Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—¿Os parece que el faraón está amenazado?
—Es amado y respetado.
—¿No murmura el pueblo que su suerte está abandonándolo?
—En cuanto un reinado se prolonga, sucede así. Ramsés conoce la solución: celebrar una fiesta de regeneración, reformar su pacto con las divinidades e insuflar de nuevo la alegría en el ánimo de sus súbditos. Los rumores no me preocupan demasiado; pero ¿por qué ha promulgado el rey unos decretos reafirmando su autoridad, que nadie discute?
—¿Teméis algún mal solapado que pueda debilitar su espíritu?
—La corte descubriría pronto sus efectos. No, sus facultades están intactas; y, sin embargo, ya no es el mismo.
La cerveza era muy dulce, la compota de frutas suculenta. Neferet sintió que no debía seguir preguntando. A Pazair le correspondía apreciar aquellas excepcionales confidencias y saber utilizarlas.
—Me gustó mucho vuestra dignidad cuando Nebamon murió —prosiguió Tuy—; aquel hombre no valía nada, pero había sabido imponerse. Fue extraordinariamente injusto con vos; por lo tanto, he decidido repararlo. Él y yo éramos los responsables del hospital principal de Menfis. Él ha muerto y yo no soy médico. Mañana se publicará el decreto que os otorgará la dirección de este hospital.
D
os servidores vertieron jarras de agua tibia sobre Pazair, que se frotó la piel con un pan de natrón. Después de la ducha se limpió los dientes con una caña olorosa y se enjuagó con una mezcla de alumbre y eneldo. Para afeitarse utilizó su navaja favorita, en forma de cincel de carpintero, y se untó el cuello con aceite de menta silvestre para apartar moscas, mosquitos y pulgas. Se frotó el resto del cuerpo con un ungüento a base de natrón y miel. Si era necesario utilizaría, mediado el día, un desodorante de algarrobo e incienso.
Terminadas sus abluciones, aconteció lo irremediable. Estornudó dos, cinco, diez veces. El resfriado, el obstinado resfriado, acompañado de accesos de tos y zumbido de oídos.
Ciertamente, la culpa era suya: fatiga, tratamiento mal seguido, falta de sueño. Pero, desde luego, necesitaba un nuevo remedio.
¿Cómo consultar a Neferet si la muchacha se levantaba a las seis y partía, poco después, hacia el hospital central, del que ella misma se encargaba? Hacia una semana que no la veía. Deseosa de tener éxito en sus nuevas funciones, trabajaba sin mesura como responsable del mayor centro de tratamiento de todo Egipto. El decreto de la reina madre, aprobado en seguida por el visir, había recibido el asentimiento del conjunto de los médicos, cirujanos y farmacéuticos que trabajaban en el hospital. El administrador provisional, que bloqueaba la entrega de medicamentos a la muchacha, se había convertido en enfermero y se encargaba de los encamados.
Neferet había advertido a los escribas, preocupados por la gestión, que su vocación era cuidar y no dirigir un cuerpo de funcionarios; les rogó que respetaran las órdenes del despacho del visir, que ella no quería discutir. Aquella puntualización hizo muchos partidarios de la causa de la nueva directora, que trabajó en estrecha colaboración con los distintos especialistas. Acudían al hospital enfermos graves que los médicos de las ciudades y los médicos rurales habían sido incapaces de curar, y gente acomodada que deseaba beneficiarse de una cura preventiva para evitar la aparición o el agravamiento de ciertos males. Neferet prestaba mucha atención al laboratorio, encargado de preparar remedios y manipular sustancias tóxicas.
Como su sinusitis evolucionaba desfavorablemente y se hallaba abandonado a sí mismo, Pazair decidió dirigirse al único lugar donde le prestarían cierta atención: el hospital principal de Menfis.
Atravesar los jardines que rodeaban el edificio era una delicia. Nada anunciaba la presencia, tan próxima, del sufrimiento.
Una amable enfermera recibió al visitante.
—¿Qué puedo hacer por vos?
—Es una urgencia. Deseo consultar con la directora del hospital, Neferet.
—Hoy es imposible.
—¿Incluso para su marido?
—¿Sois el decano del porche?
—Eso me temo.
—Seguidme, os lo ruego.
La enfermera le hizo atravesar una verdadera instalación balnearia, que incluía numerosas habitaciones con tres tinas de piedra, la primera para la inmersión total, la segunda para los baños de asientos y la tercera para las piernas y los pies.
Otros locales estaban reservados a curas de sueño. Pequeñas habitaciones muy bien ventiladas albergaban a los enfermos que los médicos debían vigilar permanentemente.
Neferet estaba verificando una preparación magistral, y anotaba los tiempos de coagulación de una sustancia consultando con una clepsidra. Dos experimentados farmacéuticos la ayudaban. Pazair aguardó a que el experimento finalizara antes de manifestarse.
