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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (44 page)

BOOK: El hombre del rey
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En una reunión celebrada en su pabellón real del parque de los ciervos, en un espacio repleto de hombres revestidos de pesadas armaduras e impacientes por luchar, Ricardo dio una rápida serie de órdenes a los barones. Todo el conjunto del castillo de Nottingham debía ser rodeado por nuestras tropas de inmediato, esta noche, ahora.

—Quiere rodearlos con un cerco tan estrecho como el culo de un ratón —me dijo Little John, después de acomodarnos los dos en una taberna de la parte este de la ciudad de Nottingham. Little John había estado al mando del contingente de un centenar de arqueros que permaneció en el norte, junto a los hombres del conde de Chester, para tener bajo vigilancia a Ralph Murdac—. Nadie podrá entrar ni salir —dijo mi gigantesco amigo rubio, sentados los dos en un banco mientras compartíamos un galón de cerveza floja, un gran bol de sopa de nabos aguada y media hogaza de pan de centeno reseco.

Me quedé sorprendido al entrar a caballo en Nottingham aquella tarde. Una zona de la ciudad de unos ciento cincuenta pasos de ancho, al este del castillo, había sido completamente destruida. Calles que yo conocía bien, y por las que había paseado hasta hacía pocos meses, habían desaparecido con todas las tiendas, tabernas, casuchas y talleres que antes las flanqueaban. Todo lo que quedaba ahora eran ruinas humeantes y montones de ceniza grisácea.

John me contó que un contingente de doscientos jinetes había salido del castillo de Nottingham al amparo de la oscuridad hacía dos noches y, utilizando cuerdas y la potencia muscular de sus corceles de batalla, habían derribado todos los edificios, convirtiéndolos en escombros. Luego, sin miramientos para con los hombres comunes, mujeres y niños que podían haber quedado atrapados en el interior de sus viviendas o que intentaban poner a salvo sus escasas posesiones o su ganado, los hombres de Murdac prendieron fuego a los techos de paja caídos y las vigas de madera rotas en el suelo, los jergones y los muebles. Se debió únicamente a la misericordia divina y al duro trabajo de Little John y sus arqueros, que combatieron el incendio durante toda la noche, que no ardiera toda la ciudad de Nottingham. Las cejas rubias de John habían quedado chamuscadas, lo que le daba una expresión como de ligera sorpresa. Y tres arqueros habían sufrido quemaduras graves, y no estaban en condiciones de luchar.

¿Y cuál era el objeto de aquella destrucción cruel y caprichosa? Crear un espacio abierto que permitiera a los ballesteros situados en el muro este y en la gran puerta del recinto exterior un campo de tiro cómodo, al suprimir la cobertura de los atacantes.

Podía haber sido cruel, pero también era una medida prudente y acertada. Como Robin había dicho, sir Ralph Murdac no era un inepto.

Las fortificaciones del castillo de Nottingham seguían los contornos del afloramiento macizo de piedra arenisca sobre el que había sido construido. El castillo propiamente dicho (es decir, el recinto superior, la gran torre y el recinto medio), se asentaba en la parte más alta del peñasco, protegido por el oeste y el sur por riscos imposibles de escalar, de más de cuarenta metros de altura, coronados por nueve metros más de gruesos muros de piedra. No había forma de entrar por esa parte.

Debajo del risco, y hacia el este y el norte, se extendía el recinto exterior: la parte más amplia y abierta del castillo, que albergaba los establos y los talleres, además de la nueva cervecera, unas cocinas y un horno. Esta área exterior no contaba con el resguardo de unos muros de piedra pero, a decir verdad, no los necesitaba, porque estaba rodeada por un foso y un terraplén de tierra de dos metros y medio de altura, sobre el que se alzaba una gruesa empalizada de troncos de cinco metros más de altura. Y ahora quedaba separada de la ciudad por una ancha cicatriz humeante de espacio vacío.

Un hombre puesto de pie en el foso que rodeaba el recinto exterior tendría que saltar, o volar, más de siete metros y medio en el aire para rebasar las defensas. Y mientras intentaba aquella heroicidad, estaría continuamente expuesto a los virotes de ballesta, lanzas, piedras y flechas arrojados por los defensores. Incluso en el caso de que el asaltante consiguiera superar los siete metros y medio de las defensas, en el otro lado sólo encontraría el apoyo de alguno de sus compañeros que hubiera conseguido realizar la misma prodigiosa hazaña; y serían muy pocos los que vivirían después de cargar en medio de un diluvio de virotes de ballesta a lo largo de los ciento cincuenta metros de tierra quemada y desierta del costado este del castillo.

