Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
Sin excluir una artimaña, el juez se dirigió a la oficina de países extranjeros. No se había iniciado ninguna expedición oficial a Asia.
Pazair pidió a Kem que encontrara lo antes posible al general. El jefe de policía no tardó en confirmar su partida hacia las provincias meridionales, sin poder ser más preciso; Asher se había encargado de enmarañar las pistas.
El visir estaba irritado.
—¿No son excesivas vuestras afirmaciones, juez Pazair?
—Hace una semana que investigo.
—¿Qué os han dicho en los cuarteles?
—No hay rastro de Asher.
—¿Y la oficina de países extranjeros?
—No le confió misión alguna, a menos que sea secreta.
—En ese caso, me habrían informado, pero no ha sido así.
—Se impone una conclusión: el general ha desaparecido.
—Inadmisible. ¡Sus cargos le impiden semejante deserción!
—Ha intentado escapar de la red que iba a caer sobre él.
—¿Le habrán hecho mella vuestros constantes asaltos?
—A mi modo de ver, ha tenido miedo de vuestra intervención.
—Eso significa que la justicia lo habría condenado.
—Sin duda, sus amigos lo han abandonado.
—¿Por qué motivo?
—Asher ha tomado conciencia de que ha sido manipulado.
—Pero, para un soldado, la huida…
—Es un cobarde y un asesino.
—Si vuestras acusaciones son ciertas, ¿por qué no ha tomado la dirección de Asia para unirse con sus verdaderos aliados?
—Tal vez su marcha hacia el sur sea sólo un ardid.
—Daré órdenes de que cierren las fronteras. Asher no saldrá de Egipto.
Si no tenía cómplices, Asher no escaparía de aquella ratonera. ¿Quién se atrevería a apoyar a un general caído desdeñando una orden del visir?
Pazair hubiera debido alegrarse de tan formidable victoria. El general no podría justificar su deserción; engañado por los traidores, se tomaría la revancha en el segundo proceso que se abriría contra él. Sin duda, había intentado vengarse de Denes y Chechi, ante su fracaso, había decidido desaparecer.
—Haré llegar a los gobernadores provinciales un decreto ordenando el inmediato arresto de Asher. Que Kem lo transmita a los servicios de policía.
Gracias al correo urgente, en menos de cuatro días el general sería buscado por todas partes.
—Vuestra tarea no ha terminado —prosiguió el visir—. Si el general es sólo un brazo ejecutor, llegad a la cabeza.
—Ésa es mi intención —afirmó Pazair, cuyos pensamientos volaban hacia Suti.
Denes condujo a la princesa a la forja clandestina donde trabajaba Chechi. Situada en un barrio popular, se ocultaba tras una cocina al aire libre atendida por empleados del transportista. El químico experimentaba allí con aleaciones y probaba el efecto de ácidos vegetales sobre el cobre y el hierro.
El calor era asfixiante. Hattusa se quitó el manto y la capucha.
—Una visita real —anunció Denes satisfecho.
Chechi no levantó los ojos. Estaba concentrado en una delicada operación, una soldadura en la que se mezclaban oro, plata y cobre.
—El pomo de una daga —explicó—. Será la del futuro rey, cuando el tirano haya desaparecido.
Con el pie derecho, Chechi manejaba a intervalos regulares un fuelle para atizar el fuego; manipulaba los fragmentos de metal con unas pinzas de bronce y tenía que ir de prisa, pues éste se fundía a la misma temperatura que el oro.
Hattusa se sentía incómoda.
—Vuestros experimentos no me interesan. Quiero el hierro celeste que he comprado.
—Sólo pagasteis una parte —precisó Denes.
—Entregádmelo y tendréis el resto.
—Siempre tan impaciente.
—¡No me gusta vuestra insolencia! Mostradme lo que me debéis.
—Tendréis que esperar.
—¡Ya basta, Denes! ¿Me habéis mentido?
—No del todo.
—¿No os pertenece, acaso, el metal?
—Lo recuperaré.
—¡Os habéis burlado de mí!
—No os equivoquéis, princesa; simple anticipación. Actuamos juntos para acabar con Ramsés, ¿no es esto lo esencial?
—Sois sólo un ladrón.
—Inútil cólera. Estamos condenados a permanecer unidos.
Una mirada de desprecio envolvió al transportista.
—Os engañáis, Denes. Prescindiré de vuestra ayuda.
—Romper nuestro contrato sería una estupidez.
—Abrid esta puerta y dejadme partir.
—¿Callaréis?
—Haré lo que me convenga.
—Necesito vuestra palabra.
—Apartaos.
Denes permaneció inmóvil y Hattusa lo empujó. Furioso, el transportista la rechazó y, retrocediendo, la princesa chocó contra las ardientes tenazas que Chechi había puesto sobre una piedra. Soltó un aullido, tropezó y cayó en el horno.
Sus ropas se inflamaron en seguida.
