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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (40 page)

BOOK: El hombre del rey
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Nunca me he sentido cómodo pagando por el amor de las mujeres, aunque no condenaré a quienes lo hacen, de modo que me limité a ver alborotar a Bernard con sus tres bellezas, a tenderle su copa de vino cuando necesitaba refrescarse, y a emitir comentarios subidos de tono cuando me los pedía.

Una vez que Bernard hubo saciado sus apetitos (y he de decir que, para tratarse de un hombre cercano ya a la cuarentena y que tanto se quejaba de estar viejo y enfermo, hizo gala de una prodigiosa cantidad de energía), pagamos a las chicas y nos pusimos a charlar sobre las noticias recientes del reino.

—¿Sabes? Casi los tienen ya —me dijo Bernard mientras se secaba la cara sudorosa con una toalla—. Cien mil marcos, nunca pensé que lo conseguirían. Pero por las buenas o por las malas, por las malas mayormente, diría yo, la reina, así Dios le dé mil años más de vida, ha reunido la primera entrega del rescate de Ricardo. Los embajadores del emperador llegan la semana que viene para recogerlo.

—¿La primera entrega? —dije, sorprendido—. Yo pensaba que los cien mil marcos eran el precio completo por su libertad.

—No, no, muchacho —rio Bernard—. Nunca subestimes la codicia de los príncipes. El emperador Enrique ha decidido exprimir a Ricardo hasta dejarlo seco… Ha subido el precio. Ahora quiere
ciento cincuenta mil
marcos en moneda de ley, o su equivalente en rehenes de alta cuna.

—Pero eso es imposible…, el país está desangrado. Ya no queda más dinero en Inglaterra…, en ninguna parte. Lo sé, ¡yo he participado a fondo en esa sangría!

—Lo encontrarán, Alan. Siempre lo hacen. Pero lo importante es que llegan los embajadores alemanes, y que cuando se lleven su dinero tendrán que fijar una fecha para liberar a Ricardo. Y cuando eso ocurra, la marea subirá a nuestro favor.

—¿Qué quieres decir?

—Durante el año pasado, todos los caballeros y barones de Inglaterra y Normandía han estado intentando adivinar quién iba a salir ganador en esta gran partida entre Ricardo y Juan. Como es obvio, todos quieren alinearse con el bando vencedor. Cuando Ricardo estaba en prisión, y Juan iba capturando castillos a izquierda y derecha por toda Inglaterra, todos consideraban a Juan como el futuro ganador. Cuanto más tiempo seguía Ricardo encerrado, mayores apoyos conseguía Juan, con la excepción de unos cuantos tipos incondicionales como yo, tú y tu amigo el proscrito, Robert de Locksley, desde luego.

Bernard hizo una pausa, bebió un sorbo de vino, y continuó:

—Cuando se haya fijado una fecha para la liberación de Ricardo, todos los nobles de Inglaterra habrán de reconsiderar su posición. Cuando Ricardo regrese, no va a mostrarse nada amable con quienes apoyaron las pretensiones al trono de su hermano. Lo más probable es que arrase sus tierras, mate a sus soldados y se apodere de sus hijos. De modo que, en estos momentos, todo fluctúa. La gente empieza a volver al lado de Ricardo. Nuestras perspectivas mejoran de día en día.

Medité sobre las palabras de Bernard la mañana siguiente, mientras regaba mi cabeza dolorida en el pozo del patio exterior de Westminster Hall, y Thomas esperaba detrás de mí con una toalla y una camisa limpia. Bernard tenía razón, concluí. Las cosas iban a mejorar. Pero tenía otra razón para estar contento ese día. Iba a visitar a la esposa de mi señor, Marian, y a su hijo Hugh…, y también tendría oportunidad de ver a mi encantadora Goody. Y había algo en particular, algo realmente muy particular, que tenía intención de preguntarle.

