El principal problema se presentaría cuando ascendiéramos hasta la boca del pozo por el que, en otro tiempo, se habían transportado los barriles de cerveza; no sabía si se había descubierto que la vieja bodega era el camino que utilicé para escapar. Después de todo, cinco meses antes un preso condenado a muerte había desaparecido en mitad de la noche, después de matar a tres hombres, robar una gran cantidad de plata y dejar una cabeza de lobo ensangrentada en el calabozo en el que estaba encerrado. ¿Cómo había reaccionado la guarnición? ¿Habían buscado un túnel secreto, o recordado cómo se introducía antes la cerveza en el castillo? ¿Lo habían explicado todo por arte de brujería? ¿Creían que había escapado por algún procedimiento mágico? ¿O habían supuesto que escapé por medios más ordinarios, sobornando a un guardián con una bolsa repleta de dinero y escurriéndome en silencio desde lo alto de los muros del castillo? No tenía forma de saberlo.
De lo que sí estaba completamente seguro era de que sir Ralph Murdac no estaba familiarizado con las entrañas del castillo: era un área frecuentada por sirvientes, cocineros, despenseros y gente parecida. No por caballeros, y desde luego no por el mismísimo alcaide. Me estaba jugando la vida sobre la base de suponer que la vieja bodega y el pozo estaban tal como los habíamos dejado…; y también me jugaba la vida de Hanno.
Yo había tenido al principio la intención de ir a aquella misión solo, pero Hanno se negó en redondo e insistió en acompañarme.
—¡Te perderás en esos túneles, ja, ja, y también en los subterráneos del castillo!
Hanno se mostraba tan jovial como siempre, totalmente despreocupado del peligro mientras hablábamos en voz baja en la sala comunal de la taberna La Peregrinación a Jerusalén…, ahora vacía porque el tabernero y su joven familia se marcharon prudentemente de allí cuando el castillo fue rodeado por las tropas del rey Ricardo. Se suponía que Hanno había de velar desde fuera por el éxito de mi misión, pero cuando le expliqué su papel, aparte de reírse me dijo:
—Será mejor que vaya contigo para librarte de problemas; y puede que de paso te enseñe una o dos cosas más.
No protesté demasiado. Estaba contento de tenerle a mi lado.
Cuando recorrimos los últimos pasos del túnel y llegamos a la cámara situada directamente debajo del pozo que conducía a la bodega, apagamos la linterna y nos quedamos absolutamente inmóviles, tratando de escuchar sonidos indicadores de algún peligro arriba. Nada. Ni el menor ruido.
Tanteé en la oscuridad y encontré la soga. La misma soga por la que Robin, Hanno y yo habíamos bajado cinco meses atrás. Por increíble que pudiera parecer, la bodega y su vía secreta de entrada al castillo no habían sido descubiertas.
Trepé por la cuerda, subiendo por aquel pozo en tinieblas. Los músculos de los brazos protestaron muy pronto; aunque no llevaba escudo, tenía encima el peso de una cota de malla ajena y mi espada, además del pesado saco que cargaba a la espalda. Pero muy pronto noté que el espacio se ensanchaba a mi alrededor, y al alargar la mano izquierda encontré el borde del brocal. Hanno llegó enseguida, encendió la linterna y yo utilicé la gran llave que él había tirado allí mismo para abrir la puerta baja y ancha que conducía a la vieja bodega.
Hasta ese momento, todo había ido bien. La bodega, hasta donde podía afirmarlo, estaba igual que cinco meses atrás.
Hubo un crujido, y un estruendo aterrador de maderas desvencijadas al caer al suelo una barrica pequeña de cerveza y rodar hasta chocar con una pila de otras mayores. Luego un aullido agudo de rabia, y algo oscuro se movió muy deprisa en el rincón de la despensa. Creí que mi corazón estallaba, y tuve la espada desnuda en la mano antes de saber qué ocurría.
Hanno y yo nos quedamos inmóviles y en silencio. No hubo más ruidos. Entonces Hanno rio en voz baja.
