Goody estuvo un rato silenciosa cuando acabé de contarle mi historia, y luego tomó muy suavemente mi mano en la suya y en voz queda, pero firme, me dijo:
—No creo en encantamientos, y no me asustan las mujeres infelices que van por ahí pretendiendo ser brujas. Nadie puede culparte de la desgracia de Nur; fue tu enemigo Malbête, y no tú, quien desfiguró su belleza. Y tampoco se te puede culpar por la muerte de tu amor por ella. Quizá no la amabas de verdad antes de su desgracia, quizá sí. No importa. No la amas
ahora
; y nada de lo que ella haga te convencerá para cambiar tus sentimientos. Deberías proporcionarle con qué vivir, una casa y algunas tierras, quizá en Westbury, y alguna compensación en dinero tal vez, para poner fin a ese asunto. —Me miró a los ojos con los suyos de un color violeta tan hermoso, y añadió—: Eres mío ahora, no suyo…, y no tiene derecho a entrometerse en nuestras vidas. Si lo hace, yo haré que lo lamente…
Desperté de mi agradable ensueño en la sala capitular al ver a Robin hablando con su hermano, William de Edwinstowe, y con un caballero de buena estatura que me resultó familiar. El caballero vestía un manto blanco con una cruz de color rojo sangre bordada al pecho; era evidentemente un templario, un miembro de la misma orden que había empujado a Robin a situarse al margen de la ley hacía tan sólo un año.
De hecho, era el mismísimo sir Aymeric de Saint Maur.
Me incorporé sobresaltado, y mi mano voló instintivamente a la empuñadura de mi espada: la última vez que había visto a aquel hombre fue en el castillo de Nottingham, y había amenazado con aplicarme hierros candentes para obligarme a traicionar al mismo hombre con el que ahora charlaba apaciblemente, a menos de diez pasos de mi asiento. Los templarios habían raptado al pequeño Hugh, juzgado a mi señor por cargos de herejía, intentado quemarlo en la hoguera, y cuando escapó lo habían excomulgado. Y sin embargo, aquí estaba Aymeric, chismorreando con Robin como un par de comadres en el mercado. Yo había dado por supuesto que los templarios respaldaban la causa del príncipe Juan…, pero al parecer me equivocaba. William de Edwinstowe, de pie entre su hermano y el caballero templario, puso sus manos sobre el brazo de cada uno de ellos, sonrió, dijo algo en voz baja, y se perdió entre la multitud. Y Robin y Aymeric se quedaron mirándose sonrientes el uno al otro, y luego, como por milagro, se dieron mutuamente el beso de la paz antes de separarse… Como si fueran viejos y leales camaradas. Me puse en pie al ver que Robin se acercaba adonde yo estaba. Él soltó una carcajada al ver mi cara de desconcierto.
—Te ha sorprendido, Alan, ¿verdad? —me dijo con una mueca alegre y franca.
—No lo entiendo —dije. Mi mandíbula colgaba.
—Todo es cuestión de dinero, Alan —dijo Robin—. Casi siempre lo es. A veces se mezcla el deseo de venganza, a veces un poco de sentimiento religioso sincero, y a veces algo de orgullo herido. Pero, en el fondo, lo único que importa es el dinero puro y duro.
—¿De qué me estás hablando? —dije yo, desconcertado.
—De que hoy mismo, en cuanto tenga un momento para despachar unas cartas a mi gente del Este, dejaremos de estar en el negocio del incienso.
Yo lo miraba con los ojos fuera de las órbitas.
—Pero ¿por qué?
—Para tener paz, en primer lugar; y para quitarme de encima a esos malditos templarios —dijo mi señor—. Eso es lo que de verdad querían de mí esos santurrones hipócritas. Toda esa alharaca de la inquisición por herejía y adoración a los demonios era sólo una manera de forzarme la mano. Y me he convencido de que lo mejor es ceder a sus deseos.
—¡Explícate!
Empezaba a irritarme la ligereza de tono de las respuestas de Robin. Él suspiró.
