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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (9 page)

Los cortesanos aguardaban el diagnóstico con ansiedad.

—Se trata de una enfermedad que conozco, la trataré ahora mismo —declaró—. El hígado está dañado, la vena porta obstruida. Las arterias hepáticas y el canal colédoco, que unen el corazón con el hígado, están en mal estado. No proporcionan el agua y el aire necesarios y contienen una sangre demasiado espesa.

Neferet hizo beber al enfermo achicoria, que se cultivaba en los jardines de los templos. La planta de anchas hojas azules, que se cerraban a mediodía, tenía numerosas virtudes curativas; mezclada con una pequeña cantidad de vino viejo, trataba numerosas afecciones del hígado y de la vesícula. La médica magnetizó el órgano bloqueado; el visir despertó, muy pálido, y vomitó.

Neferet le pidió que bebiera varias copas de achicoria, hasta que retuviera el líquido; el cuerpo del enfermo finalmente se enfrió.

—El hígado está abierto y limpio —observó.

—¿Quién sois? —preguntó Bagey.

—Soy la doctora Neferet, la esposa del juez Pazair. Deberéis vigilar vuestra alimentación —precisó con voz tranquila— y beber achicoria diariamente. Para evitar un grave infarto, que os destruiría, tomaréis una poción a base de higos, frutos cortados del sicómoro, semillas de brionia, frutos de persea, goma y resma. Yo misma os prepararé la mezcla, que debe exponerse al rocío y filtrarse de madrugada.

—Me habéis salvado la vida.

—He cumplido con mi deber, y hemos tenido suerte.

—¿Dónde ejercéis?

—En Menfis.

El visir se levantó. Pese a la flojedad de sus piernas y a una fuerte jaqueca, dio algunos pasos.

—El descanso es indispensable —estimó Neferet ayudándole a sentarse—. Nebamon os…

—Vos me trataréis.

Una semana más tarde, el visir Bagey, restablecido por completo, entregó al nuevo decano del porche una estela de calcáreo en la que se habían grabado tres pares de orejas, uno azul oscuro, otro amarillo y el tercero verde pálido. Así se evocaban el cielo de lapislázuli, donde reinaban las estrellas de los sabios, el oro que formaba la carne de las divinidades y la turquesa del amor; así se manifestaban los deberes del juez principal de Menfis: escuchar a los demandantes, respetar la voluntad de los dioses, mostrarse benevolente sin debilidad.

Escuchar era la base de la educación, y seguía siendo la virtud principal de un magistrado. Grave, concentrado, Pazair recibió la estela y levantó el bloque de calcáreo a la altura de sus ojos, frente a todos los jueces de la gran ciudad, que se habían reunido para felicitar al nuevo decano.

Neferet lloró de alegría.

CAPÍTULO 12

L
a mansión atribuida al decano del porche maravilló a la joven pareja. Estaba situada en el centro de un barrio modesto y se componía de pequeñas casas blancas de dos pisos, donde se alojaban artesanos y pequeños funcionarios. La habían concluido unos días antes para destinarla a un dignatario que no perdía absolutamente nada con el cambio. Era alargada y estaba coronada por un techo plano, además tenía ocho estancias cuyos muros habían sido decorados con pinturas que representaban pájaros multicolores debatiéndose entre espesuras de papiro.

Pazair no se atrevió a entrar. Se detuvo en el corral, donde un empleado cebaba ocas; unos patos chapoteaban en un estanque, adornado con lotos azules. Al abrigo de una cabaña, dos muchachos, encargados de proporcionar grano a las aves, dormían a pierna suelta. El nuevo dueño del lugar no los despertó. También Neferet se alegraba de poseer semejantes riquezas. Contempló la fértil tierra aireada por gusanos, cuyas deyecciones formaban un excelente abono para los cereales. Ningún campesino los mataba, porque sabían que las lombrices aseguraban la fertilidad del suelo.

Bravo
fue el primero que correteó por el magnifico jardín, seguido inmediatamente por
Viento del Norte
. El asno se agachó bajo un granado, cuya belleza era la más duradera, porque una flor se abría cuando caía la antigua. El perro prefirió un sicómoro, el rumor de cuyas hojas evocaba la dulzura de la miel. Neferet acarició las finas ramas y los maduros frutos, unas veces rojos, otros turquesa, y atrajo a su marido junto a sí, a la sombra del árbol, albergue de la diosa del cielo. Maravillados, contemplaron una avenida de higueras importadas de Siria, y un pabellón de cañas donde disfrutarían del esplendor de los ocasos.

