Podéis entenderlo, ávidos lectores, la reconocí. Aquella ruina humana, aquella personificación demoníaca de la fealdad, con un rostro que habría cortado la leche fresca, había sido en tiempos mi amante. Yo había acariciado aquel rostro terrible con mis besos y los había recibido a mi vez, también, de sus labios ahora ausentes. Porque era Nur, la antes exquisitamente bella esclava árabe que conocí durante el largo viaje a Ultramar. Hubo un tiempo en que me sentí cautivado por su belleza: por sus cabellos negros como la medianoche que se derramaban como un aceite oscuro por su espalda; por sus grandes ojos castaños y su piel aterciopelada; por las suaves y generosas curvas de su cuerpo y su forma de entregarse con tanta alegría a mi placer. Pero entonces fue raptada por mi enemigo, Malbête, y sus hombres abusaron brutalmente de ella antes de destruir con sus cuchillos su belleza luminosa y radiante, y profanar su perfección para castigarme a mí. Ella me mostró su rostro mutilado una noche oscura en la que yo estaba enfermo en Acre, y yo grité de horror al verla desfigurada… Y huyó…, simplemente, desapareció. Aquello había sucedido hacía dos años, y no había vuelto a verla desde entonces. Pero estaba aquí, delante de mí, en el Nottinghamshire, tan real como la tosca cruz de piedra sobre el montículo herboso que se alzaba a su espalda.
—Nur… —dije. Y me quedé sin palabras; la compasión y la vergüenza brotaron a un tiempo en mi interior.
—Alan, amor mío, volvemos a encontrarnos —dijo ella, y me tendió los brazos para abrazarme.
Yo me estremecí al oírla pronunciar las palabras «amor mío». E intenté ignorar la invitación de sus brazos abiertos. Al desaparecer su belleza, me había visto forzado a enfrentarme a la verdad: que yo era un hombre superficial, un hombre que sólo era capaz de amar la forma externa de una mujer. Descubrí que era incapaz de amar de verdad, profundamente, con el corazón y no sólo con los ojos, como las mujeres aseguran que hacen. Me había portado de una manera innoble porque, cuando ella había huido de mí, yo no intenté siquiera buscarla. Era culpa mía que ella tuviera este aspecto, pero no podía enmendarme ofreciéndole el amor que sin duda merecía por todo su sufrimiento.
—Nur… ¿qué estás haciendo
tú
aquí? —dije, procurando hablar como la persona que se encuentra casualmente a un conocido en una taberna, y, al mismo tiempo, odiándome a mí mismo por hablar así—. ¿Por qué has abandonado tu tierra natal? Todos pensábamos que habías vuelto a tu pueblo, con tu familia. ¡Pero estás aquí!
—Te he seguido, amor mío. —Me estremecí de nuevo ante esas palabras—. Te he seguido a través de medio mundo, de tormentas y sequías, de pestilencias, incendios y batallas; te he seguido hambrienta y descalza…
Mientras ella hablaba, mi mente resiguió su viaje. Sólo pude imaginar vagamente las penalidades y peligros que debía haber afrontado una mujer sola a lo largo de tantos miles de kilómetros de desierto y de caminos sin ley.
—Pero ¿por qué? —dije—. ¿Por qué me has seguido? ¿Qué quieres de mí?
—¿Acaso no me prometiste, cuando me tenías en tus brazos a bordo de aquel barco francés, amarme para siempre? ¿No lo juraste? He venido a ti. Te he seguido para demostrar que, a pesar de mi infortunio, a pesar de mi fealdad, soy digna de tu amor. Querido mío, mi verdadero amor…, he vuelto a ti. Podemos volver a estar juntos los dos, otra vez.
Sentí como si mi estómago estuviera lleno de tierra. Yo
había
prometido amarla siempre; había dicho tantas cosas al calor de la pasión… Pero ahora ni siquiera podía soportar mirarla, no digamos ya tocarla; la idea de besarla me ponía un nudo pesado en el estómago.
¿Cómo decirle que nunca volvería a amarla, que no podría amarla de nuevo?
—Pero ¿por qué me esperabas aquí, en este lugar? —pregunté, todavía en el mismo tono alegre del conocido en la taberna.