—Los templarios se quedan con el comercio del incienso en Ultramar. A cambio, se anula mi excomunión, se levanta el interdicto sobre las tierras de Locksley, y los templarios retiran su apoyo al príncipe Juan y se ponen de nuestro lado. Mi hermano William lo ha arreglado todo. Ha actuado como intermediario: habló primero con el maestre del Temple, hace dos meses, y ha negociado todo el trato desde el principio hasta el final. Aunque tal vez con un poco de ayuda por parte de la gente de la reina Leonor.
—Pero ¿y todo ese dinero? ¡Vas a perder miles de libras en ingresos todos los años!
Yo pensaba también en los hombres buenos que habían muerto por culpa de aquel maldito comercio del incienso, y en particular en un caballero templario, un hombre noble y un amigo incondicional.
—Creo que existirá, ejem, una compensación por las pérdidas —dijo Robin señalando con un gesto la alta figura del rey con su cabello de oro rojizo, que en ese momento entraba con zancadas enérgicas en la sala capitular, al frente de un grupo de caballeros y clérigos—. El rey ha insistido en que haga las paces con estos santos fanáticos…, y me ha prometido recompensas regias si le obedezco —dijo mi señor con una sonrisa forzada—. Y hay más buenas noticias: tú y yo, y Little John, todos, vamos a recibir un perdón completo por nuestros supuestos crímenes y fechorías. Ya no somos salvajes proscritos, Alan; ahora volvemos a ser honrados vasallos del rey.
Sus extraordinarios ojos plateados me hicieron un guiño, como si bromeara, pero detecté una nota de tristeza en su voz.
Como siempre, el rey Ricardo tomó la iniciativa: con grandes voces reunió a todo el mundo en el centro de la sala capitular y, en pocas palabras, dio la bienvenida a todo el Consejo y pidió a Hubert Walter, el arzobispo de Canterbury, que resumiera la situación de la campaña contra las fuerzas de Juan.
El arzobispo, un hombre bajo y grueso pero muy musculoso, saludó radiante a los reunidos.
—Va bien, majestad —empezó—. Diría que muy bien. Como ya sabéis, mis hombres han recuperado ya el castillo de Marlborough en el Wiltshire, y sin demasiados problemas, si se me permite decirlo. Hugh de Puiset ha enviado un mensajero con la noticia de que está delante del castillo de Tickhill, en la frontera del Yorkshire…, y dice que sir Robert de la Mare está casi dispuesto a entregar la fortaleza, siempre y cuando le demos garantías firmes de salvoconducto, no represalias, perdón pleno, etcétera.
—Dádselas —dijo el rey Ricardo de inmediato—. Quiero los castillos, no la muerte de la gente engañada que está dentro de ellos.
Hubert Walter continuó, con un gesto de asentimiento a su soberano:
—El castillo de Lancaster ha caído en manos del hermano de Puiset, Theobald…, y por lo que respecta al Mont Saint-Michel de Cornualles… —Aquí el arzobispo consultó una hoja de pergamino—, al parecer, el alcaide, Henry de Pumerai, murió de espanto cuando supo que vuestra majestad había regresado a Inglaterra.
La sala estalló en una catarata de risas; aquellos hombres aguerridos se retorcían, se daban unos a otros palmadas en la espalda y se frotaban los ojos, y el mismo rey se unió a ellos, con lágrimas de risa bañando sus pálidas mejillas.
Por fin, el arzobispo llamó al orden a la sala capitular:
—Sólo nos queda un hueso por roer, majestad, y toda Inglaterra será vuestra: el castillo de Nottingham.
—Habladme de Nottingham —gruñó el rey.
—Bueno… —empezó a decir el aguerrido prelado. El rey le hizo callar con un gesto de la mano—. Vos no, Hubert. Ya habéis cumplido de sobra. Locksley, Nottingham es la clave de vuestros dominios. ¿Qué noticias tenéis de mi real castillo?
