Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Este jefe de policía es un incapaz —deploró—. Cuando tomemos el poder, lo apartaremos.
—Cualquier precipitación sería perjudicial —precisó Chechi, con voz apenas audible—. El general Asher trabaja en la sombra, y no estoy descontento de mis resultados. Pronto dispondremos de un excelente armamento y controlaremos los principales arsenales. Sobre todo, no nos descubramos. Pazair está convencido de que Qadash ha querido robarme el hierro celeste y de que somos enemigos; ignora nuestros verdaderos vínculos y no los descubrirá si somos prudentes. Gracias a las declaraciones públicas de Denes, cree que el actual envite militar es la fabricación de armas irrompibles. Apoyemos esta idea.
—¿Tan ingenuo es? —preguntó el dentista.
—Todo lo contrario. Un proyecto de esta envergadura llamará su atención. ¿Hay algo más importante que una espada capaz de traspasar cascos, armaduras y escudos sin quebrarse? Con ella, Asher fomentará una conspiración para apoderarse del poder. Ésta es la verdad que se impondrá en el espíritu del juez.
—Implica tu complicidad —añadió Denes.
—Mi obediencia, como especialista, me libera de responsabilidad.
—De todos modos, estoy preocupado —insistió Qadash, que reinició sus paseos—. Desde que se cruzó en nuestro camino, desdeñamos a Pazair. ¡Y hoy es decano del porche!
—La próxima tormenta lo barrerá —profetizó Denes.
—Cada día que pasa nos es favorable —recordó Chechi—. El poder del faraón se deshace como una piedra corroída.
Ninguno de los tres conjurados advirtió la presencia de un testigo que no había perdido palabra de la entrevista.
Encaramado en una palmera,
Matón
, el babuino policía, los miraba con sus ojos enrojecidos.
Escandalizada por el comportamiento sectario y agresivo de Bel-Tran, la señora Nenofar no permanecía inactiva. Había convocado en su casa a los encargados de los asuntos de las cincuenta familias más ricas de Menfis para exponerles con claridad la situación. Sus patronos, como ellos mismos, gozaban de cierto número de cargos honoríficos que no estaban obligados a ejercer, pero que les permitían obtener informaciones confidenciales y permanecer en contacto con la alta administración. En su deseo de reorganización, Bel-Tran iba suprimiéndolos unos tras otros. Desde el comienzo de su historia, Egipto había rechazado siempre los excesos de autoritarismo de ese tipo de advenedizo, tan peligroso como una víbora del desierto.
El inflamado discurso de la señora Nenofar fue aprobado por unanimidad. Un hombre tomaría partido por la razón y la justicia: Pazair, el decano del porche. De ese modo, una delegación, compuesta por Nenofar y diez eminentes representantes de la nobleza, obtuvo audiencia a la mañana siguiente. Nadie iba con las manos vacías: pusieron a los pies del juez redomas de ungüento, un lote de preciosas telas y un cofre lleno de joyas.
—Recibid este homenaje a vuestra función —dijo el de más edad.
—Vuestra generosidad me conmueve, pero me veo obligado a rechazarlo.
El anciano dignatario se indignó.
—¿Por qué razón?
—Tentativa de corrupción.
—¡Lejos de nosotros esa idea! Hacednos el favor de aceptar.
—Llevaos esos regalos y ofrecédselos a vuestros sirvientes que más lo merezcan.
La señora Nenofar consideró indispensable intervenir.
—Decano del porche, exigimos que se respeten la jerarquía y los valores tradicionales.
—Encontraréis en mí un aliado.
Tranquilizada, la escultural esposa del transportista Denes se expresó con ardor.
—Bel-Tran, sin ninguna razón de peso, acaba de suprimir mi cargo honorífico de inspectora del Tesoro y se dispone a perjudicar a muchos miembros de las familias más estimadas de Menfis. Atenta a nuestras costumbres y ataca antiquísimos privilegios. Exigimos vuestra intervención para que esta persecución cese.
Pazair leyó un párrafo de la Regla:
—«Tú que juzgas, no hagas diferencia alguna entre un rico y un hombre del pueblo. No concedas atención alguna a las hermosas ropas ni desdeñes a aquel cuyo sencillo atavío se debe a sus modestos recursos. No aceptes regalo alguno de quien posea bienes ni perjudiques al débil en su beneficio. Así, si sólo te preocupas de los actos cuando pronuncies tu sentencia, el país tendrá sólidas bases.»
Aquellos preceptos, de todos conocidos, sembraron, sin embargo, el desconcierto.
—¿Qué significa esa cita? —se extrañó la señora Nenofar.
—Que estoy al corriente de la situación y que apruebo a Bel-Tran. Vuestros «privilegios» no son muy antiguos, se remontan sólo a los primeros años del reinado de Ramsés.
—¿Criticáis al rey?
—Él os incitaba, como noble, a cumplir nuevos deberes, no a beneficiaros de un titulo. El visir no ha formulado oposición alguna a la reorganización administrativa de Bel-Tran. Los primeros resultados son alentadores.
