Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Siéntate.
—¡Yo no pacto!
—Acepta al menos una tregua.
Tambaleándose un poco, Suti consiguió agacharse sin perder el equilibrio.
—Es inútil que intentes seducirme. He visto claro tu juego.
—Tienes suerte. Yo me pierdo siempre.
Asombrado, Suti se volvió hacia Pazair.
—¿Qué quieres decir?
—Mira mejor: estoy abrumado de trabajo. Cuando era un pequeño juez en un barrio de Menfis, tenía tiempo para investigar. Aquí debo responder mil demandas, tratar muchos expedientes, calmar las cóleras de los unos y las impaciencias de los otros.
—¡Has caído en la trampa! Dimite, y sígueme.
—¿Qué proyectos tienes?
—Retorcerle el cuello al general Asher y curar a Egipto del mal que le corroe.
—Ese resultado no se alcanzará así.
—¡Claro que sí! ¡Cortándole la cabeza a la conspiración, la sedición termina!
—¿Y el asesino de Branir?
Suti esbozó una sonrisa feroz.
—Fui un buen investigador, pero he tenido que casarme con la señora Tapeni.
—Valoro tu sacrificio.
—De lo contrario, no hubiera hablado.
—Ahora eres rico.
—Pantera no lo acepta.
—Un seductor como tú podrá lograrlo.
—Casado, yo… ¡Peor que el presidio! En cuanto sea posible, me divorciaré.
—¿Fue bien la ceremonia?
—En la más estricta intimidad. Ella no quería que asistiera nadie. En la cama se desenfrenó. Para Tapeni, soy una golosina inagotable.
—Bueno, ¿y la investigación?
—Sólo algunas personas de alto linaje utilizan el tipo de aguja que mató a Branir. Entre ellas, la más hábil y la más notable es la señora Nenofar. Si su cargo de inspectora del Tesoro es sólo honorífico es efectivamente la intendente de los paños y conoce a las mil maravillas el oficio.
¡La señora Nenofar, la esposa del transportista Denes, la feroz enemiga de Bel-Tran, el mejor apoyo del juez! Sin embargo, durante el proceso a Asher, como miembro del jurado, no había censurado a Pazair. El juez se sentía, de nuevo, en falso. La culpabilidad parecía evidente, pero su convicción no llegaba a formarse.
—Detenla inmediatamente —aconsejó Suti.
—No se ha establecido la prueba.
—¡Como con Asher! ¿Por qué niegas sin cesar la evidencia?
—Yo no, Suti, el tribunal. Para considerar culpable a una persona acusada de asesinato, los jurados exigen una impecable instrucción.
—¡Pero yo me he casado!
—Intenta obtener algo más.
—Te vuelves cada vez más exigente y te encierras en una red de leyes que te alejan de la realidad. Niegas la verdad: Asher es un traidor y un criminal que intenta apoderarse del ejército de Asia; Nenofar asesinó a tu maestro.
—¿Por qué no actúa el general?
—Porque está colocando a sus hombres en los protectorados y en el propio Egipto. Como instructor de los oficiales de Asia, forma un clan de escribas y de militares que le son afectos. Muy pronto, con la ayuda de su amigo Chechi, dispondrá de armas irrompibles que le permitirán enfrentarse sin temor a cualquier ejército. Quien controla las armas gobierna el país.
Pazair seguía sin creerlo.
—Un golpe de Estado militar no tiene posibilidades de triunfar.
—¡No estamos en la edad de oro, sino en el reinado de Ramsés! En nuestras provincias, hay extranjeros a miles; nuestros queridos compatriotas piensan más en enriquecerse que en satisfacer a los dioses. La vieja moral ha muerto.
—La persona del faraón sigue siendo sagrada. El general Asher no está a la altura. Ningún clan lo apoyará. El país lo rechazará.
El argumento fue convincente. Suti admitió que su razonamiento, indiscutible en un país de Asia, no valía para el Egipto de Ramsés el Grande. Una facción, aunque estuviera muy bien armada, no lograría el asentimiento de los templos, y menos aún la adhesión del pueblo. Para gobernar las Dos Tierras no bastaba con la fuerza. Se necesitaba un ser mágico, capaz de hacer un pacto con los dioses y lograr que el amor del más allá brillara en la tierra. Ridículas palabras para los oídos de un griego, de un libio o de un sirio, pero esenciales para los de un egipcio; fueran cuales fuesen sus cualidades de estratega e intrigante, Asher carecía de esas virtudes.
—Es extraño —dijo Pazair—. Habíamos considerado tres posibles culpables del asesinato de Branir: el decano del porche, exiliado, que se muere de inanición; Nebamon, que sufre una grave enfermedad, y Mentmosé, al borde del abismo. Los tres habrían podido escribir la nota ordenándome que me reuniera con mi maestro y organizar la puesta en escena destinada a acusarme. Y tú añades a la señora Nenofar. Pero me parece que el antiguo decano no tiene nada que ver; su comportamiento fue el de un magistrado desgastado, débil, abrumado por sus compromisos. Nebamon le ha jurado a Neferet que no estaba comprometido en conspiración alguna. Y el jefe de policía, por lo general tan hábil y tan seguro de sí mismo, parece el manipulado y no el manipulador. Si nos hemos equivocado tan gravemente, ¿por qué no dudar en lo que se refiere a la señora Nenofar?