Capítulo XVIII

L
a condesa de Locksley se alojaba en una gran casa de dos pisos, con fachada de vigas de madera vistas, en el lado sur del Saintrondway, la carretera principal que unía Westminster con Londres. Era la residencia en la ciudad de lord Wakefield, que se encontraba entonces en Normandía, y Marian la había ocupado con sus mujeres, sus mastines y lebreles y una docena más o menos de los alegres mesnaderos gascones de la reina Leonor.

Llegué allí a lomos de
Fantasma
una mañana gélida, con la escarcha blanqueando la hierba en las cunetas del camino real, a pesar de que eran ya cerca de las nueve, y me pareció que mi vida distaba mucho de ser insatisfactoria en aquel frío día de otoño. Como Bernard había dicho la noche anterior, si las cosas iban bien, Ricardo pronto sería liberado de su prisión alemana. Mejor aún, mi mentor musical me había contado que Goody estaba llena de remordimientos por las palabras que tuvo conmigo en nuestro último encuentro. Según Bernard, ahora me veía como una especie de héroe que había engañado al príncipe Juan y permitido a Robin llevarse una fortuna en plata, en provecho del rey Ricardo. Un héroe, nada menos. Me gustó como sonaba la palabra.

Aunque estaba preparado para un cambio de actitud de Goody, no me esperaba el entusiasmo con que me recibió cuando llegué al amplio patio de Wakefield Inn, desmonté y tendí las riendas de
Fantasma
al caballerizo que se acercó a atenderme. Apenas tuve conciencia de un torbellino de blanco y oro con forma humana que se me echaba encima a toda velocidad, y de pronto Goody estaba en mis brazos, con su cuerpo estrechamente apretado al mío y sus labios besuqueándome por toda la cara, mientras lloraba y se disculpaba y volvía a besarme.

Por fin paró para tomar aliento, y se echó un poco atrás en mis brazos.

—Oh, Alan, podrás perdonarme alguna vez… las cosas que te dije… yo no sabía… Pensé que tú habías… pero ¡por supuesto, tú jamás harías algo así! ¡Tú no…!

Su rostro era delicioso: fresco y perfecto como un bol de fresas silvestres y leche recién ordeñada, de un tono rosado alrededor de sus ojos azul violeta chispeantes por las lágrimas vertidas, de un carmín intenso en los labios jugosos, con un relumbre perlado en los dientes, y todo ello enmarcado por su piel blanca y sedosa. Podría habérmela comido entera, pero en lugar de eso preferí besarla en los labios.

Y ella me besó a su vez.

Mi boca se fundió con la suya; nuestras lenguas tantearon, se encontraron, se enroscaron; su sabor era dulce y resbaladizo, cálido, suave y maravilloso. Estreché su delgada espalda, y ella pasó sus brazos por mi cuello; y sentí cada curva de su esbelto cuerpo joven al apretarse contra el mío, y pronto sentí el familiar golpe de sangre en mis…

—Godifa, ¿qué crees que estás haciendo? —gritó una voz severa a más de veinte metros de distancia. Y Goody interrumpió nuestro largo beso, y volvió su cabeza dorada para mirar a su espalda.

Cruzando el patio en medio de un mar de perros, con un ceño irritado que arrugaba su frente normalmente perfecta, se acercaba Marian, condesa de Locksley, esposa de Robin, tutora de Goody y mi anfitriona. Me di cuenta en ese momento de que media docena de criados se habían parado en el patio para mirar embobados nuestras muestras de deseo y amor, como una patulea de monos papamoscas. Les dediqué a todos ellos el más furioso de mis ceños de batalla.

—¡Marian…, mira, es Alan! —dijo mi preciosa muchacha.

—Ya lo veo. Y no hay ninguna razón para que te lo comas vivo aquí en el patio. Deja de montar un espectáculo y tráelo dentro.

—Pero es que, ¡es Alan! —repitió Goody, y noté la alegría incrédula de su voz.

—Lo sé, querida, lo sé. Ahora, vamos a llevárnoslo dentro —dijo Marian, y me tomó del codo. Y así, del brazo de dos de las mujeres más hermosas de Inglaterra, entré en el gran salón caldeado de Wakefield Inn.