—¿Pensáis empobrecer a la nobleza?
—Devolverle su verdadera grandeza, para que sea un ejemplo.
Bagey el rigorista, Bel-Tran el ambicioso, Pazair el idealista: la señora Nenofar se estremeció pensando en la alianza de aquellos tres hombres. Afortunadamente, el viejo visir no tardaría en jubilarse, el chacal quebraría sus largos colmillos sobre una piedra y el juez íntegro, antes o después, caería en la tentación.
—Basta ya de frases hechas; ¿qué partido tomáis?
—¿No he sido bastante claro?
—Ningún notable ha hecho carrera sin nuestra ayuda.
—Me resignaré a ser la excepción.
—Fracasaréis.
Tapeni era insaciable. No tenía el inimitable ardor de Pantera, pero daba pruebas de una soberbia imaginación, tanto en las posturas como en las caricias. Para no decepcionarla, Suti se veía obligado a seguirla en sus divagaciones e incluso a precederla. Tapeni sentía un profundo afecto por el joven, al que reservaba tesoros de ternura. Morena, pequeña, ardiente, practicaba el arte del sexo, unas veces con refinamiento y otras con violencia.
Afortunadamente, Tapeni estaba también muy ocupada por su trabajo; de este modo, Suti gozaba de períodos de descanso que aprovechaba para tranquilizar a Pantera y demostrarle su incólume pasión.
Tapeni se ponía el vestido, Suti se ajustaba el paño.
—Eres un hombre apuesto y un fogoso semental.
—«Gacela saltadora» sería un buen apodo para ti.
—La poesía me deja indiferente, pero tu virilidad me fascina.
—Sabes dirigirte a ella con gestos convincentes, pero hemos perdido de vista el motivo de mi primera visita.
—¿La aguja de nácar?
—Eso es.
—Un hermoso objeto, raro, precioso, que sólo manejan gentes de calidad, expertas en tejido.
—¿Tienes la lista?
—Claro.
—¿Aceptarías comunicármela?
—Son mujeres, rivales… Me pides demasiado.
Suti temía esa respuesta.
—¿Cómo podré seducirte?
—Eres el hombre que quería. Por la noche te echo en falta. Me veo obligada a hacerme el amor a mi misma pensando en ti. ¿No se hacen insoportables estos sufrimientos?
—Podría concederte una noche, de vez en cuando.
—Quiero todas tus noches.
—¿Deseas…?
—Casarme, querido.
—Por principio moral, soy hostil a ello.
—Tendrás que abandonar a tus amantes, hacerte rico, vivir en mi casa, esperarme, estar siempre dispuesto a satisfacer mis más enloquecidos deseos.
—Existen actividades más penosas.
—Haremos oficial nuestra unión la semana que viene.
Suti no protestó. Ya descubriría un modo para escapar de aquella esclavitud.
—¿Quiénes manejan esas agujas?
Tapeni hizo un arrumaco.
—¿Tengo tu palabra?
—Sólo tengo una.
—¿Tan importante es la información?
—Para mí, sí. Pero si te niegas…
Ella lo agarró del brazo.
—No te enojes.
—Me torturas.
—Es un juego. Pocas damas nobles saben utilizar a la perfección y sin temblar agujas de este tipo. El instrumento exige precisión. Sólo veo tres: la esposa del antiguo supervisor de los canales es la mejor.
—¿Dónde está?
—Tiene ochenta años y vive en la isla Elefantina, junto a la frontera sur.
Suti hizo una mueca.
—¿Y las otras dos?
—La viuda del director de los graneros, pequeña y frágil, tenía, sin embargo, una fuerza increíble. Pero se rompió el brazo hace dos años y…
—¿La tercera?
—Su alumna preferida que, a pesar de su fortuna, sigue confeccionándose ella misma la mayoría de sus vestidos: la señora Nenofar.
L
a audiencia se abriría a media mañana. Kem, aunque no había recuperado su babuino, había aceptado comparecer.
Al alba, Pazair inspeccionó el porche al que lo llamaba el destino. Enfrentarse con Mentmosé no sería fácil; el jefe de policía, que se hallaba entre la espada y la pared, no se dejaría degollar como un pato miedoso. El juez temía una reacción viciosa, digna de un notable dispuesto a pisotear a los demás para preservar sus privilegios.
Pazair salió del porche y observó el templo al que estaba adosado. Tras los altos muros trabajaban los especialistas de la energía divina; conscientes de las divinidades humanas, se negaban a aceptarlas como una fatalidad. El hombre era arcilla y paja, sólo Dios construía moradas de eternidad, donde residían las fuerzas de creación, para siempre inaccesibles y, sin embargo, presentes en los más modestos sílex.
Sin el templo, la justicia hubiera sido sólo molestias, arreglos de cuentas, dominio de una casta; gracias a él, la diosa Maat llevaba el gobernalle y velaba sobre la balanza. Ningún individuo podía poseer la justicia; sólo Maat, de cuerpo tan ligero como una pluma de avestruz, conocía el peso de los actos. Los magistrados debían servirla con la ternura de un hijo por su madre.
