Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—¿Por qué no lo censura Ramsés? —preguntó Neferet.
—Confía en él debido a sus pasadas hazañas.
—¿Cómo actuar?
—Entregando las conclusiones de mi investigación al visir Bagey, que las transmitirá al faraón. Serán consignadas por Kem y por Kani, cuyas respuestas acabo de recibir. Tanto en Tebas como en Menfis nuestro potencial militar está intacto. El visir extenderá las verificaciones a todo el país y actuará contra Asher.
—¿Es el fin del general?
—No nos precipitemos, es evidente que protestará, clamará su buena fe y su amor por el país, acusará a sus subordinados de haberle facilitado falsas informaciones. Pero detendremos su impulso. Y pienso aumentar mi ventaja.
—¿De qué modo?
—Enfrentándome con él.
El general Asher vigilaba un ejercicio de carros en el desierto. Los ocupaban dos hombres; el oficial tiraba con el arco sobre un blanco móvil, su ayudante manejaba las riendas y lanzaba el vehículo a toda velocidad. El que se mostraba torpe era excluido del cuerpo de élite. Dos infantes rogaron al decano del porche que esperara y no penetrara en el terreno de maniobras. Una flecha perdida podía alcanzar a un caminante imprudente.
Asher, polvoriento, dio por fin la señal del descanso. Sin precipitarse; se dirigió hacia el juez.
—No es éste vuestro lugar.
—No hay parte alguna del territorio que me esté prohibida.
El rostro del roedor se crispó. Bajo, ancho de pecho y con las piernas cortas, Asher, irritado, se rascó la cicatriz que le cruzaba el pecho, del hombro hasta el ombligo.
—Voy a lavarme y cambiarme. Acompañadme.
Asher y Pazair entraron en el bloque sanitario reservado a los oficiales superiores. Mientras un hombre de la tropa duchaba al general, el juez atacó.
—Niego vuestro informe.
—¿Con qué motivo?
—Informes inexactos.
—No sois soldado. Vuestras apreciaciones carecen de valor.
—No se trata de apreciaciones, sino de hechos.
—Los refuto.
—¿Sin conocerlos?
—Son fáciles de adivinar. Os habéis paseado por dos o tres cuarteles, os han mostrado unos cuantos carros nuevos y relucientes y unos pocos soldados encantados con su condición. Ingenuo e incompetente, os engañaron.
—¿Calificaríais así al jefe de policía y al sumo sacerdote de Karnak?
La pregunta turbó al general. Despidió al soldado y se secó personalmente.
—Son hombres nuevos, con tan poca experiencia como vos.
—Pobre argumento.
—¿Qué queréis ahora, juez Pazair?
—Siempre el mismo tesoro: la verdad. Vuestro informe miente. Por ello he enviado al visir mis observaciones y mis objeciones.
—¿Os habéis atrevido…?
—No es una audacia, sino un deber.
Asher pataleó.
—¡Es una gestión estúpida! Acabaréis mordiéndoos los puños.
—El visir Bagey juzgará.
—¡El experto soy yo!
—Nuestro potencial militar no se degrada, y vos lo sabéis muy bien.
El general se puso un corto paño. Sus bruscos gestos revelaban el nerviosismo.
—Escuchadme, Pazair: los detalles no importan, lo que cuenta es el espíritu de mi texto.
—Aclarádmelo.
—Un buen general debe prever el porvenir para asegurar la defensa del país.
—¿Justifica eso las declaraciones infundadas y alarmistas?
—No podéis comprenderlo.
—¿Existe un vinculo con las actividades de Chechi?
—Dejadle en paz.
—Me gustaría interrogarlo.
—Imposible. Está incomunicado.
—¿Por orden vuestra?
—Por orden mía.
—Lamento tener que insistir.
La voz de Asher se hizo untuosa.
—Si he querido llamar la atención del rey, del visir y de la corte insistiendo en nuestras debilidades militares, lo he hecho con la intención de que desaparezcan y obtener así un acuerdo definitivo para la fabricación de una nueva arma que nos hará invencibles.
—Vuestra ingenuidad me sorprende, general.
Los ojos de Asher se empequeñecieron como los de un gato.
—¿Qué insinuáis?
—Vuestra famosa arma es, sin duda, una espada irrompible fabricada con hierro celeste.
—Espada, lanza, puñal… Chechi está trabajando en ello sin descanso. Exigiré que le devuelvan el bloque que se conserva en el templo de Ptah.
—Así pues, le pertenecía.
—Lo esencial es que lo utilice.
—Algunas creencias engañan a las almas más desconfiadas.
—¿Qué queréis decir con eso?
—Que el hierro celeste no es irrompible.
—¡Divagáis!
—Chechi os miente o se equivoca. Los especialistas de Karnak os confirmarán mis palabras. El uso ritual de ese metal tan escaso os ha hecho soñar sin motivo. Deseabais obtener un instrumento de poder con el obligado acuerdo de la autoridad suprema, y habéis fracasado.
El rostro de roedor era presa de la mayor perplejidad. ¿No tomaba Asher conciencia de haber sido engañado por su propio cómplice?