—Es sólo una rata —susurró—. Pero nos ha dado un buen susto, ¿verdad?
No dije nada y volví a envainar mi espada, maldiciendo mi sobresalto. Pocos momentos después, avanzábamos confiados por el pasillo que llevaba de la bodega a las entrañas del recinto superior, el verdadero corazón de la fortaleza de Murdac.
A esas horas, el interior del castillo estaba en silencio. Habría centinelas en los baluartes, y grupos de soldados apiñados en las torres de las murallas y en los cuerpos de guardia y los barracones del recinto medio, pero en esta zona del castillo reinaba un silencio fantasmal. Hanno y yo nos cruzamos únicamente con una persona mientras nos acercábamos a la gran torre y a la cámara de Ralph Murdac: un criado que llevaba una bandeja con copas de vino. Aquel rústico nos ignoró, y pasó a nuestro lado con un ceño irritado. Por lo visto, nuestras sobrevestes nos daban la invisibilidad que deseábamos.
Llegamos delante de una sala de guardia en la base de la gran torre, y no pude resistirme a echar una ojeada a través de la puerta al pasar. Apenas me dio tiempo de captar una escena entrañable: dos o tres soldados con sobrevestes negras y rojas jugando a los dados en una mesa colocada en el centro de la habitación, a la luz de una única vela, y una docena de hombres más roncando en sus jergones esparcidos por los rincones. Pasamos de largo sin provocar ningún comentario; creo, incluso, que sin ser advertidos. Mis nervios empezaron a serenarse: ¡íbamos a conseguirlo! Dios mediante, recorreríamos todo el camino hasta el dormitorio de Murdac (donde sin duda sir Ralph dormía pacíficamente), sin encontrar el menor tropiezo.
La cámara privada del alcaide de Nottingham se encontraba en el costado occidental de la gran torre, en el segundo piso. Yo no había estado allí desde aquel nefasto día de septiembre del año anterior, en el que fui llamado por Murdac para comunicarme que debía escoltar la caravana de carros cargados de plata de vuelta desde Tickhill hasta Nottingham. Llegamos hasta allí caminando con naturalidad por los largos pasillos de piedra, mientras simulábamos hablar entre nosotros en voz baja, como dos hombres de armas cualesquiera dirigiéndose a medianoche a cumplir un encargo de su capitán, o sencillamente estirando las piernas después de un largo servicio de centinela.
Nos detuvimos a pocos pasos de la cámara, al oír ruido de pasos, y después de una mirada cautelosa desde la esquina, Hanno susurró a mi oído que era un hombre solo quien estaba de guardia delante de la puerta. Mi amigo alemán se agachó y extrajo la misericordia de mi bota.
—Hazlo deprisa y en silencio —dijo a mi oído, y puso el arma en mi mano—. Sin ruido, sin jaleo.
Yo asentí, con el corazón disparado. Había llegado una vez más el momento de matar a sangre fría. Atisbé también yo desde la esquina, y eché una ojeada a mi víctima. Como el centinela apostado delante del castillo de Kirkton año y medio antes, el soldado que estaba delante de la puerta de Murdac era joven. Pero esta vez, cuando examiné mi interior, no encontré objeción a quitarle la vida: era necesario, me dije a mí mismo, y eso era en realidad todo lo que importaba.
Mi corazón se aquietó, aspiré profundamente y me moví con rapidez, sin dudar. Dos pasos rápidos y silenciosos cuando se volvió de espaldas a mí, y tapé su nariz y su boca con mi mano izquierda al tiempo que clavaba la misericordia en su nuca con la derecha, en un solo gesto duro y limpio. Fue tan fácil como descorrer un cerrojo bien engrasado de la puerta de una bodega. La hoja se deslizó dentro del cráneo, el hombre tuvo un espasmo, y cayó en mis brazos como un peso muerto. Y eso es lo que era; sólo eso.
Hanno se colocó en silencio a mi lado.
—Perfecto —dijo. Y me sentí muy complacido.