Mentmosé brotó de la oscuridad agonizante. Pazair, friolero a pesar de la estación, se había puesto una capa de lana en los hombros; el jefe de policía se limitaba a la túnica almidonada, que llevaba con mucha soberbia. En su cintura se había colocado un puñal de mango corto y hoja fina. Su mirada era fría.
—Sois muy madrugador, Mentmosé.
—No tengo la intención de desempeñar el papel de acusado.
—Os he citado como testigo.
—Vuestra estrategia es simple: abrumarme con faltas más o menos imaginarias. ¿Debo recordaros que, como vos, hago aplicar la ley?
—Olvidando aplicárosla a vos mismo.
—Una investigación no se lleva a cabo con buenos sentimientos; a veces, es preciso ensuciarse las manos.
—¿No habréis olvidado purificároslas?
—No es hora de moralejas de pacotilla. No prefiráis un peligroso negro al jefe de policía.
—Ante la justicia no hay desigualdades: hice juramento en este sentido.
—¿Quién sois, Pazair?
—Un juez de Egipto.
Estas palabras habían sido pronunciadas con tanta fuerza y seguridad que turbaron a Mentmosé. Había tenido la mala suerte de chocar con un magistrado de los antiguos tiempos, uno de esos hombres representados en los bajorrelieves de la edad de oro de las pirámides, con la cabeza erguida, respetuoso de la rectitud, enamorado de la verdad, insensible a la condena y a la alabanza. Tras tantos años pasados en los meandros de la alta administración, el jefe de policía estaba convencido de que esta raza se extinguiría definitivamente con el visir Bagey. Lamentablemente, como una mala hierba que creía aniquilada, renacía con Pazair.
—¿Por qué me perseguís?
—No sois una víctima inocente.
—Fui manipulado.
—¿Por quién?
—Lo ignoro.
—¡Vamos, Mentmosé! Sois el hombre mejor informado de Egipto e intentáis convencerme de que un individuo más calculador que vos ha manejado los hilos en vez de vos.
—Puesto que deseáis la verdad, hela aquí. Reconoced que no me hace favor alguno.
—Sigo siendo escéptico.
—Os equivocáis. Nada sé sobre la verdadera causa de la muerte de los veteranos; ni tampoco sobre el robo del hierro celeste. El asesinato de Branir me ofrecía la ocasión, a través de una denuncia anónima, de librarme de vos. No vacilé porque os odio. Detesto vuestra inteligencia, vuestra voluntad de conseguirlo a toda costa, vuestra negativa a la componenda. Un día u otro os atacaría. Mi última oportunidad era Kem; si lo hubierais aceptado como chivo expiatorio, habríamos firmado un pacto de no agresión.
—Vuestro falso testigo ocular, ¿no será él el manipulador?
Mentmosé se rascó el rosado cráneo.
—Ciertamente existe una conspiración, cuya cabeza pensante es el general Asher, pero he sido incapaz de desentrañar su madeja. Tenemos enemigos comunes; ¿por qué no nos aliamos?
El silencio de Pazair pareció de buen augurio.
—Vuestra intransigencia sólo durará algún tiempo —afirmó Mentmosé—. Os ha permitido ascender mucho en la jerarquía, pero no tiréis demasiado de la cuerda. Conozco la vida; escuchad mis consejos, os beneficiarán.
—Estoy preguntándomelo.
—¡En buena hora! Estoy dispuesto a terminar con mis resentimientos y consideraros un amigo.
—Si no estáis en el núcleo de la conspiración —estimó Pazair, reflexionando en voz alta—, es mucho más grave de lo que imaginaba.
Mentmosé quedó desconcertado. Esperaba otra conclusión.
—El nombre de vuestro falso testigo se convierte en un indicio fundamental.
—No insistáis.
—Entonces, caeréis solo, Mentmosé.
—¿Os atreveréis a acusarme?…
—De conspiración contra la seguridad del Estado.
—¡Los jurados no os seguirán!
—Ya veremos. Existen suficientes datos para alertarlos.
—¿Si os doy el nombre, me dejaréis en paz?
—No.
—¡Sois un insensato!
—No cederé a chantaje alguno.
—En ese caso, no tengo interés alguno en hablar.
—Como gustéis. Dentro de un rato nos veremos en el tribunal.
Los dedos de Mentmosé se crisparon en la empuñadura del puñal. Por primera vez en su carrera, el jefe de policía se sentía cogido en la red.
—¿Qué porvenir me reserváis?
—El que vos mismo habéis elegido.
—Sois un excelente juez, yo soy un buen policía. Un error se repara.
—¿El nombre del falso testigo?
Mentmosé no caería solo.
—El dentista Qadash.
El jefe de policía acechó la reacción de Pazair. Como el decano del porche permaneció silencioso, dudó en desaparecer.