En cuanto el juez hubo salido del bloque sanitario, el general tomó un recipiente de terracota lleno de agua tibia y lo estrelló contra un muro.
S
uti desató la correa y desplegó su estera en una piedra plana. Extenuado, se tendió de espaldas y contempló las estrellas. El desierto, las montañas, la roca, la mina, las caldeadas galerías por las que era preciso reptar arañándose la piel… La mayoría se quejaba y lamentaba ya una aventura más agotadora que lucrativa. Pero Suti se sentía colmado. A veces olvidaba al general Asher, absorbido por el paisaje. Él, que amaba los placeres de la ciudad, no tenía problema alguno en confraternizar con las regiones hostiles, como si hubiera vivido siempre en ellas.
A la izquierda, en la arena, se oía un siseo característico. Una víbora cornuda pasó junto a la estera dejando sus ondulaciones impresas en el suelo. La primera noche había contemplado los manejos del reptil. La costumbre había sustituido al espanto. Sabía, por instinto, que no iba a picarle; los escorpiones y las serpientes no lo asustaban. Huésped admitido en su territorio, respetaba sus costumbres y los temía menos que a la garrapata de la arena, ávida de sangre, que concentraba sus ataques sobre ciertos mineros. La picadura era dolorosa, la carne se inflaba y se infectaba. Afortunadamente, a Suti no le interesaba ese piojo contra el que Efraim luchaba rociándose con una loción a base de caléndula.
Pese a una agotadora jornada, el joven no conseguía dormirse. Se levantó y caminó lentamente hacia un ued bañado por la luz lunar. Moverse solo, de noche y por el desierto, era insensato, ya que temibles divinidades y animales fantásticos merodeaban por allí para devorar a los imprudentes, cuyos cadáveres no se encontraban. Si alguien deseaba librarse de él, el momento y el lugar eran perfectos. Un ruido alertó a Suti. En el fondo de la depresión, donde el agua hervía durante las tempestuosas lluvias, había un antílope con los cuernos en forma de lira que rascaba con obstinación, buscando una fuente. Se le unió otro antílope de larguisimos cuernos, apenas curvados, y de pelaje blanco; ambos cuadrúpedos eran la encarnación del dios Seth, cuyo inagotable dinamismo poseían. No se habían engañado; su lengua lamió pronto el precioso líquido, que manaba entre dos piedras redondas.
Les sucedieron una liebre y un avestruz. Fascinado, Suti se sentó. La nobleza de los animales, su felicidad eran un espectáculo secreto que guardaría en su interior como un recuerdo de eternidad.
La mano de Efraim se posó en su hombro.
—Te gusta el desierto, pequeño. Es un vicio. Si continúas alimentándolo, acabarás viendo al monstruo de cuerpo de león y cabeza de halcón, que ningún cazador podrá atravesar con sus flechas ni atrapar con su lazo. Para ti, será demasiado tarde. El monstruo te asirá con sus garras y te llevará a las tinieblas.
—¿Por qué detestas a los egipcios?
—Soy de origen hitita. Nunca soportaré la victoria de Egipto. Aquí, en estas pistas, el dueño soy yo.
—¿Cuánto tiempo hace que diriges equipos de mineros?
—Cinco años.
—¿Y no has hecho fortuna?
—Eres demasiado curioso.
—Si tú has fracasado, a mí me costará conseguirlo.
—¿Quién te ha dicho que he fracasado?
—Me tranquilizas.
—Te alegras demasiado pronto.
—Si eres rico, ¿por qué sudar y sufrir?
—Detesto el valle, los campos y el río. Aunque estuviera forrado de oro, no abandonaría las minas.
—¿Forrado de oro…? La expresión me gusta. Hasta ahora sólo hemos explorado minas estériles.
—Eres observador, pequeño. ¿Hay mejor entrenamiento? Cuando comience el trabajo serio, los más robustos estarán dispuestos a hurgar en las entrañas de la montaña.
—Cuanto antes mejor.
—¿Qué prisa tienes?
—¿Por qué esperar?
—Muchos insensatos han seguido la pista del oro, casi todos han fracasado.
—¿No están descubiertos los filones?
—Los mapas pertenecen a los templos y no salen de allí. Quien intenta robar oro es detenido inmediatamente por la policía del desierto.
—¿Es imposible escapar?
—Sus perros están en todas partes.
—Pero tú tienes los mapas en la cabeza.
El barbudo se sentó junto a Suti.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Nadie, quédate tranquilo. No eres hombre que conserve documentos en otra parte.
Efraim recogió un guijarro, cerró sus dedos y lo trituró.
—Si intentas engañarme, te destruiré.
—¿Cuántas veces tendré que repetirte que sólo busco la riqueza? Quiero una enorme propiedad, caballos, carros, servidores, un bosque de pinos…
—¿Un bosque de pinos? ¡No los hay en Egipto!
—¿Y quién te habla de Egipto? No puedo quedarme más en este maldito país. Deseo instalarme en Asia, en un principado donde el ejército del faraón no penetre.
—Comienzas a interesarme, muchacho. Eres un criminal, ¿no es cierto?