Dejé el cadáver inerte en los brazos de Hanno, limpié mi misericordia en la sobreveste del muerto, volví a colocar la daga en la funda de mi bota, tiré de espada, di una aspiración profunda, abrí la puerta e irrumpí en la habitación de Murdac, con Hanno tras mis talones cargando con el cadáver flácido del centinela.
Después de la penumbra del pasillo, la habitación de Murdac resultaba extrañamente brillante, iluminada por dos grandes candelabros. Era una estancia cómoda, espaciosa y bien caldeada, con caras pieles distribuidas sobre el suelo de madera pulida y un fuego que ardía alegremente en un amplio hogar construido en el muro exterior. En el centro de la habitación había una gran mesa, y sentado ante aquella mesa, con su hermosa espada larga colocada sobre su superficie delante de él, estaba Rix.
El hombre alto empuñó la espada, y no pude evitar admirar la joya azul de la empuñadura que me guiñaba a la luz de las velas, y las líneas suaves de la larga hoja. Me quedé como en trance delante de aquella arma, y mis ojos aún la acariciaban cuando Rix echó atrás su silla, se irguió en toda su estatura y dijo en francés:
—Ah, por fin estás aquí. Sir Ralph esperaba a medias que enviaran un asesino. ¡Y qué suerte que seas tú! Tenemos un asunto pendiente los dos, creo.
Asentí, pero no dije nada. Mis ojos recorrían la habitación en busca del objetivo de nuestra misión mortal, el alcaide.
Contra el muro más alejado de la cámara, había un suntuoso lecho de baldaquino con las gruesas cortinas corridas. Y mientras lo miraba, una cabeza de pelo negro y revuelto asomó entre ellas, parpadeando sin parar como un ratón al salir de su agujero. Era Ralph Murdac, y al verme, en su expresión se agolparon el temor y la sorpresa.
—¡Tú! —dijo incrédulo—. ¡Tú, entre todas las personas posibles! Alan Dale el traidor, el ladrón, la rata de alcantarilla que quiere ser un caballero. Que seas tú quien viene a por mí espada en mano en medio de la noche…, casi no puedo creerlo. ¡Mátalo, Rix, mátalo ahora! Haz pedazos a ese desagradable pequeño campesino arribista.
Rix se apartó de la mesa y, a la orden de Murdac, me saludó con su bella espada, llevándose la empuñadura a la frente un instante, antes de blandirla en la primera posición de un espadachín serio: «
En garde!
».
—Cuídate de Murdac —murmuré por encima del hombro a Hanno, sin apartar los ojos de Rix—. Sujétalo, deprisa; mantenlo apartado de la lucha. Yo me encargaré de esto solo… Hice voto a san Miguel de rajar a esta larguirucha tira de mierda, y me propongo cumplirlo.
Oí a Hanno apartarse de mí en dirección a la gran cama, y di un paso hacia Rix. Sin el menor preliminar, asesté mi arma tan duro y rápido como pude en dirección a su cabeza. Su espada saltó hacia arriba y paró mi golpe con un chasquido de acero. Pero yo ya tiraba abajo, en un intento de hundir mi espada en el músculo de su pantorrilla. Milagrosamente, su larga hoja llegó allí antes que la mía, y paró de nuevo mi golpe con facilidad. Me tiré a fondo entonces con toda rapidez contra su pecho; él desvió sin esfuerzo la hoja, que se perdió en el vacío junto a su brazo izquierdo.
Entonces atacó él: una finta a mi cuerpo, luego otra, seguida de una estocada relámpago a mi garganta. Por Dios que era rápido; mucho más rápido que yo. Por pura suerte, evité ser ensartado por su espada, con un barrido de la mía que llegó justo a tiempo. Desvié su estocada por encima de mi hombro izquierdo y contraataqué hacia su derecha, con la esperanza de alcanzar su brazo de la espada y disminuir un tanto su aterradora velocidad. Pero, una vez más, él desvió mi golpe casi con desdén.