—Te he estado esperando. Y mientras esperaba, he estado hablando con tu Cristo Dios —dijo casi en una letanía, y señaló la cruz de piedra que tenía a su espalda, con un dedo sucio y huesudo—. Le he estado contando mis penas a Él y pidiéndole que sane mis heridas. —Aquí Nur se pasó una mano sucia por su pobre rostro torturado—. ¡Y Él me ha hablado, Alan, ha hablado conmigo!
Noté que los hombres que tenía detrás de mí se santiguaban. Por el rabillo del ojo, vi al joven Thomas inclinándose hacia delante en su silla de montar para mirar con atención aquella cara deformada. Pero Nur no había terminado.
—¡Él me ha hablado…, tu Cristo Dios! Y me ha prometido curarme, y me ha prometido que estaremos juntos los dos. Tú y yo, Alan, amor mío, juntos por fin.
No pude dejar de darme cuenta de que su inglés había mejorado mucho desde que empecé a enseñarle nuestra lengua en el viaje a Ultramar, hacía dos años. Pero también sentí una urgencia incontrolable de huir de ella, de alejarme al galope, lo bastante lejos para no tener que ver nunca más su pobre cara mutilada ni sentir la vergüenza que ardía en mi pecho.
—Creo que nos casaremos pronto, amor mío; tu Cristo Dios lo ha dispuesto —siguió diciendo Nur. Y a mi espalda oí las risas ahogadas de uno de los hombres y me puse rígido en mi silla. Tenía que decirle de una vez para siempre que no la amaba.
—Me temo que no va a poder ser, Nur, querida —contesté, tratando ahora de hablar como un tío bonachón—. Compartimos nuestras vidas en Ultramar, pero aquí soy un hombre… distinto. Nunca podré estar a tu lado. No tengo madera de casado, por desgracia. Y tampoco puedo entretenerme aquí charlando, porque he de viajar al sur por un asunto importante. Vamos, toma esto —dije, y me sentí como el hombre que pagó a Judas al desatar de mi cinto una bolsa que contenía una docena de peniques de plata y tendérsela—. Toma esta bolsa y sigue desde aquí el camino en dirección norte. Te pararán dos hombres armados. Diles que vienes de mi parte, y pídeles comida y cobijo. Allí está Robin de Locksley, seguro que te acuerdas de él. Ve con Robin y pídele que te dé refugio hasta que yo vuelva.
Su mano huesuda agarró en el aire en un santiamén la bolsa que yo le tendía.
—Debo ir contigo, amor mío, adondequiera que vayas. Tú y yo somos uno…, no hemos de separarnos nunca más —dijo Nur con un sonsonete extraño en la voz. Fue como si no hubiese oído nada de lo que acababa de decirle. La bolsa había desaparecido entre los pliegues de su túnica negra.
—Ha sido un placer verte de nuevo, Nur, después de tanto tiempo. Pero aunque me encantaría escuchar la historia de tus viajes, no puedo llevarte conmigo. Tienes que ir al norte y encontrar a Robin; él se hará cargo de ti hasta que yo vuelva, Nur. Procura entender…
—No, eres tú quien ha de entender, amor mío. —La voz de Nur había cambiado: ahora el tono era más agudo, más alto y peligrosamente próximo al grito—. ¡Tú me perteneces! ¡Tu Cristo Dios me lo ha dicho, hoy mismo! Me ha hablado aquí, en este lugar. Me perteneces ahora. ¡Siempre me has pertenecido; y eres mío, ahora y para siempre!
—¡Apártate, Nur! —grité sorprendiéndome a mí mismo, procurando parecer aguerrido y firme, y no un hombre suplicando a una loca que recupere el sentido—. Apártate, porque tengo que seguir mi camino y no puedo llevarte conmigo. Hablaremos más despacio cuando regrese. Ve al norte y busca a Robin. ¡Y que Dios te acompañe!
Y dicho esto, piqué espuelas, y el convoy de treinta hombres forrados de hierro hizo lo mismo detrás de mí.
Por el rabillo del ojo, vi a Nur dar un paso atrás para no ser aplastada por la columna de caballos. Se retiró hacia el montículo en el que estaba clavada la cruz, y empezó a gritar y maldecir en árabe a los hombres que desfilaban delante de ella. Entendí poca cosa de su discurso; mi amigo Reuben, que procedía de aquellas tierras, me había enseñado algunas nociones, y creo que Nur les deseaba que sus vejigas se pudriesen de gusanos rojos, que sus ojos lloraran lágrimas de ácido corrosivo, y que sus almas condenadas fueran desmembradas y se asaran por toda la eternidad en los siete infiernos de Jahannam…, u otro galimatías parecido.
