Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
El juez se dirigió hacia la pasarela. Cuando pasó ante la jaula, el devorador de sombras quitó la quinta barra y se tendió en cubierta.
El rápido paso de Pazair llamó la atención de la fiera, que salió de su jaula y se inmovilizó, rugiendo, a la entrada de la pasarela. El animal, capturado en el desierto de Nubia, era espléndido.
Fascinado, embargado por el miedo, el juez clavó su mirada en la del felino. No vio en ella odio alguno. Iba a arrojarse sobre él porque era un obstáculo en su camino, sencillamente.
Un aullido hizo estremecer a toda la tripulación. El babuino salió de la caja y se interpuso entre la pantera y el juez.
Con las fauces abiertas, los ojos enrojecidos, el pelo erizado y los brazos oscilando como los de un luchador, desafiaba a su adversario.
En la sabana, la pantera, aun estando hambrienta, abandonaba su presa cuando un grupo de grandes monos la amenazaba. Valerosa, mostró los colmillos y sacó sus garras. El babuino, excitado, daba saltos sin desplazarse.
Kem, con el puñal en la mano, se colocó a su derecha. No dejaría que su mejor amigo policía combatiera solo.
La pantera retrocedió y regresó a la jaula. Kem avanzó y, sin dejar de mirarla, colocó una a una las barras.
—¡Por allí, un hombre huye!
El devorador de sombras había abandonado el barco deslizándose por un cabo y desaparecía por la esquina de un muelle.
—¿Podéis darme su descripción? —preguntó Pazair al marino.
—¡Lamentablemente, no! Una vaga silueta de fugitivo.
El juez dio las gracias al babuino colocando su mano en la pata poderosa y velluda. El mono se había tranquilizado; había orgullo en su mirada.
—Han intentado mataros —advirtió Kem.
—Más bien herirme cruelmente; vos me habríais arrancado de las garras de la pantera, pero ¿en qué estado?
—Como jefe de policía, tengo ganas de encerraros en vuestra casa.
—Como decano del porche, me liberaría de un arresto arbitrario. Que nuestros adversarios actúen así demuestra que estamos avanzando en la dirección correcta.
—Temo por vos.
—¿Tengo otra elección? Tenemos que avanzar.
—Este objeto os ayudará a ello.
Kem abrió la mano y le mostró un tapón de jarra.
—Hay diez del mismo tipo en la bodega: reserva de vino del capitán. Las instrucciones permiten identificar al propietario del carguero.
La grafía era rápida pero legible. En el tapón podía leerse: «Harén de la princesa Hattusa.»
E
l capitán del carguero había confesado, sin hacerse de rogar, que trabajaba, efectivamente, para la princesa Hattusa.
Pazair continuó con la investigación, pues ni el indicio material ni la declaración lo satisfacían.
Kem convocó a los directores regionales de la policía fluvial. Resultó que ninguno había dado la orden de apoderarse del carguero de frutas y legumbres a la altura de Tebas; por ello no figuraba el sello oficial en el diario de navegación del capitán.
Pazair lo convocó de nuevo.
—Me mentisteis.
—Tuve miedo.
—¿De quién?
—De la justicia, de vos, sobre todo de ella…
—¿De la princesa Hattusa?
—Hace dos años que estoy a su servicio. Es generosa, pero muy exigente. Fue ella la que me ordenó actuar de ese modo.
—¿Sois consciente de que estáis desorganizando el transporte de alimentos frescos?
—U obedecía o me despedía. Y no soy el único… Otros colegas me imitaron.
Dos escribanos tomaban nota de las declaraciones del capitán. Pazair leyó ambos textos, asegurándose de que fueran idénticos. El capitán aprobó sus declaraciones.
Crispado, ansioso, el juez hizo que llevaran un mensaje a Bel-Tran.
Los dos hombres se encontraron en el barrio de los alfareros, donde artesanos de manos delicadas y ágiles pies daban forma a mil y un recipientes, desde la pequeña redoma para ungüento hasta la gran jarra destinada a conservar carne fresca. Numerosos discípulos colaboraban en el trabajo de un maestro antes de ejercitarse personalmente en el torno.
—Os necesito.
—Mi posición no es muy cómoda —confesó Bel-Tran—. La señora Nenofar me libra una auténtica guerra. Intenta formar un clan de cortesanos que exija mi destitución. Y el visir escucha a algunos de ellos.
—Bagey juzgará por las pruebas.
—Por eso me paso las noches verificando los documentos contables. Nadie podrá descubrir la menor irregularidad en mi gestión.
—¿De qué armas dispone Nenofar?
—Perfidia e insinuaciones. No subestimo su impacto, pero mi única respuesta es el trabajo.
—Acabo de advertir unos hechos que podrían serviros.
—¿Cuáles?
—Un intento de desorganizar el comercio de productos frescos.
—¿Simple error administrativo?
—No, voluntad deliberada.
—¡Corremos graves riesgos, tal vez revueltas!
—Tranquilizaos, he identificado a la culpable.
—¿Una mujer?