El rey Ricardo recorrió a caballo todo el perímetro del castillo de Nottingham en cuanto llegó aquella tarde del día veinticuatro de marzo y, según las cuentas de Tuck, mil ciento noventa y cuatro años después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Ricardo iba acompañado por una docena de caballeros y el estandarte real, con sus dos leones rampantes de oro sobre fondo de gules, fue desplegado orgullosamente para amedrentar a los cientos de cabezas enemigas que atisbaban desde detrás de las almenas. Después, en una reunión con sus principales capitanes, en su pabellón del parque de los ciervos, Ricardo declaró sucintamente:

—El portal. Es realmente el único sitio por donde entrar. Lo tomaremos, y desde allí inundaremos el recinto exterior con nuestros hombres. Con la ayuda de Dios, y en la confusión de la batalla, podremos seguirles, mezclarnos con ellos cuando se retiren, y tomar la barbacana del recinto medio. Con la barbacana en nuestro poder, todo el castillo será nuestro. De modo que el primer paso es tomar el portal.

Yo admiré su confianza, pero no pude compartirla. Toda esa cháchara despreocupada sobre tomar portales, barbacanas y recintos, como si fueran castillos de arena levantados por niños, me puso nervioso. Desde la época en que fui miembro de la guarnición del castillo, sabía que el robusto portal de madera, que daba paso al recinto exterior por el costado este, contaba con un centenar de hombres fuertemente armados bajo el mando de dos capitanes y un mando superior. Y lo que era peor, el rey se apresuró a asignar la difícil y sanguinaria misión de tomar el portal al conde de Locksley, y Robin, naturalmente, nos encomendó la tarea a Little John…, y a mí.

De modo que, delante de la sopa aguada de nabos y la cerveza floja, Little John y yo discutimos nuestros planes para la mañana siguiente, cuando al amanecer, y al frente tan sólo de un centenar de hombres cada uno, deberíamos asaltar el portal del recinto exterior e intentar devolver el real castillo de Nottingham a su legítimo propietario.

Capítulo XX

H
acía frío; una espesa capa de escarcha había convertido la cicatriz negra de tierra quemada entre el portalón y las primeras casas de la ciudad en una gran mancha de un gris sucio. Atisbé por la puerta lateral entornada de un gran almacén de lana, situado en el límite de la franja gris de tierra quemada y helada frente al muro este del recinto exterior. Faltaba tal vez media hora para el amanecer, y las primeras luces del alba eran visibles en el cielo, detrás de mí. Mi aliento formaba nubecillas blancas en el aire frío. A mi espalda estaban Hanno y Thomas…, infeliz porque yo no le permitía participar en el asalto al flanco izquierdo, el costado sur del macizo portalón de madera. Yo sabía que el asalto sería duro y sangriento (bueno, lo sabíamos todos), y tal vez por razones sentimentales quise poner a salvo a Thomas, que aún no había cumplido los doce años, del baño de sangre que estaba a punto de producirse.

Aunque su decepción le había dejado silencioso, Thomas no protestó. Me ayudó con una rápida eficiencia a vestirme para la batalla, y a colocarme mi vieja cota de malla parcheada sobre un jubón acolchado; me ajustó el yelmo (un casquete plano de acero con un protector nasal), y lo abrochó debajo de mi barbilla. Mis guanteletes largos de cuero, con protecciones de acero cosidas para los dedos y la muñeca, habían sido encerados y aceitados hasta dejar suave su tacto, y lo mismo el cinto de la espada, con la hebilla de plata regalo de Navidad de Goody delante, abrochándolo a mi cintura, muy prieto para aliviar un poco el peso de la cota de malla. Thomas había limpiado y afilado mi vieja espada, y engrasado la misericordia que ahora reposaba en la funda de mi bota. Nunca había ido tan lucido a la batalla, y encontré agradable la sensación. Cuando Thomas me tendió mi escudo, recién blanqueado por él con una espesa capa de cal, y repintado con la divisa de Robin del lobo aullando en negro y gris, yo estaba dispuesto para el combate…, a excepción de la brisa fría que parecía recorrer mi estómago al pensar en la tarea que estábamos a punto de emprender.

Miré a mi espalda, al interior en penumbra del almacén. Contra las paredes laterales del otro extremo del edificio, a unos veinte pasos de distancia, se amontonaban las balas de lana, pero fue a los hombres a quienes miré. Noventa y cuatro de los hombres de armas seleccionados por Robin, cada uno de ellos enfundado en una sobreveste de color verde oscuro que cubría la heterogénea armadura que lo protegía, me miraban y esperaban la señal de avanzar. Unos pocos comprobaban que sus espadas salieran con facilidad de la vaina, o ajustaban las tiras de cuero de sus escudos, y otros se habían arrodillado y murmuraban una última oración antes de entrar en batalla. Miré a mi compañía (antiguos proscritos, ladrones, fugitivos y maleantes, e incluso algunos, me di cuenta, que habían servido antes en las filas de Murdac), e intenté parecer despreocupado sobre la matanza inminente. Todos ellos eran hombres buenos, bravos, pensé para mí, fuera lo que fuese lo que habían hecho antes. Ahora todo estaba olvidado. No me sentí digno de mandarlos. No había un solo hombre en aquel almacén que no estuviera asustado; pero sabía que todos ellos morirían antes que demostrar miedo alguno.