Denes no hizo nada, y Chechi se quedó esperando las instrucciones del primero. Cuando el transportista abrió la puerta y huyó, el químico lo siguió. La forja ardía.
A
ntes de presidir la sesión ordinaria del tribunal, ante el porche del templo de Ptah, Pazair había redactado, en código, un mensaje para Suti: «Asher está perdido. No corras riesgo alguno. Regresa inmediatamente.»
El juez confió el documento a un correo de la policía, debidamente acreditado por Kem; en cuanto llegara a Coptos, lo entregaría a la policía del desierto, encargada de transmitir las misivas a los mineros.
El tribunal juzgaba una serie de delitos menores, que iban desde la falta del pago de una deuda hasta una ausencia justificada en el lugar de trabajo. Los culpables reconocieron sus faltas, y los jurados, entre ellos, Denes, fueron indulgentes. Al finalizar la audiencia, el transportista abordó al juez.
—No soy vuestro enemigo, Pazair.
—Yo no soy vuestro amigo.
—Precisamente, deberíais desconfiar de quienes se presentan como amigos vuestros.
—¿Qué insinuáis?
—A veces otorgáis mal vuestra confianza. Suti, por ejemplo, no la merece en absoluto. Me vendía informaciones sobre vos y vuestra investigación, a cambio de una seguridad material que perseguía en vano.
—Mi función me impide golpearos, pero podría perder la razón.
—Algún día me lo agradeceréis.
En cuanto llegó al hospital, Neferet fue solicitada por varios médicos que, desde mediada la pasada noche, intentaban arrancar de la muerte a una mujer gravemente quemada.
El incendio había estallado en un barrio popular, donde se había incendiado una forja clandestina. La infeliz víctima había debido de cometer una imprudencia; sus posibilidades de vida eran inexistentes.
En las martirizadas carnes, el facultativo de guardia había aplicado barro negro y excrementos de pequeños animales domésticos, cocidos y machacados en cerveza fermentada. Neferet pulverizó cebada tostada y coloquíntida, que mezcló con resma de acacia seca, y humedeció los ingredientes con aceite; confeccionó luego un apósito graso para aplicarlo en las quemaduras. Trató las heridas menos profundas con ocre amarillo machacado en zumo de sicómoro, coloquíntida y miel.
—Sufrirá menos —afirmo.
—¿Cómo la alimentaremos? —preguntó el enfermero.
—De momento es imposible.
—Tenemos que hidratarla.
—Introducid una caña entre sus labios y dadle, gota a gota, agua cobriza. Vigiladla permanentemente. Al menor incidente, avisadme.
—¿Y el apósito graso?
—Cambiadlo cada tres horas. Mañana utilizaremos una mezcla de cera, grasa de buey cocida, papiro y algarrobas. Poned en su habitación gran cantidad de vendas muy finas.
—¿Tenéis alguna esperanza?
—Francamente, no. ¿Sabemos quién es? Debemos avisar a sus parientes.
El intendente del hospital temía la pregunta de Neferet. La llevó aparte.
—Temo complicaciones. Nuestra enferma no es una persona ordinaria.
—¿Su nombre?
El intendente mostró un magnifico brazalete de plata. En su interior estaba grabado el nombre de la propietaria, que las llamas no habían conseguido borrar: «Hattusa, esposa de Ramsés.»
Un cálido viento de Nubia ponía a prueba los nervios. Levantaba la arena del desierto, cubría con ella las casas. Todos procuraban tapar las aberturas, pero un fino polvo amarillo penetraba por todas partes y obligaba a las amas de casa a limpiar sin cesar. Numerosas personas se quejaban de dificultades respiratorias, obligando a los médicos a frecuentes intervenciones. Pazair no se había librado. Un colirio calmaba sus ojos irritados, pero luchaba contra una progresiva fatiga. Kem, en cambio, parecía tan inaccesible a las condiciones climáticas como su babuino.
Los dos hombres y el simio tomaban el fresco a la sombra de un sicómoro, junto al estanque de los lotos;
Bravo
, vacilante primero, había acabado saltando a las rodillas de su dueño, pero no apartaba la mirada del babuino.
—No hay noticias de Asher.
—Le será imposible salir del país —dijo el juez.
—Puede ocultarse durante semanas, pero sus partidarios disminuirán y lo denunciarán. Las órdenes del visir son muy claras. ¿Por qué ha actuado así el general?
—Porque sabía que, esta vez, iba a perder el proceso.
—¿Lo han abandonado, pues, sus aliados?
—Ya no lo necesitaban.
—¿Qué conclusión sacáis de ello?
—Que no existe conjura militar, ni tentativa de invasión.
—Sin embargo, la presencia de la princesa Hattusa en Menfis…
—¡Eliminada también! Los conjurados no necesitan su ayuda. ¿Y los resultados de vuestra investigación?
—La forja clandestina no pertenece a nadie. En la cocina al aire libre trabajaban empleados de Denes. ¿Podíamos esperar algo mejor?