—La princesa Hattusa.
Bel-Tran se ajustó el paño.
—¿Estáis seguro?
—Mi expediente contiene pruebas y testimonios.
—¡Esta vez ha ido demasiado lejos! Pero atacarla a ella supone poner en cuestión al rey.
—¿Acaso Ramsés hambrearía a su pueblo?
—La pregunta no tiene sentido; pero ¿dejará que condenen a su esposa, símbolo de la paz con los hititas?
—Ha cometido una falta grave. ¿Qué será del país si los grandes escapan de la justicia? Se convertirá en tierra de compromisos, de privilegios y de mentira.
—No ahogaré el asunto pero, sin una denuncia oficial del Tesoro, Hattusa bloqueará el procedimiento.
Bel-Tran no vaciló mucho tiempo.
—Mi carrera está en juego, pero tendréis vuestra denuncia.
Diez veces había humedecido Neferet el pico de la golondrina a lo largo del día. El pájaro había vuelto la cabeza hacia la luz; la médica la acariciaba y le hablaba, perdiendo la esperanza de arrancarla a una segura muerte.
Pazair regresó tarde, extenuado.
—¿Todavía vive?
—Parece que sufre menos.
—¿Alguna esperanza?
—Sinceramente, no. Su pico sigue cerrado. Se extingue dulcemente, nos hemos hecho amigas. ¿Por qué te atormentas tanto?
—La princesa Hattusa intenta hambrear Menfis y los pueblos de la región.
—¡Absurdo! ¿Cómo puede conseguirlo?
—Con la corrupción, contando con la inercia de la administración. Pero es absurdo, en efecto. Existen demasiados niveles de control. Se ha vuelto loca. El Tesoro, por medio de Bel-Tran, presenta denuncia, y yo me voy a Tebas para inculpar a la princesa.
—¿No estarás alejándote de Branir, del general Asher y de los conspiradores?
—Tal vez no, si Hattusa es la aliada de Denes.
—El proceso del general más famoso y, luego, el de una esposa real… ¡No sois un magistrado ordinario, juez Pazair!
—Tú no eres una mujer ordinaria. ¿Me apruebas?
—¿Qué precauciones vas a tomar?
—Ninguna. Debo interrogarla y presentarle las bases de la acusación. Luego trasladaré el asunto al visir; Bagey rechazaría una instrucción ya cerrada.
—Te quiero, Pazair.
Se besaron.
—Veneno, una pantera… ¿Qué estará preparando el hombre que intenta lisiarte?
—Lo ignoro, pero no temas; Kem y yo viajaremos en un barco de la policía fluvial.
Antes de cenar visitó a la golondrina. Con gran sorpresa por su parte, levantó la cabeza. El ojo reventado había cicatrizado y el cuerpecito se estremecía con mayor energía.
Atónito, Pazair no se atrevía a moverse. Neferet reunió unas briznas de paja y las colocó en las patas del pájaro para que le sirvieran de percha. La golondrina se agarró a ellas.
De pronto, con pasmosa vivacidad, aleteó y emprendió el vuelo. Inmediatamente, una decena de sus semejantes, que aparecieron de todos los puntos del cielo, la rodearon; una de ellas la besó como una madre que recuperara a su hijo. Luego otra, y otra y toda la bandada, loca de júbilo. La comunidad de golondrinas revoloteó por encima de Neferet y Pazair, incapaces de contener sus lágrimas.
—¡Qué unidas están!
—No te equivocaste arrancándola de la muerte. Ahora, vive entre los suyos. Qué le importa el mañana.
El cielo era luminoso, el sol soberano.
Pazair admiraba su país desde la proa del barco. Agradecía a los dioses haberle hecho nacer en aquel suelo mágico, en aquella tierra de contrastes entre campos cultivados y desierto. Bajo las copas de las palmeras circulaba el agua bienhechora de los canales de riego y se albergaban las blancas casas de apacibles aldeas. El oro de las espigas brillaba, el verde de los palmerales encantaba la vista. El trigo, el lino, los huertos nacían de la tierra negra, cultivada por generaciones de campesinos. Acacias y sicomoros rivalizaban en belleza con los tamariscos y las perseas; a orillas del Nilo, lejos de los embarcaderos, crecían papiros y cañas. En la arena del desierto, las plantas brotaban a la menor lluvia y las profundidades conservaban durante semanas el líquido celeste en los manantiales, que detectaba la varilla de los zahoríes. El delta y sus fértiles extensiones, el valle con el divino río abriéndose camino entre montañas áridas y estériles mesetas seducían el alma y situaban al hombre en su justo lugar en la creación, tras los animales, los minerales y los vegetales, de acuerdo con las enseñanzas de los sabios. Sólo la especie humana, en su vanidad y su locura, intentaba a veces desnaturalizar la vida; por eso la diosa Maat le había ofrecido la justicia, para enderezar la rama torcida.
—Me opongo a esta gestión —precisó Kem.
—¿Creéis acaso en la inocencia de la princesa?
—Vais a quemaros las alas.