Suti no se inmutó.
—La policía te busca y esperas poder escapar de ella ocultándote entre los mineros. Son sabuesos muy testarudos. Harán cualquier cosa para echarte mano.
—Esta vez no me cogerán vivo.
—¿Has estado en la cárcel?
—Nunca más estaré encerrado.
—¿Qué juez te persiguió?
—Pazair, el decano del porche.
Efraim soltó un silbido de admiración.
—¡Eres una buena pieza! A la muerte de este juez, muchos como tú celebrarán un buen banquete.
—Es tozudo.
—Tal vez el destino le sea contrario.
—Mi bolsa está vacía, tengo prisa.
—Me gustas, pequeño, pero no correré ningún riesgo. Mañana excavaremos de verdad. Ya veremos de qué eres capaz.
Efraim había dividido a los hombres en dos equipos. El primero, el más numeroso, recogía cobre, indispensable para la fabricación de los instrumentos, sobre todo de los cinceles para tallar la piedra; una vez martilleado y lavado, el metal era fundido en el propio lugar de extracción por medio de rudimentarios hornos y vertido luego en moldes. El Sinaí y los desiertos proporcionaban importantes cantidades de cobre que, sin embargo, era necesario importar de Siria y del Asia occidental, pues las comunidades de constructores necesitaban mucho. También el ejército lo consumía, en aleación con el estaño, para obtener sólidas hojas.
El segundo equipo, en el que figuraba Suti, tenía sólo unos diez hombres decididos. Todos sabían que las verdaderas dificultades iban a comenzar. Ante ellos se encontraba la entrada de una galería, boca del infierno abierta ante unas profundidades que, tal vez, contuvieran un tesoro. Los mineros llevaban colgada del cuello una bolsa de cuero que, en caso de éxito, se llenaría a rebosar. Únicamente vestían un paño de cuero y se habían cubierto el cuerpo de arena.
¿Quién entraría primero? Era el mejor puesto, y el más peligroso. Empujaron a Suti. Éste se dio la vuelta y golpeó. Siguió una pelea generalizada. Efraim la interrumpió, levantando por los cabellos a un pequeño luchador que aulló de dolor.
Se organizó la fila. El pasadizo era estrecho, y los mineros se inclinaron buscando apoyo. La mirada resbalaba por las paredes intentando localizar la aparición de un metal precioso, cuya naturaleza Efraim no había precisado. El cabecilla, demasiado rápido, levantaba polvo; el segundo, asfixiado, le dio un empujón en la espalda. Sorprendido, perdió el equilibrio y bajó por la pendiente hasta un rellano donde los exploradores se pusieron de pie.
—Se ha desmayado —advirtió uno de sus compañeros.
—Mejor así —repuso otro.
Tras haber recuperado el aliento, en una atmósfera asfixiante, avanzaron hacia el vientre de la mina.
—¡Allí, oro!
El descubridor fue recibido en seguida por dos envidiosos que lo abrumaron: «¡Qué imbécil! Sólo era una roca brillante.»
Suti se sentía amenazado a cada paso. Sus seguidores sólo pensaban en librarse de él. Con el instinto de una fiera, se inclinó justo cuando lo atacaban, intentando hundirle el cráneo con una gran piedra. El primer agresor cayó patas arriba y Suti le quebró las costillas a patadas.
—Aplastaré al próximo —anunció—. ¿Os habéis vuelto locos? Si seguimos así, nadie volverá a subir. O nos matamos inmediatamente o nos dividimos.
Los hombres válidos eligieron la segunda solución. Reptaron por un nuevo pasadizo. Dos que estaban casi enfermos renunciaron. La antorcha, fabricada con tejidos empapados de aceite de sésamo, fue confiada a Suti, que no vaciló en tomar la cabeza. Más abajo todavía, en la oscuridad, se vio un centelleo.
Al muchacho se le hizo la boca agua, aceleró el paso y llegó por fin al tesoro. Ahogó un grito de rabia.
—¡Cobre, sólo es cobre!
Suti estaba decidido a que Efraim hablara de una vez. Al salir de la galería se sorprendió en seguida ante el anormal silencio que reinaba en la obra. Los mineros habían sido reunidos en dos hileras, bajo la vigilancia de una decena de policías del desierto y sus dogos. Su jefe no era otro que el gigante que había interrogado a Suti antes de su contrato.
—Ahí están los demás —anunció Efraim.
Suti y sus compañeros fueron obligados a ponerse en la fila, incluidos los heridos. Los perros aullaban dispuestos a morder. Los policías llevaban en la mano una anilla provista de nueve tiras de cuero que les permitía dar violentos y decisivos golpes.
—Estamos buscando a un desertor —reveló el gigante—. Abandonó el trabajo obligatorio y han presentado una denuncia contra él. Estoy convencido de que se oculta entre vosotros. La regla del juego es sencilla. Si se rinde o lo denunciáis, el caso quedará resuelto en seguida; si os encerráis en el silencio, procederemos a interrogaros con la anilla de tiras. Nadie va a librarse. Volveremos a empezar tantas veces como sea necesario.