—¿Puede beneficiarse un paciente de tus cuidados?
—¿Tienes mucha prisa?
—Es una urgencia.
Manteniendo a duras penas su seriedad, lo llevó a una sala de consultas. El juez estornudó ruidosamente más de diez veces.
—Hum… No lo has inventado. ¿Dificultades respiratorias?
—Un silbido en el pecho, desde que ya no te ocupas de mí.
—¿Los oídos?
—Tengo tapado el izquierdo.
—¿Fiebre?
—Un poco.
—Tiéndete en la banqueta de piedra. Debo escuchar tu corazón.
—Ya conoces su voz.
—Estamos en un lugar respetable, juez Pazair. Os ruego que os comportéis con la mayor seriedad.
Durante la auscultación, el decano del porche se mantuvo tranquilo.
—Tienes razón al quejarte. Es indispensable un nuevo tratamiento.
En el laboratorio, Neferet utilizó una varilla de zahorí para elegir el remedio adecuado. Buscó por encima de una planta robusta, de largas hojas de un verde pálido, con cinco lóbulos, y bayas rojas.
—La brionia —indicó—. Un temible veneno. Utilizado en disolución, eliminará la congestión que sufres y despejará tus bronquios.
—¿Estás segura?
—Asumo mi responsabilidad.
—Cúrame en seguida. Los escribas deben de estar maldiciendo mi retraso.
Una desacostumbrada agitación reinaba en los despachos del juez. Los funcionarios, gente moderada por lo general y acostumbrada a hablar en voz baja y sin gesticulaciones, se interpelaban, dudando sobre la conducta a seguir. Unos optaban por la espera, en ausencia de su patrón; otros por la firmeza, a condición de no ejercerla personalmente; otros, por fin, exigían la intervención de la policía. En el suelo había tablillas rotas y papiros destrozados.
La llegada de Pazair impuso silencio.
—¿Habéis sido atacados?
—En cierto modo —repuso un anciano aterrado—. No hemos podido sujetar a esa fiera. Se ha instalado en vuestro despacho.
Intrigado, Pazair atravesó la vasta sala donde trabajaban los escribas y entró en su propio despacho.
De rodillas en una estera, Pantera buscaba en los archivos.
—Pero ¿qué os ocurre?
—Quiero saber dónde habéis ocultado a Suti.
—Levantaos y salid de aquí.
—¡Antes quiero saberlo!
—No ejerceré sobre vos la menor violencia, pero apelaré a Kem.
La amenaza tuvo efecto. La rubia libia obedeció.
—Discutamos fuera.
La muchacha lo precedió, ante la intrigada mirada de los escribas.
—Poned orden y volved al trabajo —ordenó Pazair.
El juez y Pantera caminaron de prisa por una atestada calleja. Era día de mercado y los compradores se apretujaban alrededor de los campesinos que vendían frutas y legumbres, en un gran concierto de negociaciones. Pazair y la libia escaparon de la multitud y se refugiaron en una calleja desierta y silenciosa.
—Quiero saber dónde se oculta Suti —insistió ella, al borde de las lágrimas—. Desde que se marchó sólo pienso en él. Olvido perfumarme y maquillarme, pierdo la noción del tiempo, vagabundeo por las calles.
—No se oculta, sino que está cumpliendo una misión delicada y peligrosa.
—¿Con otra mujer?
—Sólo y sin ayuda.
—¡Y, sin embargo, está casado!
—La unión le pareció necesaria en el marco de su investigación.
—Lo amo, juez Pazair, lo amo hasta la muerte. ¿Podéis comprenderme?
Pazair sonrió.
—Mejor de lo que suponéis.
—¿Dónde está?
—Es una misión secreta, Pantera. Si hablo, lo pondré en peligro.
—¡Os juro que no! Mis labios no se abrirán.
Conmovido, convencido de la sinceridad de aquella inflamada amante, el juez no resistió.
—Se ha enrolado en un equipo de mineros que salió de Coptos.
Pantera, ebria de felicidad, lo besó en la mejilla derecha.
—Jamás olvidaré vuestra ayuda. Si me veo obligada a matarlo, seréis el primero en saberlo.
El rumor corrió por todas las provincias, de norte a sur.
En Pi-Ramsés, la gran residencia real del delta, en Menfis y en Tebas llegó, muy pronto, a las distintas administraciones y sembró la turbación en el ánimo de los responsables encargados de aplicar las directrices del visir.
El decano del porche, tras haber resuelto un problema inmobiliario que enfrentaba a dos primos que habían comprado el mismo terreno a un vendedor poco escrupuloso, condenado a pagar el doble de los bienes percibidos, leyó a su vez el informe del general Asher sobre el estado del ejército egipcio, origen de las más enloquecidas inquietudes.
