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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (17 page)

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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—¿Qué ha hecho?

—Sólo quiere hablar contigo. Esta noche ha bebido mucho.

—¡Por fin! —exclamó Suti sobreexcitado.

—Kem y yo hemos descubierto indicios esenciales —dijo Pazair.

—Si Neferet no me hubiera ocultado, me habrían deportado a Asia.

—¿De qué delito te han declarado culpable?

—El general Asher me acusa de deserción, injurias a oficial superior, abandono de puesto, pérdida de armas homologadas, cobardía ante el enemigo y denuncia calumniosa.

—Ganarás tu proceso.

—De ningún modo.

—¿Qué temes?

—Al abandonar el ejército, dejé de rellenar ciertos documentos que me liberaban de cualquier obligación. El plazo legal ha prescrito. Asher, con razón, confiaba en mi negligencia. Efectivamente soy un desertor y puedo ser condenado a presidio militar.

—Es enojoso.

—Un año de campo de trabajo en Asia, eso es lo que me espera. ¡Imaginas cómo me tratarán los escribas del general! No saldré vivo.

—Me interpondré.

—¡Soy culpable, Pazair! ¿Cómo es posible que tú, el decano del porche, vayas contra la ley?

—La misma sangre corre por nuestras venas.

—¡Y caerás conmigo! Me han tendido una buena trampa. Sólo me queda una solución: aceptar tu oferta y partir como buscador, desvanecerme en el desierto. Escaparé de la señora Tapeni, de Pantera, de ese general asesino, y haré fortuna. ¡La pista del oro! ¿Puede haber sueño más bello?

—Como tú mismo decías, no lo hay más peligroso.

—No estoy hecho para una existencia sedentaria. Echaré en falta a las mujeres, pero cuento con mi suerte.

—No tenemos ganas de perderte —objetó Neferet.

Conmovido, la contempló.

—Volveré. ¡Volveré rico, poderoso y honrado! Todos los Asher del mundo temblarán ante mí y se arrastrarán a mis pies, pero no tendré piedad y los aplastaré con el talón. Volveré para besaros en ambas mejillas y degustar el banquete que me habréis preparado.

—A mi modo de ver —consideró Pazair—, mejor será que festejemos inmediatamente y que abandones tus proyectos de borracho.

—Nunca estuve más lúcido. Si me quedo, seré condenado y te arrastraré en mi caída. Tozudo como eres, te obstinarías por defenderme y luchar por una causa perdida de antemano. Así, todos nuestros esfuerzos habrán sido vanos.

—¿Es necesario correr tales riesgos? —preguntó Neferet.

—¿Cómo salir de este mal paso sin una acción resonante? El ejército me está ya prohibido, sólo me queda el oficio maldito: ¡buscador de oro! No, no me he vuelto loco. Esta vez haré fortuna. Lo presiento, en mi cabeza, en mis dedos, en mi vientre.

—¿Es una decisión irrevocable?

—Estoy dándole vueltas desde hace una semana, he tenido tiempo de pensar. Ni siquiera tú la modificarías.

Pazair y Neferet se miraron; Suti no bromeaba.

—En ese caso, tengo que darte una información.

—¿Sobre Asher?

—Kem y yo hemos descubierto un tráfico de amuletos en el que están comprometidos Denes y Qadash. Es posible que el general esté implicado en los robos de oro. Dicho de otro modo, los conspiradores amasan riquezas.

—¡Asher ladrón de oro! ¡Es fabuloso! Condena a muerte, ¿no es cierto?

—Si se establece la prueba, sí.

—¡Eres mi hermano, Pazair!

Suti cayó en brazos del juez.

—Yo te traeré esa prueba. No sólo me haré rico, sino que derribaré, también, al monstruo de su pedestal.

—No corras tanto, es sólo una hipótesis.

—¡No, es la verdad!

—Si persistes, haré que tu misión sea oficial.

—¿De qué modo?

—Con la autorización de Kem, estás enrolado desde hace quince días en la policía del desierto. Te pagarán un sueldo.

—Quince días… ¡Antes de las acusaciones del general!

—A Kem, el papeleo le importa un pito. Estarás en regla, eso es lo esencial.

—¡Bebamos! —exigió Suti.

Neferet se inclinó.

—Introdúcete entre los mineros —recomendó Pazair— y no menciones a nadie tu calidad de policía. Revélala sólo para salvarte de un peligro inminente.

—¿Sospechas de alguien en especial?

—A Asher le gustaría que la policía del desierto estuviera bajo su mando. En consecuencia, ha debido de introducir en ella chivatos o comprar algunas conciencias, y lo mismo entre los mineros. Intentaremos comunicarnos por el servicio de correo o por cualquier otro medio que no te ponga en peligro. Tenemos que estar informados del progreso de nuestras respectivas investigaciones. Mi código de identificación será…
Viento del Norte
.

—Si reconoces ser un asno, el camino de la sabiduría sigue accesible.

—Exijo una promesa.

—La tienes.

—No abuses de tu famosa suerte. Si el peligro se hace acuciante, vuelve.

—Ya me conoces.

