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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (45 page)

A pesar de encontrarme a más de cien metros de distancia, pude oír los gritos de dolor de los defensores cuando aquellos letales astiles de madera de fresno, recubiertos en el extremo por puntas de acero de unos diez centímetros de largo, afiladas como agujas, caían en cascada sobre ellos, perforando los jubones acolchados de los ballesteros y clavándose profundamente en los cuerpos recubiertos de malla de acero de los soldados enemigos, con una fuerza terrible.

Los arqueros de Robin hicieron una breve pausa para corregir el alcance, y luego tensaron de nuevo sus arcos y desencadenaron una nueva tormenta de madera y acero que ascendió muy arriba en el cielo para caer como la ira de Dios sobre el enemigo. Y una tercera oleada mortal se alzó, y pareció ser tragada por un cielo pálido y hambriento, para ser escupida a continuación con una rabia venenosa sobre los defensores.

Era el momento de acelerar la marcha.

Me volví a mirar a los hombres que estaban detrás de mí. Sabía que debía encontrar algo que decir a aquellas caras asustadas, familiares: Robin habría encontrado las palabras necesarias, exactas, para infundir valor en sus corazones en un momento así. Pero yo no tenía nada que ofrecerles. Desenvainé mi espada, la alcé en el aire y, simplemente, grité:

—¡Muy bien, vamos allá! ¡Los escudos en alto! ¡Por Dios y el rey Ricardo…!, ¡adelante!

Y aceleramos a paso ligero por la franja de tierra quemada hacia el bulto imponente del portalón, con la ceniza blanda removiéndose bajo nuestros pies.

Por un momento, tuve la sensación de que nadie me seguía; que cargaba en solitario a través de aquella franja desierta de tierra hacia una muerte segura. Pero era demasiado orgulloso para mirar atrás… Y, loor eterno sea dado a Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de pronto oí a mis espaldas el rechinar de metales y el golpeteo de pasos de hombres que corrían. Sentí mi corazón henchido. Empuñaba mi espada contra un enemigo odiado, y cargaba hacia la batalla al frente de un grupo de hombres tan bravos como los mejores que poblaban esta tierra.

Habíamos recorrido cincuenta metros de terreno abierto cuando empezaron a llegarnos los virotes: negros trazos de muerte que zumbaban al volar desde las almenas como un enjambre diabólico de avispas. Sentí más que vi el golpe de un proyectil que se clavó en la parte derecha de lo alto de mi escudo. Oí un grito a mi espalda y volví la cabeza. Por lo menos cuatro de mis hombres habían caído, y ésa sólo había sido la primera descarga de los ballesteros que llegaba hasta nosotros. El hombre que sujetaba la escala colocado justo detrás de mí soltó la carga y se arrodilló en el suelo gris negruzco escupiendo sangre, con el astil de un virote asomando de su cuello. Los proyectiles pasaban ahora zumbando a derecha e izquierda; me detuve y retrocedí un paso hacia él, y el hombre me miró con ojos suplicantes. A mi alrededor otros hombres caían, los virotes pasaban zumbando en grandes manchas negras, y la tierra parecía moverse debajo de mis pies; tenía la extraña sensación de encontrarme en medio de una violenta tempestad en un mar agitado. Envainé mi espada, y tendí la mano derecha al hombre de la escala, pero en el último instante endurecí mi corazón y eché mano al primer travesaño de la escalera. Mantuve en alto el escudo, y grité:

—¡Vamos, vamos, acabemos pronto con esto!

Y aquellos de nosotros que aún podían correr avanzamos de nuevo, mientras los proyectiles zumbaban y golpeaban a nuestro alrededor.

Oí sonar tres veces el cuerno de Robin, y casi no me di cuenta de que la lluvia mortal de nuestras flechas había cesado. Pero no tuve tiempo de preguntarme por el daño que podía haber causado al enemigo la tempestad de flechas enviada por mi señor: sus descargas no parecían haber disminuido un ápice la labor letal de los ballesteros. Seguían cayendo hombres a mi alrededor, ensartados, atravesados, arrancados de esta vida por los malignos virotes negros. Temí que no quedara un solo hombre con vida en el momento en que llegáramos al muro. Por bondad divina, me equivoqué.

En lo que pareció no ser más que unos instantes, algunas docenas de sobrevivientes llegamos jadeantes, sudorosos y maldicientes debajo de los altos muros de troncos de la empalizada, y las cuatro escalas que aún quedaban oscilaron en el aire gris en un amplio arco, hasta apoyarse con un golpe sordo en las empalizadas.