—Mi instrucción es sólida.
—¿Qué valor tendrá frente a las negativas de una esposa real? Me pregunto si no estáis fortaleciendo a los canallas que os quiebran el espinazo. ¿Imagináis la cólera de Hattusa? Ni siquiera el visir Bagey podrá protegeros.
—No está por encima de las leyes.
—¡Hermoso pensamiento, en verdad! Hermoso e irrisorio.
—Ya veremos.
—¿De dónde sacáis esa confianza?
—De la mirada de mi esposa y, desde hace poco, del vuelo de una golondrina.
Se levantó un violento viento que formó imprevisibles torbellinos en el Nilo. A proa, el hombre encargado de sondear el río con un largo bastón fue incapaz de cumplir su oficio.
Sorprendidos por la súbita tormenta, los marineros no maniobraron con suficiente rapidez; las vergas se quebraron, el mástil principal se torció, el gobernalle ya no respondía. Errabundo, el barco chocó con un banco de arena. Echaron el anda, bloque de piedra de unos once kilos de peso, a popa para estabilizar la embarcación en mitad de la corriente. En cubierta, la gente se agitaba; Kem restableció la calma con su poderosa voz. En compañía del capitán, hizo el inventario de los daños y dio orden de proceder a las reparaciones.
Sacudido, empapado, Pazair se sentía inútil. Kem lo hizo entrar en la cabina mientras dos aguerridos marinos se sumergían para comprobar el estado del casco. Afortunadamente, no había sufrido demasiado; en cuanto la cólera del Nilo se apaciguara, la navegación proseguiría.
—La tripulación está inquieta —reveló el nubio—. Antes de zarpar, el capitán se ha olvidado de repintar los ojos mágicos que figuran a ambos lados de la proa. Esta negligencia podría haber cegado el navío y provocar un naufragio.
El juez sacó de su bolsa de viaje material de escriba. Preparó una tinta muy negra, casi indeleble y, con mano segura, restauró personalmente los ojos protectores.
Avisados por el capitán del carguero de frutas y legumbres de la princesa Hattusa, cinco guardias de su harén, apostados a unos cincuenta kilómetros al norte de Tebas, aguardaban el paso del barco de la policía que transportaba al juez Pazair. Su misión era sencilla: detenerlo a toda costa.
A cambio de su fidelidad habían recibido un pedazo de tierra, dos vacas, un asno, diez sacos de trigo y cinco jarras de vino.
El mal tiempo los llenó de satisfacción; ¿qué circunstancias serían más propicias para un naufragio y algunos ahogados? Ser devorado por el Nilo resultaría un hermoso fin para un juez; ¿no afirmaban las leyendas que los ahogados conseguían acceso directo al paraíso si eran hombres santos?
A bordo de un rápido esquife, provisto de remos, los cinco agresores aprovecharon la tempestuosa noche, con el cielo lleno de negras nubes, para acercarse a su presa, que seguía inmovilizada junto al banco de arena. Se detuvieron a unos veinte metros, se zambulleron y nadaron hasta la popa, que escalaron sin ningún trabajo. Provisto de un mazo, el jefe derribó al policía de guardia. Sus colegas dormían tendidos en esteras y envueltos en mantas. Ya sólo tenían que forzar la puerta de la cabina, apoderarse del juez y ahogarlo. Ellos serían inocentes; el Nilo lo habría matado. Iban descalzos y se movían sin hacer ruido. Cuando llegaron a la puerta, que estaba cerrada, se inmovilizaron: dos vigilarían a los marineros, tres se encargarían de Pazair.
De lo alto de la cabina brotó una masa negra y cayó sobre los hombros del jefe, que lanzó un grito de dolor cuando los colmillos del babuino se hundieron en su carne. Kem derribó la puerta de frágil madera y se abalanzó contra los intrusos con un puñal en cada mano. Hirió mortalmente a dos. Los dos últimos, aterrorizados, intentaron en vano huir; brutalmente arrancados del sueño, los marineros los tendieron en cubierta.
El babuino sólo soltó la presa por orden de Kem. Ensangrentado, el jefe del comando no tardaría en desvanecerse.
—¿Quién te ha enviado?
El herido se resistió.
—Si te niegas a hablar, te interrogará mi mono.
—La princesa Hattusa —confesó en un susurro.
El harén deslumbró de nuevo al juez Pazair. Unos canales, perfectamente cuidados, irrigaban los vastos jardines por donde les gustaba pasear a las grandes señoras de Tebas, que acudían a tomar el fresco y mostrar su último vestido a la sombra protectora del follaje. Abundaba el agua, los floridos arriates lucían sus vivos colores, unas orquestas femeninas ensayaban los fragmentos que tocarían durante los próximos banquetes.
En los talleres de tejido y alfarería se trabajaba duro, pero en un marco suntuoso y relajante a la vez; los especialistas en esmalte y maderas preciosas moldeaban sus obras maestras desde el amanecer, mientras los porteadores cargaban a bordo de un navío mercante jarras llenas de aceites olorosos.