Habíamos conseguido requisar cinco escalas de madera, cada una de más de siete metros y medio de largo, de los vecinos de la ciudad. Y los dos hombres elegidos para llevar cada una de ellas eran los que estaban colocados inmediatamente detrás de mí. Las escalas eran incómodas de cargar, y los hombres que las llevaban eran los mejores de la compañía, guerreros y soldados a los que conocía personalmente de Sherwood y de Ultramar. Eran hombres de los que habría respondido con mi vida. Y lo cierto es que todas nuestras vidas estaban en sus manos.

Hanno se inclinó hacia mí, y dijo en voz baja:

—No te preocupes, Alan. Está bien. Podemos hacerlo.

Y yo hice un gesto de asentimiento, forcé una sonrisa y le contesté:

—Lo sé, Hanno, lo sé. Estoy seguro de que va a ser una espléndida victoria.

Mentía. Estaba nervioso, y muy lejos de sentirme seguro de que pudiéramos conseguir lo que se nos había pedido hacer aquella mañana. Atisbé de nuevo hacia el portalón de la empalizada, con su forma maciza alzándose oscura a la media luz, a una altura más o menos de la mitad de la puerta que guardaba. Íbamos a intentar correr hacia él sorteando las lanzas, las flechas y los virotes de las ballestas de centenares de soldados enemigos, para arrimar las escalas de madera a la empalizada, trepar a pesar de la oposición feroz de los defensores, saltar el muro, abrirnos paso por el otro lado hasta el suelo…, y sobrevivir de alguna manera lo bastante para abrir la puerta y permitir a nuestra caballería irrumpir al galope en el recinto exterior y capturarlo.

Parecía ridículo; una forma de autoinmolación, y no un plan de batalla serio. Pero si ése era el caso, por lo menos no moriríamos solos. Little John y otro centenar de hombres de Robin atacarían el costado norte del portal al mismo tiempo que nosotros.

Miré al norte, hacia la colina, siguiendo la línea gris helada del área quemada, en dirección a la hilera chamuscada de casas y tiendas que ahora marcaba el nuevo límite de la ciudad de Nottingham, y oí un solo toque largo de trompa temblar en el aire frío. Un guerrero enorme al que conocía bien, con la cabeza descubierta y el cabello de un rubio brillante recogido en dos trenzas largas y espesas a ambos lados de la cabeza, saltó al exterior de una gran casa situada a sesenta pasos de distancia. Empuñaba un hacha de doble cabeza y un anticuado escudo redondo. Alzó el hacha y gritó algo con voz fuerte, ronca y alegre, y más hombres salieron de la casa cargando frágiles escalas de madera.

Yo me volví al interior del almacén, ante docenas de ojos abiertos de par en par clavados en mí, y dije en voz alta y clara:

—Muy bien, ha llegado el momento. ¡Vamos a por ellos!

Y salí al alba gris, con la mirada clavada en el portalón, y encomendé mi alma a Dios y a san Miguel.

En el interior del portalón, no todos los enemigos dormían; los centinelas estaban alerta. Hubo gritos e imprecaciones furiosas, silbidos y toques de trompeta, y la guarnición de aquella fortificación de madera se levantó tan aprisa como pudo de sus catres enrollables. A ciento cincuenta metros de distancia, empezaron a aparecer cabezas sobre la empalizada, pequeñas siluetas redondas y oscuras apretadas en los muros de madera almenados como las bayas de saúco en la rama. Sonó el zumbido de una única ballesta en el portalón, un sargento gritó algo con voz irritada y un virote silbó al pasar más de veinte metros a la derecha de mis hombres, formados ahora en una línea irregular a mi espalda, con los portadores de las escalas flanqueándome en primera fila.

Y entonces, para mi sorpresa, hubo más movimientos a mi derecha, al salir Robin de entre dos casas, un poco más arriba de nuestra posición, seguido por una gran masa de hombres: arqueros, más de un centenar, todos de uniforme verde oscuro, pero muy pocos provistos de alguna pieza de armadura. Se colocaron en línea en dos filas, entre mi posición y la de los hombres de Little John, con Robin en el extremo sur. Mi señor alzó una mano en un alegre saludo dirigido a mí, se llevó un cuerno a los labios y lanzó dos notas cortas.

Y los arqueros empezaron a disparar.

Con un tremendo crujido de madera, un centenar de hombres tiraron atrás de las cuerdas de cáñamo de sus poderosos arcos de tejo, inclinaron atrás el cuerpo y soltaron. Arriba, arriba, casi verticales, volaron los proyectiles en el cielo gris del amanecer, parecieron detenerse un instante en su parábola, y se precipitaron abajo, abajo, para caer sobre el portalón y el recinto situado detrás. Los astiles se clavaron profundamente en los troncos de la fortificación y en los hombres resguardados detrás de los muros de madera, penetrando en sus cuerpos agazapados como una lluvia sólida y mortal sobre sus cuellos, hombros y pechos.

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