—¡Arriba, arriba! —grité, pero podía haberme ahorrado los gritos. Mis hombres, Dios les bendiga, se apiñaban ya junto a las escalas y trepaban por ellas como monos en el cordaje de un barco; también yo empecé a subir, torpemente, con una mano en los travesaños y la otra sosteniendo el escudo sobre mi cabeza, detrás de un hombre robusto de cabellos rojos encendidos y con un hacha con la hoja de largas puntas en la mano derecha. La escala se venció de manera alarmante bajo el peso conjunto de los dos, oí un grito encima de mí y casi caí al vacío al venirse abajo el pelirrojo sobre mi escudo, con una larga lanza clavada en el pecho, antes de estrellarse contra el suelo. Miré arriba y mis ojos se encontraron con los de un hombre aterrado, a no más de dos o tres metros, que me miraba por el hueco entre dos almenas. Se inclinó hacia delante para disparar su ballesta contra mí y, por la gracia de Dios, incluso desde tan cerca erró el tiro…, y juro que volé al subir los últimos peldaños de la escala y poner el pie en la empalizada. El arma del hombre estaba ahora descargada, pero cuando mis pies aterrizaron en el adarve situado detrás, la lanzó contra mí en un golpe corto y duro. De haber alcanzado su objetivo, me habría aplastado el cráneo, pero paré la ballesta con el escudo, la repelí hacia un lado y, utilizando como un hacha mi escudo en forma de cometa, golpeé con el borde su mandíbula. Cayó hacia atrás, al suelo del recinto exterior del castillo, ensangrentado y con un grito inarticulado. Tardé tan sólo un instante en desenvainar mi espada; apenas un segundo, porque no tenía tiempo que perder: un hombre se precipitaba sobre mí desde la izquierda, y lo rechacé con la espada.

El adarve y el suelo que había debajo de él estaban alfombrados de muertos, víctimas de la tempestad de flechas, pero más hombres vestidos con una extraña librea roja corrían hacia mí desde ambos lados, convergiendo desde todo el perímetro de la empalizada hacia el portal. Oí vibrar la cuerda de una ballesta y, más por instinto que por juicio, conseguí alzar a tiempo el escudo; el virote rebotó en su superficie curva y se desvió. Y entonces empecé a luchar sin pensar, poseído por el ángel de la guerra. Me dirigí hacia el portalón y me enfrenté a un hombre que me atacaba con su espada. Vino sobre mí demasiado deprisa, y yo esquivé su furiosa estocada a mi cabeza, me tiré a fondo y lo alcancé en el vientre. El hombre que me atacaba por detrás fue más cauto: ensayó una finta en dirección a mis piernas y luego golpeó de revés hacia mi cuello, y hube de parar con el escudo antes de despacharlo con una estocada corta y dura que lo alcanzó debajo de la barbilla. De pronto, sentía cantar la sangre en mis venas. Estaba dentro de los muros del castillo, luchando por mi señor y mi rey, y aniquilando a sus enemigos con una furia justiciera. Y ya no estaba solo. Mientras asestaba un tajo a las piernas de un ballestero gordo con un revoleo bajo y perverso de mi espada, vi de reojo que había más hombres detrás de mí en el adarve de la empalizada. Estaba Hanno, aullando y dirigiendo estocadas contra un grupo de soldados que había aparecido por el sur. Dos hombres más de los nuestros saltaron el muro. Tres hombres ya, y de pronto cuatro, cinco. Trepaban a lo alto de la escala y empuñaban sus espadas con una celeridad mortal para el enemigo. Y mi escala no era la única que había conseguido superar con éxito el obstáculo de la empalizada; vi otras dos más lejos, apoyadas en el muro, y a los hombres, mis valientes, los magníficos hombres sin miedo de Robin, fluyendo desde ellas como las aguas al sobrepasar una presa.

Cargué en dirección al portalón, y ensarté a un hombre por la mejilla en el momento en que salía del lugar donde se había puesto a cubierto, destrozándole la cara. Pasé de largo sin detenerme junto a él, caído de rodillas y gritando, y en cuanto liberé mi espada entré en la penumbra del estrecho edificio del portalón. Un caballero alto, con el rostro rojo de furia, vino contra mí en el piso alto, haciendo revolear maza y espada. Había hilos de saliva blanca en sus labios, apretados en una mueca de rabia irracional. Me atacó con su espada, y yo me aparté atrás y a la derecha hacia la empalizada, para esquivar el golpe. Asestó entonces un mazazo contra mi cabeza, al tiempo que me gritaba algo, y lanzó una nueva estocada con la espada. Yo trabé su maza con mi espada, y paré la estocada con mi escudo; por un instante, quedamos enganchados juntos, con los rostros a tan sólo centímetros de distancia. Entonces yo di un cabezazo al frente, y el borde de acero de mi casco impactó en sus dientes, quebrando varios de ellos, y él dio un paso atrás sorprendido, con la boca ensangrentada…, y perdió el equilibrio.

El caballero enloquecido se precipitó en un salto de siete metros y medio al suelo de tierra apisonada del recinto exterior. Oí el crujido de su cuello desde el adarve, y se agitó sólo una vez antes de quedar tendido e inmóvil.

Con la muerte del caballero, concluyeron los intentos de defender el portalón y nuestra sección de la empalizada. Los ballesteros supervivientes se dieron a la fuga. Corrían, tropezaban, saltaban los peldaños de madera que llevaban al recinto exterior y huían del portalón hacia el castillo. Nosotros corrimos tras ellos: eufóricos, con los corazones saltando en el pecho y los músculos en tensión. Nuestros hombres se vitoreaban roncamente a sí mismos y a su logro… Pero no había tiempo de celebraciones.