Todos los ojos de los presentes en la sala capitular convergieron sobre mi señor. Él aspiró una gran bocanada de aire y empezó a hablar.
—Sire, como mi señor arzobispo ha dicho ya, Nottingham es un hueso duro de roer. Es la última fortaleza en poder de los hombres del príncipe Juan, y caballeros y hombres de armas leales a vuestro hermano se han ido juntando allí en las semanas pasadas desde vuestra liberación. Debe de haber dentro por lo menos mil combatientes en este momento, incluido un contingente de doscientos mercenarios flamencos de primera clase: ballesteros, y muy buenos según me han dicho.
Robin hizo una pausa para ordenar sus ideas, y continuó:
—La fortaleza cuenta con provisiones suficientes para un año como mínimo. Tiene varias líneas de defensa, de modo que, incluso en el caso de que tomemos los muros exteriores, podrán retirarse a las fortificaciones internas, y si también tomamos éstas, aún podrían desafiarnos durante muchos meses desde la gran torre. Hay quien dice que el castillo de Nottingham es absolutamente inexpugnable, que no podrá ser tomado por la fuerza. Nunca.
—Pero ¿podremos tomarlo
nosotros
?
El rey miraba ceñudo a Robin. Mi señor sostuvo su mirada, y durante unos segundos calló. Por fin respondió:
—Sí, sire, sí, podremos tomarlo. Costará muchas vidas, pero sí. Suponiendo que el príncipe Juan no regrese a Inglaterra al frente de un gran ejército y corra a socorrerlo, podremos tomarlo. Pero el precio en sangre, en vidas de súbditos vuestros, será muy alto.
El rey se quedó pensativo.
—¿Quién está ahora en Nottingham? —preguntó.
Robin respondió sin que su voz revelara la menor emoción:
—El castillo está gobernado en la actualidad por sir Ralph Murdac, en nombre de vuestro hermano Juan. Antes había sido el alguacil real del Nottinghamshire, el Derbyshire y los bosques reales, bajo el reinado de vuestro padre.
—¿Murdac, ese pequeño y escurridizo saco de mierda? ¿Todavía está en activo? —dijo el rey, con una sorpresa nada fingida—. Creí que había sido expulsado, o exiliado, o proscrito o algo parecido. Ese hombre no vale más que el culo de un ladrón. Y también es un condenado cobarde.
—No es tonto, y no conviene subestimarlo —dijo Robin—. Y cuenta con una guarnición muy fuerte bajo su mando. No será tarea fácil desalojarlo.
—¿Por qué lo defendéis? No es amigo vuestro —dijo el rey—. Si no recuerdo mal, habéis cruzado las espadas con él en varias ocasiones. Incluso llegó hasta mí un rumor indecente…
El rey se detuvo, incómodo.
—No es amigo mío…, es cierto —dijo Robin sin perder la calma—. Con gusto lo vería colgado como traidor de la horca más próxima. Pero sería un grave error subestimarlo. Mientras hablamos, mis hombres están ya apostados frente a las murallas del castillo, con las fuerzas del conde de Chester, manteniéndolo bajo vigilancia. No hay suficientes hombres leales allí, tan sólo son varios cientos, para mantener a Murdac copado. Si intenta hacer una salida, no podrán detenerlo. Pero sospecho que se cree a salvo detrás de esos muros, y que preferirá estarse quieto y aguantar hasta que el príncipe Juan le envíe fuerzas de socorro desde Francia.
—No hemos de temer demasiado a mi real hermano —dijo Ricardo—. No es hombre para conquistar un país, ni siquiera para socorrer una fortaleza si se tropieza con alguien que tenga el más mínimo deseo de hacerle frente.
Hubo risas algo forzadas en la sala capitular; Ricardo ya había utilizado varias veces antes la misma broma. También Robin esbozó una sonrisa rígida.