—Nada lo acusa de un modo formal.
—¡Damos continuamente con él! ¿No habrá sido el incendio un acto criminal?
—Se vio huir a alguien, pero los testigos se contradicen sobre el número y sólo he podido recoger descripciones fantasiosas.
—Una forja… Chechi trabajaba allí.
—¿Habrán atraído a Hattusa a una trampa?
—No puedo creer que quemaran viva a una mujer. ¿Estaremos enfrentándonos con unos monstruos?
—Si ésta es la verdad, preparémonos para duras pruebas.
—Supongo que es inútil pediros que levantéis las medidas de protección que me rodean.
—Aunque no fuera el jefe de policía, aunque me ordenarais lo contrario, mantendría mi vigilancia.
Pazair nunca lograría aclarar el misterio de Kem. Frío, distante, seguro siempre de sí mismo, desaprobaba la acción del juez, pero lo ayudaba sin segundas intenciones. El nubio no tenía otro confidente que su babuino; herido en su cuerpo, lo estaba todavía más en su espíritu. ¿La justicia? Una añagaza. Pero Pazair creía en ella y Kem confiaba en Pazair.
—¿Habéis avisado al visir?
—Le he mandado un detallado informe. Hattusa no había avisado a nadie de su viaje a Menfis, al menos, eso parece. Neferet vela día y noche por ella.
El quinto día amasó ocre amarillo y migajas de cobre en una untuosa pasta coloquíntida. La aplicó sobre las quemaduras y las vendó con infinita delicadeza. A pesar del sufrimiento, Hattusa resistía.
Al sexto día, su mirada cambió. Parecía salir de un largo sueño.
—Resistid. Estáis en el hospital principal de Menfis. Las horas más difíciles ya han pasado. Ahora, cada momento que pasa os acerca a la curación.
La hermosa hitita estaba desfigurada. Pese a las pomadas y los ungüentos, su soberbia piel ya sólo sería un conjunto de regueros rosáceos. Neferet temía el momento en el que la princesa pediría un espejo.
La mano diestra de Hattusa se levantó y agarró la muñeca de Neferet.
—Se trata de una enfermedad que conozco y que curaré —prometió ésta.
Pazair contempló el sueño de su esposa. Por fin había aceptado descansar un poco. Neferet se había empeñado en salvar a Hattusa, preparando personalmente las vendas y los remedios que, poco a poco, curaban las atroces heridas.
Su amor por ella crecía y florecía como la corona de una palmera. Cada despertar le proporcionaba un nuevo color, inesperado y sublime; Neferet poseía el don de hacer sonreír a la vida y de iluminar la noche más oscura. Pazair luchaba con intacto entusiasmo sólo para seguir seduciéndola y demostrarle que, casándose con él, no había cometido un error. Más allá de sus debilidades, ardía la certidumbre de una unión que ni el tiempo ni la costumbre ni las pruebas podrían desgastar.
Un rayo de sol iluminó la alcoba y bañó el rostro de Neferet. La joven despertó dulcemente.
—Hattusa se ha salvado —murmuró.
—¿Me olvidas por tu paciente?
Ella se acurrucó contra su pecho.
—¿Cómo aceptará una princesa tan joven y hermosa la desgracia que ha caído sobre ella?
—¿Ha intervenido Ramsés?
—Por voz del chambelán de palacio. En cuanto pueda ser transportada, Hattusa será recibida allí.
—A menos que sus revelaciones no le nieguen tan privilegiada posición.
Preocupada, Neferet se sentó en el borde de la cama.
—¿No ha sido ya suficientemente castigada?
—Perdóname, pero debo interrogarla.
—Todavía no ha dicho una palabra.
—En cuanto se halle en condiciones de hablar, avísame.
Hattusa absorbió la papilla de cebada y bebió zumo de algarrobo. Su vitalidad renacía, pero su mirada permanecía ausente, perdida en una pesadilla.
—¿Cómo sucedió? —preguntó Neferet.
—Me empujó. Yo quería salir de la forja y me lo impidió.
Las palabras brotaban lentas y doloridas. Conmovida, Neferet no se atrevió a seguir haciendo preguntas.
—Las tenazas de bronce… incendiaron mis ropas, brotó una llama, choqué con la forja, el fuego se apoderó de mí.
La voz se hizo estridente.
—¡Huyeron, me abandonaron!
Huraña, Hattusa intentaba recuperar el pasado y abolir el drama que había aniquilado su belleza y su juventud. Se encerró en sí misma, agotada y vencida.
De pronto, se incorporó y aulló su dolor.
—¡Los muy malditos, Denes y Chechi, huyeron!
Neferet administró a Hattusa un calmante y permaneció a su lado hasta que se durmió.
Al salir del hospital, la superiora de la casa de la reina madre la abordó.
—Su majestad desea veros inmediatamente.
Neferet fue invitada a instalarse en una silla de manos. Los hombres se apresuraron.