—¡La puerta! —grité—. ¡Todos a la puerta! ¡Hemos de abrir la puerta!

Y encabecé a más de una veintena de hombres, ebrios de victoria, hacia el gran portón de madera del castillo de Nottingham, donde otra escaramuza estaba ya llegando a su clímax. Little John, parecido a un gigantesco dios sajón antiguo, con sus trenzas rubias bailando al compás de los viajes de su hacha de doble cabeza, se abría paso metódicamente a través de un rebaño de aterrorizados soldados enemigos; fue entonces cuando me di cuenta de que su asalto al lado norte de la barbacana del portal había sido más sangriento incluso que el nuestro. Había muy pocos hombres con el uniforme verde oscuro de Robin luchando a su lado, tal vez dos docenas tan sólo de los cien que empezaron el ataque con él.

Nosotros, los hombres del lado sur, cargamos a bulto aullando nuestros gritos de guerra y blandiendo nuestras armas; y el enemigo se desvaneció delante de nosotros y abandonó la puerta presa de pánico, retirándose unos cien metros más o menos hacia el interior, donde una docena de caballeros a pie reagrupaban a los fugitivos y preparaban un contraataque. Contábamos con muy poco tiempo a nuestro favor, porque éramos muy pocos (menos de cincuenta hombres en total, los restos reunidos de los dos grupos asaltantes), y si no conseguíamos que el portón se abriera deprisa, centenares de enemigos se nos echarían encima y nos aplastarían fácilmente por su superioridad numérica.

Dos de los hombres de Little John trataban de manipular la barra transversal que atrancaba las dos partes móviles de la gran puerta. Pero había alguna especie de mecanismo de cierre, una combinación movida por una palanca oculta, y al parecer los hombres no conseguían averiguar cómo hacerlo funcionar.

Los caballeros enemigos habían conseguido detener a unos cuarenta ballesteros en fuga, y vi que ahora se reagrupaban con más calma, obedeciendo de nuevo las órdenes, y que cargaban sus armas utilizando el gancho de sus cinturones y empujando con el pie el estribo colocado en el extremo del arma para tensar hacia atrás la cuerda.

Peor aún, un grupo numeroso de soldados, tal vez un centenar, o más, con las sobrevestes negras y los cheurones rojos de Murdac, salía de la barbacana del recinto medio. Refuerzos. Las cosas iban a ponerse muy, muy mal.

—¡Deprisa! —grité a los hombres que forcejeaban con la barra que atrancaba el portón—. Ya vienen. Van a atacar de un momento a otro.

—¡Quitaos de en medio! —rugió una voz profunda y llena de confianza que yo conocía muy bien. Y vi que Little John apartaba a un lado a los hombres y blandía su hacha de doble cabeza teñida en sangre y atacaba con ella la recia barra de roble que atrancaba la puerta.

¡Thunk!

Pero incluso el poderoso golpe de Little John sólo arrancó una astilla de un color amarillo brillante y de una pulgada de grueso, en la barra de la puerta. La madera era de roble muy resistente, y la barra tenía un diámetro de más de treinta centímetros. No había tiempo para la expeditiva carpintería de John.

—¡Formad en línea aquí! —grité. Y sin dejar de vigilar la masa de enemigos negros y rojos que se organizaban a cien metros de distancia, situé a los hombres de Robin en una doble fila en semiluna, la primera rodilla en tierra y la segunda de pie, con los escudos formando una barrera.

¡Thunk!

Por el rabillo del ojo vi que Little John empezaba a hacer mella en la barra de forma lenta pero consistente. Entonces Hanno se colocó a su lado, y acompañó de inmediato cada golpe de John con otro de su propia hacha de guerra, más pequeña y ligera, de una sola cabeza.

¡Thunk! ¡Think!

Las dos hachas producían sonidos llamativamente diferentes.

—Manteneos firmes, y con los escudos bien en alto —grité a nuestro maltrecho muro de una cuarentena de soldados. Pero los hombres no necesitaban que les apremiasen, porque los ballesteros ya habían cargado sus armas, y todos se daban cuenta de que muy pronto sus malignos virotes llegarían zumbando de nuevo.

¡Thunk! ¡Think!

Miré a mi espalda, hacia el este, y vi que el sol había asomado ya por completo en el cielo. Aquél iba a ser un precioso día de primavera.

—¡Aquí vienen! —grité. Los ballesteros se habían dividido en dos grupos de unos veinte hombres cada uno, y avanzaban a uno y otro lado del cuerpo principal formado por un centenar de soldados de Murdac. A setenta metros, empezaron a disparar sus ballestas. No hicieron descargas masivas, sino que dispararon a discreción: dos o tres hombres disparaban y se paraban para recargar, mientras los demás avanzaban. Se trataba sin duda de tropas de primera clase, disciplinadas y bravas. Sometían a nuestro frágil muro de escudos a una lluvia casi constante de proyectiles, forzando a nuestros hombres a resguardarse detrás de su menguada protección so pena de verse cazados como conejos.

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