—¡Ahí está tu conspiración! El general Asher no se limita a sus soldados de élite, necesita apoyo entre los nobles y los ricos. Tiene el de Denes y el de la señora Nenofar, los comerciantes más ricos de Menfis. Gracias a su fortuna, comprará silencios, conciencias y complicidades. El cerebro del asunto es doble.
—¿No organizó Denes un banquete para celebrar mi investidura?
—¿No intentó comprarte, también a ti? Cuando no lo logra, fabrica una verdad que le conviene. Tú, asesino de Branir; Qadash, testigo ocular del mismo crimen, para librarse definitivamente de tu fiel policía, Kem.
Esta vez, a pesar de su embriaguez, Suti se mostraba convincente.
—Si tienes razón, nuestros adversarios son todavía más numerosos y fuertes de lo que suponíamos.
—¿Está Denes a la altura de un jefe de Estado?
—¡De ningún modo! Demasiado lleno de cinismo, demasiado indiferente ante los demás. Demasiado corto de vista; sus finanzas y su interés personal son sus únicas preocupaciones. La señora Nenofar, en cambio, es más temible de lo que parece; la creo capaz de asumir una regencia. ¡No soñamos, decano del porche! Cinco cadáveres de veteranos, Branir asesinado, varias tentativas de eliminación… Desde hacía decenios, Egipto no había conocido semejantes trastornos. Tu investigación molesta. Y puesto que dispones de poder, ¡utilízalo! Tu papeleo puede esperar.
—Garantiza el equilibrio del país y la felicidad cotidiana de la población.
—¿Qué quedará de ello si la conspiración tiene éxito?
Pazair se levantó tenso.
—La inacción se te hace insoportable, Suti.
—Un héroe necesita hazañas.
—¿Estás dispuesto a correr riesgos?
—Tanto como tú. Quiero asistir al castigo del general Asher.
El cólico de Silkis había tomado proporciones alarmantes. Temiendo una disentería, el propio Bel-Tran había ido a buscar a Neferet en plena noche. La médica hizo tomar a la enferma semillas de eneldo oloroso; sus propiedades sedantes y digestivas atenuaron los espasmos. Como ungüento, mezcladas con brionia y cilantro, aliviaban las jaquecas. La hermosa umbelífera de flores amarillas no bastaría, pues las diarreas eran muy dolorosas; cada cuarto de hora, Silkis tenía que tomar una copa llena de cerveza de algarrobo, obtenida a partir de las vainas y mezclada con aceite y miel. Una hora después del comienzo del tratamiento, los síntomas se atenuaron.
—Sois maravillosa —balbuceó la paciente.
—Estad tranquila. Mañana mismo estaréis restablecida. Bebed cerveza de algarrobo durante una semana.
—¿Debo temer complicaciones?
—Ninguna. Una simple intoxicación alimenticia. Mal curada, habría sido inquietante. Durante algunos días, alimentaos con cereales.
Bel-Tran le dio calurosamente las gracias a Neferet y la llevó aparte.
—¿Habéis sido sincera?
—No temáis.
—Permitidme que os ofrezca una colación.
Neferet no rechazó aquel instante de reposo antes de una larga jornada en la que visitaría a más de una docena de enfermos, ricos o pobres. Pronto amanecería; era inútil intentar dormir.
—Desde que entré en el Tesoro —reveló Bel-Tran—, tengo insomnio. Mientras Silkis duerme, trabajo en los asuntos del día siguiente. A veces, una bola dolorosa se forma en mi estómago, y quedo casi paralizado.
—Estáis agotando vuestro sistema nervioso.
—El Tesoro no me concede descanso. Admito vuestros reproches, Neferet, pero ¿no podría también devolvéroslos? Vais de un lugar a otro de la ciudad, y no os resistís a súplica alguna. Vuestro lugar está en otra parte. En palacio faltan facultativos de vuestra calidad. Al rodearse de mediocres, Nebamon ha hecho el vacío a su alrededor. Os expulsó del cuerpo principal de médicos a causa de vuestra competencia.
—Es el médico en jefe quien decide los nombramientos, ni vos ni yo podemos hacer nada.
—Habéis curado al visir y a varios notables. Reuniré sus testimonios y los presentaré a la comisión de disciplina. Los más estúpidos se verán obligados a reconocer vuestros méritos.
—No tengo ganas de luchar por mí misma.
—Pazair, como decano del porche, no puede intervenir en vuestro favor so pena de ser sospechoso de parcialidad. No es mi caso. Me batiré por vos.
