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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (46 page)

BOOK: El hombre del rey
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¡Thunk! ¡Think!

Un hombre que estaba de pie a mi lado, en el extremo de nuestra doble línea, lanzó de pronto un grito ahogado y cayó hacia atrás, con un virote clavado en el ojo.

—¡Altos esos escudos! —grité, y me acurruqué en la primera fila junto a mis hombres, intentando encoger mi cuerpo todo lo posible detrás de mi escudo en forma de cometa.

Los dos grupos de ballesteros estaban ahora tan cerca que difícilmente podían fallar. Y en medio de ellos, los soldados avanzaban con determinación, con las espadas en alto, y armados algunos con lanzas cortas o picas. Yo sabía que, cuando llegaran a una distancia de veinte metros, se lanzarían contra nosotros y arrollarían nuestra débil línea de hombres cansados y maltrechos. Según mis cálculos, apenas quedaban unos pocos segundos para que fuéramos aplastados por el enemigo. Los virotes repiqueteaban al impactar en el muro de escudos, y ocasionalmente encontraban un hueco y provocaban un aullido o un gemido.

¡Thunk! ¡Think!

—¡Por las pelotas hinchadas de Dios! —se oyó un vozarrón, en tono claramente dolorido. Y, al volverme hacia Little John, le vi mirar por encima del hombro un astil negro clavado en su enorme nalga derecha; sus calzones verdes se teñían rápidamente de negro, empapados en sangre. Pero se limitó a encogerse de hombros con un gesto de dolor, y dejando en su lugar a aquel virote maligno volvió a su tarea.

¡Thunk! ¡Think!

Oí gritar a Hanno alguna cosa, pero no alcancé a distinguir lo que decía. Los soldados enemigos estaban ya a tan sólo unos cuarenta pasos.

Entonces oí un sonido diferente. Arriesgué otra rápida mirada a mi espalda, y vi que John había partido por fin la barra en dos. Cojeando de forma acusada, ayudaba a Hanno a abrir de par en par el pesado portón de madera. Atisbé por el hueco de la doble hoja del portal que se abría lentamente, y lo que vi hizo que mi corazón brincara de alegría.

Una gran masa de jinetes acorazados, guiados por un caballero alto de yelmo brillante y pulido, engastado en oro, que cabalgaba un magnífico corcel bajo un estandarte rojo y oro. Y a su lado vi otra figura familiar, con el rostro oculto por su casco tubular de cimera plana, pero vistiendo una sobreveste de color verde oscuro con la máscara de un lobo pintada en negro y gris sobre el pecho. Los jinetes llegaban al trote. Estaban a tan sólo treinta metros. El jinete que encabezaba el grupo bajó su lanza, y todos sus compañeros (por lo menos unos sesenta jinetes) siguieron su ejemplo en una ola de madera blanca y acero reluciente. Sonó una trompeta, y la caballería aceleró hasta el medio galope. Era Ricardo, mi rey, que llegaba al rescate. Y el señor al que había jurado fidelidad, el conde de Locksley, cabalgaba a su lado.

La trompeta emitió un nuevo toque. Los jinetes se lanzaron a la carga.

—¡Al suelo! —grité—. ¡Todos al suelo! Pegaos al suelo. Quietos, quedaos absolutamente quietos si queréis seguir con vida.

Y todos los hombres a una, en el muro de escudos, se dejaron caer al suelo embarrado. Sentí la tierra húmeda vibrar contra mi mejilla, y oí un fragor de cascos, pero no me atreví a levantar la vista cuando la caballería del séquito de Ricardo Plantagenet, por la gracia de Dios rey de Inglaterra, duque de Normandía y Aquitania, conde de Anjou y de Maine, un grupo que incluía a algunos de los mejores y más bravos caballeros de la cristiandad, pasó por encima de nuestros cuerpos tendidos como una catarata equina, saltando limpiamente sobre los cuerpos encogidos de cuarenta hombres que habían formado en línea, postrados ahora bajo un torbellino de golpeteo de cascos y salpicaduras de barro, antes de picar espuelas para chocar frontalmente con la línea de infantes negros y rojos que avanzaba, y que recibieron con horror las lanzas y el grito de batalla en la garganta de cada uno de los caballeros acorazados.