—Precisamente por eso.

—Yo actuaré en secreto; el que está expuesto eres tú.

—¿Quieres demostrar que corro más peligro que tú?

—Si los jueces se vuelven inteligentes, este país tiene todavía porvenir.

CAPÍTULO 19

D
enes contó y volvió a contar los higos secos. Tras varias verificaciones, comprobó el robo.

Faltaban ocho frutos con respecto a las cuentas de su escriba de los árboles frutajes. Furioso, convocó a su personal y lo amenazó con las peores sanciones si el culpable no aparecía. Una cocinera de edad, que quería estar tranquila, empujó a un chiquillo de unos diez años, ¡el propio hijo del escriba! Éste fue condenado a diez bastonazos y el muchacho a quince. El transportista quería que se respetara estrictamente la moralidad; el menor de sus bienes debía ser considerado como tal. En ausencia de la señora Nenofar, que estaba viéndoselas con los servicios del Tesoro para intentar disminuir la influencia de Bel-Tran, Denes mantenía el orden en su propiedad.

La cólera le había despertado el apetito. Se hizo servir cerdo asado, leche y queso fresco. La inesperada visita de Pazair lo dejó sin hambre. Con aire alegre, lo invitó, sin embargo, a compartir su tentempié. El decano del porche se sentó en el murete de piedra seca que cerraba la pérgola y observó al transportista con aguda mirada.

—¿Por qué contratasteis al antiguo intendente de Qadash, reconocido culpable de falta de delicadeza?

—Mi oficina de contratación cometió un error. Qadash y yo estábamos convencidos de que aquel despreciable individuo había abandonado la provincia.

—La abandonó, ciertamente, pero para ponerse a la cabeza de vuestra mayor explotación agrícola, cerca de Hermópolis.

—Utilizaría un nombre falso. No os quepa duda de que mañana será despedido.

—No será necesario. Está en la cárcel.

El transportista se mesó su delgada barba, de la que sobresalían algunos pelos.

—¿En la cárcel? ¿Qué delito ha cometido?

—¿Ignoráis su papel de encubridor?

—¡Encubridor, qué horrible palabra!

Denes parecía indignado.

—Tráfico de amuletos depositados en arcones —precisó Pazair.

—¿En mi casa, en mi granja? ¡Increíble, insensato! Os pido la mayor discreción, querido decano; mi reputación no debe sufrir por los crímenes de ese miserable.

—Sois pues una de sus victimas.

—Me engañó del modo más vil, porque sabía que nunca voy a esa explotación. Mis negocios me retienen en Menfis, y la provincia no me gusta demasiado. Me atrevo a esperar un severo castigo.

—¿No tenéis información alguna sobre los manejos de vuestro intendente?

—¡Ninguna! Yo tengo muy buena fe.

—¿Sabíais que en esta misma granja se ocultaba un tesoro?

El transportista pareció atónito.

—¡Un tesoro, ahora! ¿De qué naturaleza?

—Secreto del sumario. ¿Sabéis dónde se halla nuestro amigo Qadash?

—Aquí, a causa de su estado de fatiga, le he ofrecido hospitalidad.

—¿Puedo verlo, si su salud mejora?

Denes mandó a buscar al dentista, bastante enfadado. Gesticulando, sin poder estarse quieto, Qadash se lanzó a una serie de enmarañadas explicaciones con las que se defendía por haber contratado a un intendente, afirmando haberlo expulsado de su propiedad.

Respondió a las preguntas de Pazair con frases ampulosas, sin pies ni cabeza. O el dentista de cabellos canos estaba perdiendo la razón o hacía comedia.

El juez lo interrumpió.

—Creo comprender que ni el uno ni el otro sabían nada. El tráfico de amuletos se llevaba a cabo a vuestras espaldas.

Denes felicitó al juez por sus conclusiones. Qadash desapareció sin saludarlo.

—Perdonadlo; la edad, un pasajero cansancio.

—La investigación prosigue —añadió Pazair—. El intendente sólo es un peón. Sabré quién concibió el juego y fijó sus reglas. No os quepa duda de que os tendré al corriente.

—Os lo agradecería.

—Deseo hablar con vuestra esposa.

—Ignoro a qué hora regresará de palacio.

—Volveré al anochecer.

—¿Es necesario?

—Indispensable.

La señora Nenofar se entregaba a su placer favorito, la confección de vestidos. El juez fue conducido a su taller. Cuidadosamente maquillada, cosía la manga de un vestido largo y manifestó su irritación.

—Estoy cansada. Verme importunada en mi propia morada me resulta desagradable.

—Lo siento mucho. Vuestro trabajo es notable.

—¿Os impresionan, acaso, mis dones para la costura?

—Me fascinan.

Nenofar pareció desconcertada.

—¿Qué significa?…

—¿De dónde proceden las piezas de tejido que utilizáis?

—Es cosa mía.

—Desengañaos.

La esposa del transportista abandonó su labor y se levantó, ultrajada.

—Os conmino a explicaros.

