su casa de campo, al sur de Menfis, donde un ejército de servidores satisfacía sus menores deseos. Abandonando las tareas subalternas a su equipo médico, que controlaba con firmeza, prepararía la lista de futuros ascensos a bordo de su nuevo barco de recreo. Estaba impaciente por degustar un vino blanco del delta, procedente de sus viñedos, y las últimas recetas de su cocinero.
Su intendente lo avisó de la presencia de una joven y hermosa visitante. Intrigado, Nebamon salió al porche de su propiedad.
—¡Neferet! Qué maravillosa sorpresa… ¿Almorzaréis conmigo?
—Tengo prisa.
—Pronto tendréis la ocasión de visitar mi casa, estoy seguro. ¿Me traéis una respuesta?
Neferet inclinó la cabeza. El entusiasmo se apoderó del médico en jefe.
—Sabía que seríais razonable.
—Concededme tiempo.
—Puesto que habéis venido, vuestra decisión ya está tomada.
—¿Me concederéis el privilegio de ver de nuevo a Pazair?
Nebamon hizo una mueca.
—Os imponéis una prueba inútil. Salvad a Pazair, pero olvidadlo.
—Le debo un último encuentro.
—Como queráis. Pero mis condiciones no cambian: primero tendréis que demostrarme vuestro amor. Después intervendré. ¿Estamos de acuerdo?
—No estoy en condiciones de negociar.
—Aprecio vuestra inteligencia, Neferet; sólo vuestra belleza la iguala.
La tomó tiernamente por la muñeca.
—No, Nebamon, aquí no, ahora no.
—¿Dónde y cuándo?
—En el gran palmeral, junto al pozo.
—¿Un lugar que os es agradable?
—Medito allí con frecuencia.
Nebamon sonrió.
—La naturaleza y el amor forman buena pareja. Como vos, disfruto la poesía de los palmerales. ¿Cuándo?
—Mañana, cuando el sol se haya puesto.
—Acepto la penumbra para nuestra primera unión; luego viviremos a pleno sol.
P
azair saltó del carro en cuanto distinguió el ued que serpenteaba entre abrojos en dirección a una colina azotada por los vientos. Su caída en la arena no hizo ruido alguno. El vehículo prosiguió su camino, entre calor y polvo. El conductor, adormecido, permitía que los bueyes lo condujeran.
Nadie se lanzaría en persecución del evadido, puesto que aquel calor de horno y la sed no le concedían ninguna posibilidad de sobrevivir. Tal vez una patrulla recogiera su osamenta. Con los pies desnudos y vestido con un gastado paño, el juez se obligó a caminar lentamente y economizó el aliento. Aquí y allá, algunas ondulaciones revelaban el paso de una eciasta, la temible víbora del desierto cuya mordedura era mortal.
Pazair imaginó que estaba paseando con Neferet por una verdeante campiña, animada por los cantos de los pájaros y atravesada por canales; el paisaje le pareció menos hostil, su marcha más ligera. Siguió el seco lecho del ued hasta la base de una pendiente colina donde, incongruentes, tres palmeras se obstinaban en crecer.
El juez se arrodilló y excavó con sus manos; algunos centímetros por debajo de la resquebrajada costra, la tierra estaba húmeda. El viejo apicultor no le había mentido. Al cabo de una hora de esfuerzos, interrumpido por breves pausas, alcanzó el agua. Tras haberse refrescado, se quitó el paño, lo limpió con arena y se frotó la piel. Luego llenó con el precioso líquido el odre que había tomado.
Por la noche caminó hacia el este. A su alrededor, algunos silbidos; las serpientes salían al oscurecer. Si pisaba una, no escaparía a una muerte atroz. Sólo un médico experto, como Neferet, conocía los remedios. El juez olvidó los peligros y avanzó, bajo la protección de la luna. Se saciaba del relativo frescor nocturno. Cuando el alba apareció, bebió un poco de agua, excavó en la arena, se cubrió con ella, y durmió en la posición del feto.
Cuando despertó, el sol comenzaba a declinar. Con los músculos doloridos y la cabeza ardiendo, prosiguió hacia el valle, tan lejano, tan inaccesible. Cuando se agotara su reserva de agua, debería contar con el descubrimiento de un pozo señalado con un círculo de piedras. En la inmensa extensión, a veces llana, a veces ondulada, comenzó a titubear. Estaba al cabo de sus fuerzas, con los labios secos y la lengua hinchada. ¿Qué esperar, salvo la intervención de una divinidad bienhechora?