Cuando por fin alcé la cabeza, vi una escena de matanza despiadada. La caballería del rey Ricardo había ido a estrellarse contra los soldados de Murdac como una fuerte tempestad abate las mieses de un trigal, y las afiladas lanzas de tres metros de largo desgarraron cuerpos y empujaron al enemigo varios metros atrás. Quienes no habían sido atravesados por las lanzas ni aplastados por los poderosos cascos de los corceles de los caballeros, se dispersaron. Y cuando las lanzas faltaron, rotas, clavadas en las cabezas o enterradas en los vientres de los infantes, los caballeros de Ricardo tiraron de sus espadas largas, o mazas, o hachas, y la carnicería continuó. Vi a Robin amputando de un tajo el brazo de la espada de un hombre de armas que había sido lo bastante loco para darse la vuelta y hacerle frente. Pero tampoco los que huían tenían fácil la salvación. También pude ver a un ballestero en fuga alcanzado con facilidad por un jinete que lo golpeó al paso, partiendo en dos la cabeza sin protección del hombre. Tres caballeros rodearon a un grupo de soldados que resistían, y golpearon sus cabezas y sus brazos alzados con mazas y espadas hasta que todos los infantes cayeron en un montón confuso y sanguinolento. Por todas partes los soldados que huían eran acuchillados y golpeados por los caballeros victoriosos; no se dio cuartel, y nadie se paró a pensar si alguno de aquellos enemigos valía un rescate apetecible; de modo que morían por docenas, y sus cadáveres rotos y cubiertos de sangre eran pisoteados una y otra vez por los cascos de los enormes corceles al evolucionar de un lado a otro del recinto exterior en busca de nuevas presas. Los afortunados, o los ballesteros y soldados enemigos que fueron capaces de correr más deprisa, buscaron refugio en la barbacana del recinto medio, y fueron metidos allí a toda prisa antes de que la pesada puerta de roble reforzada con tiras de hierro se cerrara con estruendo a sus espaldas. Pero fueron pocos, muy pocos.

Sin embargo, los caballeros de Ricardo no habían acabado con la resistencia. Cuando hubo acabado el asalto inicial, desde los muros y las torres de los recintos alto y medio los ballesteros flamencos de Murdac se tomaron su revancha. Virotes de madera de roble de un pie de largo, con puntas aguzadas de hierro, volaron desde las almenas y fueron a clavarse en las carnes de caballos y jinetes sin discriminación. Se lanzaron jabalinas, y también grandes piedras. Un infortunado caballero, descabalgado delante de la barbacana del recinto medio y que golpeaba furioso con el pomo de su espada la puerta atrancada, fue abrasado vivo cuando volcaron sobre él un caldero de arena al rojo desde un matacán situado encima. Vi a otro caballero que maldecía y gritaba de dolor, clavado por la parte carnosa de su muslo a la madera de su silla de montar, por un virote negro.

Pero el recinto exterior era nuestro. Cuando los defensores que no habían podido huir de allí estuvieron todos muertos, mortalmente heridos o capturados, y no quedaron más objetivos a la vista para las espadas de los caballeros que evolucionaban por aquel espacio, la mayoría de los jinetes, jadeantes y dando gracias a Dios, se retiraron al otro lado de la puerta abierta del portalón capturado, fuera del alcance de los letales proyectiles de los defensores. No había nada más que pudieran hacer: el castillo propiamente dicho estaba cerrado a cal y canto, a salvo de sus armas chorreantes de sangre, y sus caballos no podían galopar a través de la piedra gris de aquellos muros macizos.