—Muy bien, caballeros —dijo el rey—. Está muy claro lo que hemos de hacer: debemos marchar al norte, a Nottingham, y desalojar a ese tal Murdac de mi castillo… ¡y tal vez colgarlo de la horca más próxima, además, sólo para complaceros a vos, Locksley!
Robin sonrió de nuevo, y se inclinó ante el rey en una profunda reverencia.
♦ ♦ ♦
El rey Ricardo era sin duda un hombre feliz. Después de un año de inactividad humillante y frustrante, volvía a montar a caballo rodeado de compañeros leales, y tenía en perspectiva una dura campaña para recuperar su reinado. A nuestro rey le gustaba más que nada en este mundo una buena batalla, y su entusiasmo y confianza elevaron nuestra moral. Al día siguiente, cabalgábamos desde Canterbury unas cuatrocientas personas: barones, caballeros, mesnaderos, obispos, clérigos, sirvientes del rey, monteros, rameras y parásitos. Los hombres fanfarroneaban sobre las grandes hazañas que llevarían a cabo en la batalla, y se gastaban bromas pesadas entre ellos. Toda la columna se mostraba animada e impaciente por luchar. De vez en cuando, alguien entonaba las primeras notas de una canción, y ésta se difundía por las hileras de hombres, crecía y estallaba como un incendio en el bosque, hasta que todos la coreábamos a la vez al ritmo de nuestra marcha. Aún estábamos en marcada inferioridad en relación con las fuerzas del príncipe Juan, pero sabíamos, ya veis, lo notábamos en los huesos, que saldríamos victoriosos cuando llegáramos a Nottingham. Después de todo, teníamos al rey Ricardo para guiarnos, y con el mejor guerrero de la cristiandad al mando, ¿quién podría prevalecer contra nosotros?
Todo el país parecía compartir la misma opinión. Mientras seguíamos marchando en dirección norte desde Canterbury, a Rochester primero, luego a Londres, donde nos detuvimos brevemente una jornada, y luego a Bury Saint Edmunds, se nos unió un flujo continuo de hombres de armas: caballeros de la región que seguían el estandarte real, jóvenes robustos en busca de aventuras, y barones astutos que olfateaban la victoria de Ricardo en el viento y se apresuraban a renovar su fidelidad antes del éxito definitivo.
En Huntingdon, se unieron a nosotros William Marshal y un centenar de guerreros bien armados de Pembroke. El hermano de Marshal había fallecido recientemente, pero William optó por no asistir al funeral y venir a nuestro encuentro, sólo para demostrar su lealtad al rey. Fue una escena conmovedora: el grueso y canoso veterano de decenas de batallas sangrientas abrazando a nuestro rey, pálido y flaco. Los dos hombres llevaban cotas de malla debajo de las sobrevestes, pero en tanto que William iba forrado de pesadas mallas de acero desde el dedo gordo del pie hasta la punta de los dedos de la mano, vi que Ricardo llevaba sólo una cota mucho más ligera y más corta, sin mangas, del tipo que algunos hombres empleaban en Ultramar. Era más fácil de llevar si estabas débil por alguna herida, enfermo, o te molestaba el calor bochornoso de Oriente; pero no era tan eficaz como una malla pesada para absorber los golpes. Y me pregunté a mí mismo si Ricardo, después de un año inactivo en cautividad, estaría en condiciones de soportar la dureza del campo de batalla.
Cuando instalamos nuestro campamento en las afueras de Nottingham y plantamos nuestras tiendas de campaña en el parque de los ciervos, al oeste del castillo, nuestros efectivos se elevaban a un millar de hombres, y el número creció de inmediato en cuatrocientos más cuando se nos unieron Ranulph, conde de Chester, que había estado vigilando el castillo desde las alturas del norte, y David, conde de Huntingdon. Este último venía enviado por su padre, el rey de Escocia, William el León, que era un gran amigo de Ricardo y había decidido prestarle apoyo en su lucha contra el príncipe Juan. David, poseedor también del título inglés de Huntingdon, trajo consigo una nutrida hueste de caballeros. Y les recibimos encantados.