El oficial consideraba inestable la situación en Asia, debido a la constante disminución de los efectivos egipcios encargados de vigilar los pequeños principados, dispuestos a federarse bajo la égida de Adafi, el inaprensible libio. La calidad del armamento era insuficiente. Desde la victoria sobre los hititas, nadie se preocupaba de ello. Por lo que se refería al estado de los cuarteles en el propio interior del país, no era mucho más satisfactorio. Caballos mal cuidados, carros estropeados y sin reparar, falta de disciplina, oficiales mal formados. Si se producía una tentativa de invasión, ¿sería Egipto capaz de resistir?
El impacto de aquel texto sería profundo y duradero.
¿Qué objetivo perseguía Asher? Si el porvenir le daba la razón, el general aparecería como un profeta lúcido y ocuparía una posición muy fuerte, la de un posible salvador. Si Ramsés le hacía caso, Asher impondría sus exigencias y reforzaría su influencia.
Pazair pensó en Suti. ¿En qué árida pista estaría caminando a esas horas en busca de una prueba imposible contra aquel asesino que quería imponer al país su estrategia militar?
El juez convocó a Kem.
—¿Podéis llevar a cabo una investigación rápida en el cuartel principal de Menfis?
—¿Con qué objeto?
—Moral de las tropas, estado del material, salud de los hombres y los caballos.
—Si tengo una orden, no hay ningún problema.
El juez indicó un motivo plausible: buscar un carro que había atropellado a varias personas y que debía mostrar señales del choque.
—Actuad con rapidez.
Pazair corrió a casa de Bel-Tran, que se las veía con el inventario de las cosechas de trigo. Ambos hombres subieron a la terraza del inmueble administrativo, al abrigo de oídos indiscretos.
—¿Habéis leído el informe de Asher?
—Pavoroso panorama.
—Siempre que sea exacto.
—¿Opináis lo contrario?
—Sospecho que ensombrece la situación para obtener ventajas.
—¿Indicios?
—Reunámoslos lo antes posible.
—Asher será censurado.
—No es seguro. Si Ramsés admite su punto de vista, el general tendrá las manos libres. ¿Y quién se atreverá a atacar al salvador de la patria?
Bel-Tran asintió con la cabeza.
—Deseabais ayudarme, ha llegado el momento.
—¿Qué esperáis de mí?
—Informaciones sobre nuestros contingentes destacados en el extranjero y sobre las inversiones en material militar durante los últimos años.
—No será fácil, pero lo intentaré.
De regreso a su despacho, Pazair escribió una larga carta a Kani, el sumo sacerdote de Karnak, pidiéndole informaciones sobre la calidad de las tropas acuarteladas en la región tebana y el valor de su equipamiento. La misiva fue redactada en código, basándose en el término «planta medicinal», especialidad de Kani, y entregada a un hombre digno de confianza.
—Sin novedad —declaró Kem.
—Sed más preciso —exigió Pazair.
—El cuartel está tranquilo, los locales en buen estado, el material también. He examinado cincuenta carros, que los oficiales mantienen con tanto cuidado como a los caballos.
—¿Qué piensan del informe de Asher?
—Se lo toman en serio, pero están convencidos de que se refiere a los demás cuarteles. Para asegurarme, he inspeccionado el que se encuentra más al sur de la aglomeración.
—¿Resultados?
—Los mismos: sin novedad. También allí creen que la crítica tiene base… para los demás.
Pazair y Bel-Tran se encontraron en el atrio del templo de Ptah, donde charlaban numerosos ociosos, indiferentes a las idas y venidas de los sacerdotes.
—En el primer punto sólo he obtenido indicaciones contradictorias, en la medida en que el general bloquea la información sobre el ejército de Asia. Oficialmente, nuestros contingentes han disminuido y aumenta la agitación; pero un escriba de los reclutas me ha asegurado que la lista de efectivos permanece estable. En el segundo fue fácil descubrir la verdad porque el presupuesto del ejército está depositado en el Tesoro. Las inversiones no varían desde hace varios años, no se ha señalado falta de material alguno.
—Así pues, Asher ha mentido.
—Su informe es sutil. Presenta los hechos de un modo alarmista, sin afirmar demasiado. Muchos oficiales superiores le apoyan, muchos cortesanos temen los manejos hititas. Asher es un héroe… ¿No estará provocando un saludable sobresalto?
Bravo
dormía, hecho una bola, en las rodillas de su dueño, que estaba sentado junto al estanque donde florecían los lotos. La brisa levantaba suavemente los pelos del perro y los cabellos del juez. Neferet consultaba un papiro médico que
Traviesa
se obstinaba en enrollar, a pesar de las advertencias de la joven. Las últimas luces del día teñían de naranja el jardín de la mansión; paros, petirrojos y golondrinas cantaban sus melodías vespertinas.
—El estado de nuestro ejército es excelente. El informe de Asher es un tejido de aberraciones cuyo objetivo es asustar a las autoridades civiles y debilitar la moral de las tropas para apoderarse mejor de ellas.