Nosotros, los hombres vestidos de verde Lincoln ya nos habíamos levantado del suelo para entonces, aunque no tomamos parte en el combate final del recinto exterior. Algunos de los soldados más perspicaces del enemigo habían arrojado sus armas y corrido hacia nosotros, gritando que querían rendirse. Escaparon así a la ira de los caballeros, y se refugiaron entre nosotros, bajo custodia, en el otro lado del portalón, el que daba a la ciudad y a la empalizada de troncos que tan valerosamente habíamos capturado. El recinto exterior del castillo de Nottingham estaba en manos de los hombres de Ricardo…, pero nos era imposible movernos por él, si no era corriendo, esquivando y ocultándonos detrás de los escasos edificios dispersos aquí y allá, porque los ballesteros alineados en los muros del castillo parecían decididos, incluso ahora cuando la lucha por aquel espacio había terminado, a eliminarnos a todos uno por uno.

El rey Ricardo se acercó caminando sin prisa por el espacio abierto, sin su montura y cojeando ligeramente. Por alguna razón, probablemente porque ignoraban quién era, los ballesteros no parecieron prestarle una atención especial. Se detuvo delante de la hoja derecha de la doble puerta que Little John había conseguido abrir justo a tiempo, y me saludó con cordialidad:

—Blondel, ¿cómo te va? —me llamó—. Veo que has conseguido sobrevivir a la escaramuza.

—Estoy bien, sire. Ileso, por milagro.

El rey asintió distraído, y en ese momento un virote se clavó en el suelo entre nosotros. Al parecer, los ballesteros apostados en las murallas de piedra del castillo se habían dado cuenta ya de que tenían al rey a tiro. Ricardo ignoró el proyectil que asomaba del suelo delante de él, y también un segundo que fue a caer del otro lado pero más cerca del real pie. Su atención parecía ocuparse sólo de la construcción del portal de madera. Nos encontrábamos en el límite del alcance eficaz de las ballestas, a más de ciento cincuenta metros de las almenas del recinto medio, pero Ricardo tenía por fuerza que saber que, con su armadura ligera propia del desierto, el impacto de un virote podía hacerle aún un daño considerable. El autocontrol del rey, pensé admirado, era notable.

Dos caballeros de su séquito se acercaron corriendo a su soberano, que seguía de pie en el umbral del portal examinando impertérrito y en silencio su estructura. Llevaban sendos escudos de gran tamaño y, colocados detrás del rey, alzaron aquellos objetos para resguardar sus espaldas de algún tiro de fortuna de los ballesteros del castillo.

—Lo has hecho muy bien, Blondel —dijo el rey, en tono pensativo—: has capturado el portón exterior. Te lo agradezco mucho. Pero ahora, no podemos mantenernos en este lugar…

Un virote fue a clavarse en el escudo que sostenía en alto uno de los caballeros colocados detrás de Ricardo para protegerlo, y me distrajo unos instantes, impidiéndome oír lo que dijo el rey a continuación.

—… es una pena verdaderamente, pero no puede evitarse —acabó la frase.

—Os pido perdón, sire —dije, incómodo por mi desatención—. ¿Qué habéis dicho?

—He dicho, mi buen Blondel, que reúnas a tus hombres y prendáis fuego a este portalón hasta arrasarlo. Destruid también toda la empalizada exterior, ya puestos. Si no podemos sostenernos en el recinto exterior, tampoco vamos a dejárselo a ellos. Quemadlo, y todas las defensas que podáis alcanzar. Y cuando lo hayamos hecho, enviaré heraldos a parlamentar con ese tipo, Murdac, y escucharemos lo que tiene que decir.