♦ ♦ ♦

Aquel beso fue el último que recibí de Goody hasta que estuvimos formalmente comprometidos. Marian insistió en que fuera así, y Goody y yo accedimos como dóciles tórtolas a ser castos hasta formalizar nuestra relación. Luego se decidió que Hanno, Thomas y yo nos instaláramos en la gran mansión de lord Wakefield junto a los veinte mesnaderos de Robin… Había espacio y establos suficientes para todos. Goody y yo pasamos aquel otoño en una nube feliz de amor mutuo, no consumado pero sí apasionado.

Estar cerca de Goody era estar en el paraíso: yo no podía apartar los ojos de ella, que me parecía la perfección misma hecha mujer: su forma de moverse, los gestos de las manos y los brazos, el rizo de cabellos luminosos que se escapaba de su sencilla cofia blanca… Todo lo relacionado con ella me parecía cautivador y embriagador. Dimos largos paseos a caballo por los campos próximos a Westminster…, acompañados siempre por Marian, una pareja de sirvientas y Thomas, y protegidos por Hanno y un puñado de los hombres de armas de Robin, porque yo había aprendido la lección después del incidente con los piratas del río, y nunca me hubiera atrevido a aventurarme lejos del palacio en esos días sin media docena de hombres competentes guardándome las espaldas. Y también estaba la cuestión del precio puesto a mi cabeza; podía tratarse tan sólo de una mísera libra de plata, pero eran muchos los hombres desesperados que podían codiciarla. Nos habían llegado noticias de que bandas de soldados del príncipe Juan merodeaban por la región, robando y matando a placer. Y aunque esos hombres operaban en las proximidades de las fortalezas de Juan en el norte y el oeste de Inglaterra, yo no deseaba correr riesgos innecesarios con la vida de mi amada…, y tampoco, ahora que había encontrado la verdadera felicidad, con la mía propia.

Pero a pesar de que no estábamos enteramente solos en nuestros paseos a caballo, yo me sentía como si lo estuviésemos. Goody era la única persona presente para mí en aquel grupo, los demás eran simples sombras alrededor de su luz, y yo observaba sus veloces cambios de semblante y de expresión como una madre observa a su bebé recién nacido. Cuando Goody se sentía feliz, mi corazón se elevaba con ella; cuando su frente se fruncía, la ansiedad me atenazaba; cuando estallaba una de sus rabietas furiosas y repentinas, yo temblaba.

Nunca he sentido un amor parecido, antes ni después. No era un amor lujurioso, como el que había sentido hacia Nur y algunas otras pocas mujeres; no deseaba poseer su cuerpo, aparearme desnudo y sudoroso con ella como un semental de granja. Lo único que deseaba era estar con ella todo el tiempo, y para siempre. Quería estar a su lado, mirarla, buscar sus ojos con los míos. Quería bañarme en su belleza, recibirla como la luz del sol del verano en mi rostro vuelto hacia ella. La amaba por entero, sin reserva, y creo que ella me amaba del mismo modo. Nos contábamos mutuamente lo que hacíamos, y trazábamos planes excitados para un compromiso formal, seguido de una boda, cuando el rey Ricardo regresara a salvo a casa desde Alemania.

Las noticias que nos llegaban sobre esa cuestión eran buenas. Los embajadores del sacro emperador romano habían aceptado los cien mil marcos de plata; yo formé parte de la guardia armada que embarcó aquel dinero en su nave, anclada en Wapping, una aldea mugrienta que se alzaba aguas abajo de la Torre de Londres. Y pocas semanas después, nos llegó el mensaje de que el emperador Enrique había fijado por fin fecha para la puesta en libertad de Ricardo: el decimoséptimo día de enero, fiesta de San Antonio.