Su tranquilidad no duró mucho tiempo;
Traviesa
, la pequeña mona verde de Neferet, lanzó un grito de dolor y saltó a los brazos de su dueña. Doliente, le tendió la pata donde se había clavado una espina de acacia. La herida no debía tratarse a la ligera; cuando la espina permanecía bajo la piel provocaba a la larga, una hemorragia interna que había desconcertado a muchos médicos. Sin que se lo ordenaran,
Viento del Norte
se levantó y se acercó. Neferet sacó de su estuche un escalpelo, extrajo la astilla con infinita suavidad y untó la herida con una pomada compuesta de miel, coloquíntida, hueso de sepia machacado y corteza de sicómoro pulverizada. Si se declaraba una pequeña infección, la trataría con sulfuro de arsénico. Pero
Traviesa
no parecía estar agonizando; en cuanto la libraron de la espina, trepó a una palmera datilera en busca de algún fruto maduro.

—¿Y si entráramos? —sugirió Neferet.

—La cosa comienza a ser seria.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando nos casamos, no teníamos nada. La situación ha cambiado.

—¿Comienzas a cansarte ya?

—No olvides nunca, doctora, que yo te arranqué a tu tranquilidad.

—Mis recuerdos son distintos; ¿no fui yo la que te descubrí primero?

—Hubiéramos debido sentarnos uno junto a otro, rodeados de una multitud de parientes y amigos, y ver desfilar ante nuestras sillas, cofres para ropa, jarras, objetos de tocador, sandalias, ¡qué sé yo! Tú habrías llegado en palanquín, con un vestido de fiesta, al son de las flautas y los tamboriles.

—Prefiero el momento que vivimos ambos, sin ruidos y sin fastos.

—En cuanto hayamos cruzado el umbral de nuestra mansión, seremos responsables de ella. La jerarquía me reprocharía no haber redactado un contrato que protegiera tu porvenir.

—¿Es honesta tu proposición?

—Cumplo la ley. Yo, Pazair, te aporto todos mis bienes a ti, Neferet, que conservarás tu nombre. Como hemos decidido vivir juntos bajo el mismo techo, es decir, estar casados, te deberé reparación si nos separamos. Un tercio de lo que hayamos adquirido, a partir de este día, te pertenecerá, y tendré que alimentarte y vestirte. Por lo demás, el tribunal decidirá.

—Debo confesar al decano del porche que estoy locamente enamorada de un hombre y tengo la firme intención de permanecer unida a él hasta mi último aliento.

—Tal vez, pero la ley…

—Cállate y entremos.

—Pero antes déjame hacer una rectificación: soy yo el que está locamente enamorado de ti.

Abrazados, cruzaron el umbral de su nueva existencia.

En la primera estancia, pequeña y baja, destinada al culto de los antepasados, se recogieron un buen rato venerando el alma de Branir, su maestro asesinado. Descubrieron luego la sala de recepción, las alcobas, la cocina, los baños provistos de canalizaciones de terracota y un excusado con una taza de calcáreo.

El cuarto de baño los dejó maravillados. A uno y otro lado de la losa de calcáreo, colocada en un ángulo, había dos bancos de ladrillos en los que se mantenían servidores y siervas para derramar el agua sobre el que deseara una ducha. Losetas de calcáreo cubrían las paredes de ladrillo, para que no se vieran expuestas a la humedad. Una ligera pendiente, que llevaba al orificio de una canalización de alfarería, profundamente enterrada, permitía que el agua saliera.

La alcoba, bien aireada, tenía una mosquitera sobre un gran lecho de ébano macizo, con los pies en forma de garras de león. A los lados se había colocado la cara jovial del dios Bes, encargado de proteger el descanso y proporcionar a los durmientes felices sueños. Pasmado, Pazair se demoró en el somier de cuerdas vegetales trenzadas, de excepcional calidad. Los numerosos travesaños habían sido dispuestos con perfecta ciencia para soportar un gran peso durante muchos años.

A la cabecera de la cama había un vestido de lino blanco, el tejido de la recién casada que sería, también, su sudario.

—Nunca hubiera creído que podría dormir una sola noche en semejante cama.

—¿Por qué esperar? —preguntó ella pícara.

Colocó el precioso tejido sobre el somier, se quitó el vestido y se tendió, desnuda, feliz de recibir sobre su cuerpo el cuerpo de Pazair.

—Esta hora es tan dulce que nunca la olvidaré; tú la haces eterna con tu mirada. No te alejes de mí; te pertenezco como un jardín que tú adornarás con flores y perfume. Cuando formamos un solo ser, la muerte ya no existe.

A la mañana siguiente, Pazair echó a faltar su pequeña casa de juez principiante y comprendió por qué el visir Bagey se limitaba a un modesto alojamiento en el centro de la ciudad. Ciertamente, los cepillos y las escobas de caña eran numerosos y favorecían una profunda limpieza, pero también era necesaria una mano experta para manejarlos. Ni Neferet ni él tenían tiempo de entregarse a esa tarea, y aunque se lo hubieran pedido al jardinero o al encargado del corral, éstos no habrían abandonado sus ocupaciones. Nadie había pensado en contratar a una mujer de la limpieza. Neferet y
Viento del Norte
se marcharon pronto hacia palacio; el visir deseaba una consulta antes de su primera audiencia. Sin escribano, sin despacho instalado, sin criados, el decano del porche se sintió completamente perdido a la cabeza de una propiedad demasiado grande para él. Al denominar a la esposa «ama de casa», los sabios no se habían equivocado.