Tebas estaba conmocionada. La gran ciudad del sur, garante de las más antiguas tradiciones, hostil a las innovaciones económicas que Menfis, la rival del norte, aceptaba con excesiva complacencia, aguardaba impaciente el nombre del nuevo sumo sacerdote que reinaría sobre más de ochenta mil empleados, sesenta y cinco ciudades y pueblos, un millón de hombres y mujeres que trabajaban, más o menos directamente, para el templo, cuatrocientas mil cabezas de ganado, cuatrocientos cincuenta viñedos y huertos y noventa navíos.
El faraón debía proporcionar los objetos de culto, los alimentos, el aceite, el incienso, los ungüentos, la ropa, y facilitar tierras, cuya propiedad sería indicada por grandes estelas plantadas en los linderos de los campos, en cada ángulo; el sumo sacerdote debía percibir las tasas sobre las mercancías y los pescadores. El pontífice de Amón gestionaba un Estado en el Estado; así pues, el rey tenía que nombrar a un hombre cuya fidelidad y obediencia le estuvieran aseguradas, sin por ello ser un personaje insustancial, desprovisto de autoridad; Branir tenía aquel temple; su brutal desaparición había sido un problema para Ramsés el Grande. La víspera de la entronización, todavía no se conocía su elección.
Pazair y Suti se habían desplazado hasta allí por curiosidad y por necesidad. Ni siquiera el sumo sacerdote de Ptah de Menfis había podido proporcionarles ninguna información sobre el robo del hierro celeste. Sin ninguna duda, el precioso metal procedía de un templo del sur; sólo el sumo sacerdote de Karnak pondría a los investigadores sobre una pista seria.
Pero, ¿con qué personaje tendría que enfrentarse Pazair?
Como decano del porche, Pazair fue admitido en el desembarcadero, acompañado por Suti, al que presentó como su ayudante. Muchas barcas ocupaban la dársena excavada entre el Nilo y el templo; hileras de árboles preservaban el frescor.
Los dos amigos, conducidos por un sacerdote, pasaron entre las esfinges con cabeza humana, cuya mirada apartaba a los profanos. Ante cada uno de los vigilantes guardianes, una regata de irrigación conducía el agua a un foso, de unos cincuenta centímetros de profundidad, donde crecían flores.
Así, la vía sacra que conducía del mundo exterior al templo estaba adornada con los más vivos y tornasolados colores.
Pazair y Suti tuvieron acceso al primer gran patio, donde celebrantes de cráneo afeitado, vestidos con ropas de lino, adornaban con flores los altares. Fueran cuales fuesen los acontecimientos, el culto debía garantizarse. Los puros, los padres divinos, los servidores del dios, los dueños de los secretos, los portadores de los rituales, los astrólogos y los músicos se consagraban a sus ocupaciones, fijadas por la Regla en vigor desde el tiempo de las pirámides. Sólo una pequeña parte de ellos vivía permanentemente en el interior del santuario; los demás oficiaban durante períodos más o menos largos, que iban de una semana a tres meses. Dos veces por día y dos veces por noche, procedían a abluciones, porque consideraban que la ascesis interior tenía que verse acompañada por una impecable limpieza física.
Los dos amigos se sentaron en un banco de piedra. La tranquilidad del lugar, su majestad, la profunda paz inscrita en las piedras de eternidad les hicieron olvidar preocupaciones y preguntas. Aquí, la vida, liberada de la erosión de la continuidad, tenía otro sabor. Incluso Suti, que no creía en los dioses, llenó su alma de plenitud.
El nuevo sumo sacerdote de Karnak había recibido del rey las insignias de su función, un bastón de oro y dos anillos.
Jefe, en adelante, del más rico y más vasto de los templos de Egipto, velaría para preservar sus tesoros. Cada mañana abriría los dos batientes del santuario secreto, la región de luz donde Amón se regeneraba en el misterio de Oriente. Había prestado el juramento de observar el ritual, renovar las ofrendas y ocuparse de la morada divina, donde la creación de los primeros instantes se mantenía en equilibrio. Mañana pensaría en su abundante personal, que comprendía el director de su casa, un mayordomo, un chambelán, escribas, secretarios y jefes de equipo; mañana echaría en falta la tranquila existencia de la que lo había arrancado la decisión del faraón. En aquel momento tan intenso pensaba en el precepto fundamental de la Regla: «No levantes la voz en el templo, Dios detesta los gritos. Que tu corazón sea amante. No interrogues a Dios a diestro y siniestro, pues le gusta el silencio. El silencioso parece el árbol que crece en el huerto; sus frutos son dulces, su sombra agradable, reverdece y acaba sus días en el vergel donde ha nacido.»
El sumo sacerdote se recogió largo rato en el Santo de los santos, solo ante el naos que contenía la estatua del dios. Nunca había esperado vivir semejante emoción, que reducía a la nada sus aspiraciones de ayer y sus irrisorias esperanzas.
El vestido del primer servidor de Amón lo despojaba de su humanidad y lo convertía en un desconocido para sí mismo. Poco importaba, puesto que no tendría posibilidad alguna para interrogarse sobre sus gustos o sus dudas.
El sumo sacerdote retrocedió borrando sus pasos. En cuanto hubiera salido del Santo de los santos, se volvería para enfrentarse con el universo del templo.