Oí golpes y gruñidos ahogados en la dirección de la cama con baldaquino, pero no me atreví a apartar los ojos de Rix ni por un momento. Volví a tirarme a fondo hacia su pecho, y él desvió una vez más la punta de mi espada; intenté un golpe de derecha a izquierda por abajo; él dio sencillamente un paso atrás. Luego me atacó de nuevo, golpeando a izquierda y derecha, arriba y abajo, y su arma era un torbellino letal de plata, y todo lo que podía hacer yo era mantener apartada su punta de mi cuerpo. Caí en la cuenta entonces, en un momento de claridad cegadora, de que iba a perder aquel combate. Él era el mejor espadachín de los dos; no había absolutamente ninguna duda sobre ello. Cedí terreno poco a poco, sin intentar atacarle; me limitaba a bloquear, parar, esquivar y agacharme. Me vi superado, barrido: a punto de ser hecho picadillo.
Luchábamos casi en silencio, los únicos sonidos eran el entrechocar de nuestras espadas y los jadeos de mi respiración. Rix se apartó por unos instantes, y empezó a dar la vuelta a mi alrededor por la derecha, de modo que pude echar una ojeada a la cama de baldaquino. Allí vi a mi amigo alemán tranquilamente sentado en el borde del lecho, con las cortinas descorridas y el brazo pasado alrededor de la cabecita revuelta de Ralph Murdac, del mismo modo en que uno podría llevar una sandía, y con su largo cuchillo en la garganta del alcaide. Murdac estaba muy pálido, sus ojillos azules se habían agrandado por el miedo bajo el brazo musculoso de Hanno, y un hilo de sangre bajaba de su boca. Hanno me miraba ceñudo, con una decepción cómica. Pero sujetaba a Murdac de tal forma que no le era fácil soltarlo para venir a ayudarme contra Rix. No podía esperar ayuda por esa parte.
Volví mi atención a la pelea justo a tiempo: la espada de Rix venía como un halcón hacia mi ojo, y paré el golpe y contraataqué con un tajo salvaje. Él bloqueó y replicó, y yo lancé un golpe lateral hacia su cabeza con todas mis fuerzas. Se limitó a agacharse. Guardaba un equilibrio perfecto, y se mantenía tan frío como una trucha de río. Yo, en cambio, estaba sofocado y jadeaba por el esfuerzo. Amagué otro tremendo tajo a su hombro, y lo bloqueó. Su contraataque, una estocada hacia mi corazón, estuvo a punto de atravesarme, pero salté atrás en el último instante. Mi pie izquierdo fue a dar en una piel de oso, la piel resbaló sobre el suelo pulido, y antes de darme cuenta de lo que ocurría aterricé dolorosamente sobre mis nalgas y mi espada rodó y rebotó en el suelo brillante, deslizándose lejos, a mi derecha.
Rix se plantó encima de mí. Sonrió con frialdad, me saludó de nuevo y levantó la espada sobre su cabeza. Yo traté de incorporarme delante de él, y vi con estupefacción y temor alzarse su hermosa espada en el aire, mientras mi mano tanteaba con desesperación en busca de mi bota izquierda…
Mi mano temblorosa encontró la misericordia. La hoja triangular se deslizó con suavidad fuera de su vaina, y la levanté y golpeé con ella como una víbora rabiosa, de arriba abajo como haría con un martillo, la bota de piel de cabrito de Rix, de modo que su pie quedó sólidamente clavado al suelo de madera.
Gritó… Gritó una sola palabra, en voz lo bastante alta para despertar a un muerto:
—¡Milooooooo!
Pero yo no le prestaba ya atención alguna; me arrastré hacia atrás en busca de mi espada. La recogí del suelo, volví a ponerme en pie y, mientras Rix intentaba volverse para hacerme frente, con sus largas piernas enredadas por el pie clavado, yo me abalancé sobre él, tomé impulso y descargué un golpe de arriba abajo en el ángulo entre su cuello y su hombro izquierdo; puse en aquel golpe toda mi fuerza, de modo que se hundió un palmo en la cavidad del pecho. Durante un instante tuve un atisbo de tejido pulmonar gris en su torso purpúreo, antes de que la sangre inundara su pecho.