El jardinero le aconsejó una mujer de unos cincuenta años, que alquilaba sus servicios a los propietarios necesitados; por seis días de trabajo no exigió menos de ocho cabras y dos vestidos nuevos. Expoliado, seguro de que estaba poniendo en peligro el equilibrio financiero de la pareja, el decano del porche se vio obligado a aceptar. Hasta que regresara Neferet, estaría en apuros.

Suti abrió los ojos en señal de asombro y palpó las paredes.

—Parecen de verdad.

—La construcción es reciente, pero de buena calidad.

—Creía ser el mayor bromista de Egipto, pero tú me superas de largo. ¿Quién te ha prestado esta mansión?

—El Estado —respondió Pazair.

—¿Sigues afirmando que eres el nuevo decano del porche?

—Si no me crees, escucha a Neferet.

—Es tu cómplice.

—Ve a palacio.

Suti comenzó a dudar.

—¿Quién te ha nombrado?

—Los nueve amigos del faraón, con el visir a la cabeza.

—¿Ese estirado vejestorio de Bagey ha despedido a tu predecesor, uno de sus estimados colegas, de irreprochable reputación?

—Los reproches existían. Bagey y el alto consejo han actuado de acuerdo con la justicia.

—Un milagro, un sueño…

—Mi demanda fue escuchada.

—¿Y por qué te han nombrado a ti para un puesto tan importante?

—He pensado en ello.

—¿Conclusiones?

—Supongamos que una parte del alto consejo esté convencida de la culpabilidad de Asher y la otra no; ¿no es astuto confiar una investigación cada vez más peligrosa al juez que levantó primero el velo? Cuando se tenga una certeza, en un sentido u otro, será fácil desautorizarme o felicitarme.

—Eres menos estúpido de lo que pareces.

—Esta actitud no me sorprende, está de acuerdo con el derecho egipcio. Puesto que he iniciado el asunto, tengo que concluir mi trabajo. De lo contrario, seré sólo un provocador. ¿De qué puedo quejarme? Me proporciona medios que no esperaba. El alma de Branir me protege.

—No cuentes con los muertos. Kem y yo te proporcionaremos mejor protección.

—¿Me crees amenazado?

—Cada vez más expuesto. Por lo general, el decano del porche es un hombre de edad, prudente, decidido a no correr ningún riesgo y a gozar de sus privilegios. En suma, exactamente lo contrario que tú.

—¿Y qué puedo hacer yo? El destino ha elegido.

—Tal vez no sea el más loco de ambos, pero me gusta. Detendrás al asesino de Branir y yo le cortaré la cabeza a Asher.

—¿Y la señora Tapeni?

—¡Una amante soberbia! ¡No tanto como Pantera, pero tiene imaginación! Ayer por la tarde nos caímos de la cama en el momento crucial. Una mujer ordinaria habría hecho una pausa, pero ella no. Tuve que mostrarme a la altura de las circunstancias, aunque estuviera debajo.

—¡Oh, es realmente admirable! Y en un terreno menos íntimo, ¿qué te ha enseñado?

—No eres un especialista de la seducción. Si le hago preguntas demasiado brutales, se cerrará como un dondiego a mediodía. Hemos comenzado a repasar las ilustres damas que practican el arte del tejido. Algunas son virtuosas de la aguja. ¡Siento que la pista es buena!

Ella regresó por fin, precedida por
Viento del Norte
.
Bravo
recibió al asno con ladridos de gozo, y ambos compañeros degustaron el uno una costilla de buey y el otro avena fresca.
Traviesa
no tenía hambre; su vientre estaba lleno de fruta robada en el huerto y se permitía una larga siesta.

Neferet estaba radiante. Ni la fatiga ni las preocupaciones tenían sobre ella efecto alguno. A menudo, Pazair se sentía indigno de su esposa.

—¿Cómo está el visir?

—Mucho mejor, pero será necesario cuidarlo hasta el fin de sus días. Su hígado y su vesícula biliar están muy mal, y no estoy segura de poder evitar que se le hinchen las piernas y los pies cuando esté cansado. Tendría que caminar mucho, evitar permanecer sentado días enteros, tomar el aire de la campiña.

—Le pides lo imposible. ¿Te ha hablado de Nebamon?

—El médico en jefe está enfermo. La intervención del babuino parece haber tenido consecuencias.

—¿Debemos compadecerlo?

El rebuzno de
Viento del Norte
los interrumpió. La pitanza no era suficiente.

—Estoy desbordado —confesó Pazair—. He contratado, a precio de oro, una mujer de la limpieza, pero me pierdo en esta gran casa. No tenemos cocinero, el jardinero hace lo que quiere, y no comprendo en absoluto el uso de estos múltiples cepillos. Abandono mis expedientes, no tengo escribano…

Neferet le besó.

CAPÍTULO 13

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