En diciembre, justo antes de las Navidades, la reina Leonor de Aquitania, acompañada con toda la pompa requerida por un largo séquito de nobles y clérigos de alta jerarquía, más una nutrida hueste de sus guardias gascones, se embarcó y partió hacia Alemania con una pequeña parte de los cincuenta mil marcos extra exigidos por el emperador, y cierto número de jóvenes de alta cuna, hijos de nobles ingleses y normandos, como rehenes en garantía del resto del dinero. Parecía haber serias expectativas de que Ricardo estuviese pronto de vuelta en casa sano y salvo, y de que Goody y yo podríamos cerrar nuestro compromiso.

Pasamos un día de Navidad tranquilo con un oficio en la capilla de Wakefield Inn, la celebración solemne de la Natividad de Cristo llevada a cabo por el padre Tuck. Mi amigo había enflaquecido un poco el último año, y sus cabellos tonsurados eran ahora enteramente grises. De hecho, su aspecto me sorprendió un poco cuando llegué al sur desde Nottingham: parecía un hombre anciano. Pero en fin, lo cierto es que tenía muchos años. Ya era un monje de edad mediana cuando Robin era un muchacho…, y Robin se aproximaba ya a la treintena. Sin embargo, Tuck seguía siendo un hombre activo, y sabía más de una o dos cosas sobre el mundo. Cuando oyó mi confesión aquella fría mañana de Navidad, me preguntó, después de que acabara de recitar mis vulgares pecados, una palabra blasfema por aquí, un pensamiento impuro por allá, si no tenía nada más sobre mi conciencia, y yo le conté el encuentro con Nur junto a la cruz de piedra, y mi sentimiento de vergüenza por la forma en que la había tratado. Quería que ella fuera feliz, de verdad lo quería, pero no tenía idea de cómo convertir ese deseo en realidad sin sacrificar mi propia felicidad…, y la de Goody.

—Los que aman desean el bien a todo el mundo —dijo Tuck, y me sonrió con sus ojos amables de color avellana, profundamente hundidos en su cara arrugada—. Pero en este caso no me parece que puedas ayudarla. El sufrimiento de Nur la ha empujado a la locura, y nada, por lo menos, en nuestro mundo humano, podrá hacerla regresar de nuevo a la cordura. Debes rezar por ella, y esperar que Dios le muestre la luz de su misericordia.

Festejamos aquel día de Navidad con el jabalí de Yule o de la Pascua, un animal enorme enviado por Robin desde Sherwood con todo su amor, y que se estuvo asando a fuego lento desde el amanecer. Y la celebración, en un ámbito íntimo y de forma en general sobria, continuó a lo largo de los doce días santos. El octavo día de las Navidades, el primero de enero, nos intercambiamos regalos. Goody me regaló una bonita hebilla para el cinto de la espada, engastada en oro; yo le ofrecí un sencillo brazalete de plata…, y, a modo de inocente broma de enamorados, un gatito pelirrojo. Cuando Goody y yo nos conocimos en la casa de su padre, un viejo patán irascible que vivía en las profundidades de Sherwood, yo rescaté un gato pequeño de un árbol para ella, y Goody me dijo que fue entonces cuando empezó a enamorarse de mí. Me sorprendió cuando me lo dijo. Yo la veía entonces como una niña desdichada, pendenciera y sin temor a nada; no como el amor de mi vida. Pero Dios se mueve por vías misteriosas, como siempre me repetía Tuck, y ahora yo no tenía ninguna duda de que Goody y yo estábamos destinados a vivir juntos el resto de nuestros días.

El regalo navideño que me hizo mi bella y rica anfitriona, Marian, fue un nuevo laúd para reemplazar la viola que había roto en mi pelea con Rix. Era un instrumento hermoso, con seis dobles cuerdas fijadas al extremo de un largo mango, de curvas elegantes y con una caja de resonancia honda. Estaba fabricado en madera pulida de palisandro, de un cálido color castaño rojizo, e incluía un arco de crin de caballo a juego. Y después de una opípara cena, ese día me dejé convencer con facilidad para actuar con mi nuevo instrumento en el festín celebrado en Wakefield Inn.

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