♦ ♦ ♦

Quemar la empalizada era más fácil de decir que de hacer. Reuní a los supervivientes del ataque de la mañana, pedí prestados una veintena de los arqueros de Robin, y empezamos a colocar paja seca y haces de leña menuda empapados en aceite en la parte tanto exterior como interior de la empalizada, listos para aplicarles una antorcha encendida. Nos vimos hostigados continuamente por los ballesteros del recinto medio, y me vi obligado a emplear una pantalla de hombres con escudos tanto en el brazo izquierdo como en el derecho, para resguardar a los hombres que preparaban el fuego de los certeros proyectiles de los defensores.

En el proceso perdí a un hombre, y hubo dos heridos más; fue un trabajo horrible. No tomábamos parte en una loca carrera hacia la gloria, con la furia de la batalla atronándonos los oídos, sino que hacíamos un trabajo pesado, difícil y sucio. Lo que es más, destruir las defensas del recinto exterior convertía en un terrible desperdicio el sacrificio de vidas preciosas de aquella mañana. Pero cuando un rey ordena, se obedece.

Ya había pasado el mediodía cuando acabamos, y di permiso a los hombres para buscar algún lugar donde comer y descansar, mientras las primeras llamas crepitaban ya y la empalizada empezaba a arder. Yo mismo prendí fuego a aquel maldito portalón. Después de apilar paja y leña menuda a cada lado de las puertas de madera, arrojé una rama de pino ardiendo a cada montón y me retiré al otro lado de la franja de tierra quemada, mientras la columna de humo empezaba a ascender hacia el cielo azul. Cumplida mi tarea, volví a la ciudad en busca de Robin para recibir nuevas órdenes.

Encontré al conde de Locksley en una casa grande del centro de la ciudad, bebiendo vino tinto y bromeando con Little John. Robin estaba sentado en un taburete en un rincón de la habitación, con la pierna izquierda extendida. Llevaba un vendaje ensangrentado en el muslo, pero me aseguró en tono jovial que sólo se trataba de una herida limpia de jabalina, y que se curaría con el tiempo…, siempre que pudiera tener un poco de paz y de descanso. Little John estaba tendido boca abajo sobre una mesa grande en el centro de la sala, desnudo de cintura para abajo. Su nalga derecha estaba hinchada y ensangrentada, y el astil negro del virote se alzaba enhiesto unos veinticinco centímetros por encima de aquel montículo de carne blanca y rosada. A pesar de ello, John parecía estar de muy buen humor. Un barbero-cirujano muy nervioso se atareaba en torno a las regiones inferiores de su gigantesco cuerpo, enjugando la sangre que resbalaba hacia la cadera mientras murmuraba alguna cosa. El hombre parecía muy asustado, y manoseaba un instrumento parecido a dos cucharas unidas, con las partes cóncavas enfrentadas, y el conjunto de las dos sujeto por el extremo a un mango corto de hierro. Lo empuñaba, y volvía a dejarlo sobre la mesa.

Robin me vio mirar con curiosidad el instrumento y dijo:

—Sirve para extraer cabezas de flechas de heridas profundas. La parte de las cucharas se introduce en la herida, se cierra alrededor de la cabeza de la flecha, y así permite extraerla sin provocar más destrozos. Totalmente innecesaria, a mi entender, porque los ballesteros flamencos no emplean flechas dentadas. Pero Nathan el barbero insiste en que se trata de un invento maravilloso, y la decisión debe ser suya: después de todo, Nathan es el hombre que va a operar a John, cuando pueda reunir el valor suficiente.

Dirigí a Robin una mirada interrogadora. Y mi señor dijo:

—John ha amenazado con romperle a Nathan los dos brazos si le hace más daño del necesario.

Y me dedicó una media sonrisa cómplice.

Little John me sonrió con solemnidad desde su posición sobre la mesa. Me di cuenta de que, a diferencia de Robin, que estaba simplemente relajado, John estaba borracho hasta las orejas. Además, había sido atado a la mesa con varias bandas gruesas de cuero que sujetaban su enorme tórax y sus piernas. Yo me acerqué a él.

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