—En vuestra granja del Medio Egipto, entre objetos sospechosos, se hallaban unas piezas de lino, vestidos y sábanas. Supongo que os pertenecen.

—¿Disponéis de una prueba?

—Formal, no.

—En ese caso, ahorradme vuestras suposiciones y largaos.

—Me veo obligado, pero insisto en un punto: no me engañaréis.

Pantera había concluido.

Cabellos de un enfermo muerto la víspera, algunos granos de cebada robados de la tumba de un niño antes de que fuera cerrada, semillas de manzana, sangre de un perro negro, vino agriado, orines de asno y serrín de madera: el filtro sería eficaz. Durante quince días, la rubia libia se había deslomado para reunir los ingredientes. Por las buenas o por las malas, su rival bebería aquella mixtura. Consumida de amor, pero frígida para siempre, decepcionaría a Suti. La abandonaría sin tardanza.

Pantera oyó un ruido. Alguien acababa de entrar en la pequeña casa blanca, pasando por el jardincillo.

Apagó la lámpara que iluminaba la cocina y tomó un cuchillo. ¡Se había atrevido! ¡La muy arpía la desafiaba bajo su propio techo, sin duda con la intención de librarse de ella!

El intruso penetró en la alcoba, abrió una bolsa de viaje y metió en ella unas ropas. Pantera levantó su arma.

—¡Suti!

El joven se volvió. Creyéndose amenazado, se echó hacia un lado. La libia soltó el cuchillo.

—¿Te has vuelto loca?

Se irguió, inmovilizó sus muñecas y puso el pie sobre la hoja.

—¿Para qué quieres el cuchillo?

—¡Para terminar con ella!

—¿De quién estás hablando?

—De la mujer con la que te has casado.

—Olvídala y olvídame.

Pantera se sobresaltó.

—Suti…

—Ya ves, me marcho.

—¿Dónde?

—Misión secreta.

—¡Mientes, te reúnes con ella!

Él soltó una carcajada, la liberó, metió un último paño en su bolsa y se la echó al hombro.

—Quédate tranquila, no me seguirá.

Pantera se agarró a su amante.

—Me das miedo. ¡Explícate, te lo suplico!

—Me consideran desertor y debo abandonar Menfis en seguida. Si el general Asher me pone las manos encima, moriré deportado.

—¿No te protege tu amigo Pazair?

—He sido negligente y soy culpable. Si realizo la tarea que me ha confiado, vencerá a Asher y regresaré.

La besó con pasión.

—Sí has mentido —prometió ella—, te mataré.

Kem investigó en las fábricas de amuletos más prestigiosas con la ayuda de los subordinados directos de Kani. Estas investigaciones fueron estériles. El jefe de policía abandonó Tebas y tomó el barco hacia Menfis, donde prosiguió el mismo tipo de investigaciones, que resultaron igualmente decepcionantes.

El nubio reflexionó. En vista de que los soberbios amuletos, objeto de tráfico ilícito, no procedían de un taller abierto al público, decidió interrogar a numerosos informadores, sensibles a la presencia del babuino. Uno de ellos, un enano de origen sirio, aceptó hablar a condición de recibir tres sacos de cebada y un asno de menos de tres años. Redactar una demanda escrita y seguir el procedimiento reglamentario hubiera supuesto demasiado tiempo. El nubio sacrificó su sueldo y amenazó al enano con romperle las costillas si intentaba engañarlo. Éste habló de la existencia de una oficina clandestina abierta desde hacia dos años, en el barrio norte, junto a unos astilleros.

Transformado en aguador, Kem observó las idas y venidas durante varios días. Tras el cierre del astillero, extraños obreros penetraban en una calleja sin aparente salida, y salían de ella antes del amanecer con unos cestos cerrados que entregaban a un barquero.

La cuarta noche, el nubio penetró en el estrecho pasaje. Al fondo había una especie de murete, compuesto por un panel de juncos cubiertos de barro seco, que Kem derribó de un empujón.

Cuatro hombres estupefactos asistieron a la irrupción del coloso negro seguido por su babuino. Kem se encargó del más delgado, el mono mordió la pantorrilla del segundo, el tercero huyó. Por lo que al último se refiere, el de más edad, no se atrevía ni a respirar. En su mano izquierda sostenía un magnífico nudo de Isis en lapislázuli. Cuando Kem se acercó a él, lo dejó caer al suelo.

—¿Acaso eres tú el patrón?

El hombre inclinó la cabeza. Era pequeño y barrigudo, y estaba muerto de miedo. Kem recogió el nudo de Isis.

—Soberbio trabajo. Diríase que no eres un aprendiz; ¿dónde aprendiste el oficio?

—En el templo de Ptah —masculló.

—¿Por qué lo abandonaste?

—Me expulsaron.

—¿Motivo?

El artesano inclinó la cabeza.

—Robo.

El taller, de techo bajo, carecía de ventilación. A lo largo de las paredes de barro seco se amontonaban cofres que contenían bloques de lapislázuli procedentes de las lejanas regiones montañosas. En una mesilla baja se situaban los objetos acabados; y en un cesto se depositaban las piezas defectuosas y los desechos.

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