Me volví en mi silla para reprenderla por esa forma de maldecir y pude ver, justo en el momento en que el último caballo pasaba frente al montículo de la cruz, una figurilla negra que se arrojaba sobre el arquero que iba a retaguardia e intentaba trepar a su caballo por detrás de la silla de montar. El arquero, un tipo fornido y musculoso, la apartó en el aire con el brazo extendido, y ella aterrizó de cuatro patas en el barro, detrás de la cola del caballo. Di la orden de marchar al trote y, con un profundo sentimiento de vergüenza en el corazón, encabecé la columna que se alejaba con rapidez de la cruz de piedra y de los chillidos de aquella figura negra, harapienta y sucia de barro, con los agujeros de sus narinas visibles, los dientes permanentemente expuestos y el pelo gris peinado en trenzas cortas que se agitaban al viento…, que vociferaba amenazas de condenación eterna en nuestra estela.
♦ ♦ ♦
Durante el resto del viaje al sur, no hubo, por fortuna, más incidencias. Al atardecer del tercer día después de aquel molesto encuentro con Nur, la columna de jinetes trotaba a lo largo de Watling Saintreet, cruzaba la muralla por Newgate y se sumergía en las ruidosas y abarrotadas calles de Londres. Frente a nosotros, la aguja de la catedral de Saint Paul parecía hacernos señas desde la altura indicándonos que habíamos llegado al final de nuestro viaje, y en menos de nada desmontábamos ya en el patio empedrado de la plaza Paternoster, junto a la enorme y antigua iglesia, y llamábamos a mozos, sirvientes y porteadores para que nos ayudaran a transportar los pesados cofres de plata a la cripta, donde se guardaba el resto del tesoro del rescate bajo los sellos de Walter de Coutances y de la reina Leonor de Aquitania. Un escribano anotó en un rollo de pergamino, con un aire de total aburrimiento, la cantidad de plata que le entregábamos, algo más de quinientas libras…, y eso me hizo darme cuenta de lo poco que preocupaba a la gente de Londres nuestra contribución.
Comprendí la indiferencia del escribano al echar un vistazo al interior de la cripta, por encima de su hombro izquierdo, cuando él se inclinó para tomar nota de nuestra remesa: el amplio espacio de los subterráneos de Saint Paul estaba lleno hasta el techo de cofres, barriles y sacos voluminosos repletos de monedas de plata. Nos habíamos quedado asombrados por las riquezas del tesoro del príncipe Juan en Nottingham, pero esto tenía una dimensión completamente distinta. Parecía que toda la riqueza del reino estaba reunida aquí, el medio penique procedente de cada campesino, el chelín de cada mercader; se habían volcado allí las bolsas magras de los miserables y los cofres de los barones, y los altares de todas las iglesias habían quedado desnudos. Y no había tan sólo dinero de Inglaterra. Las posesiones continentales del rey Ricardo también habían contribuido: Normandía, Anjou y el Maine habían enviado plata a carretadas; y su esposa, la reina Berenguela, había organizado la recaudación del tributo en Aquitania, al sur. Más tarde, me di cuenta de que había estado viendo, por encima del manto de lana que cubría el hombro de aquel escribano aburrido, el amontonamiento de un tesoro por un valor de unos cien mil marcos (más de dieciséis millones de peniques de plata), lo que equivalía a treinta y tres toneladas del metal precioso. ¡Era en verdad un rescate digno de un rey!
La reina Leonor en persona me recibió la misma noche en su cámara del gran palacio de Westminster. Se mostró tan gentil como siempre, ordenó que me sirvieran vino y dulces, y me dio las gracias con su voz cálida y algo ronca por haber traído a salvo la plata de Robin desde Sherwood.
Se esforzó en mostrarse amable conmigo, me preguntó por mi salud, y volvió a referirse a mis hazañas en Alemania con alabanzas, encanto y gratitud. A pesar de ser la mujer más poderosa de Europa, esposa de reyes y madre de reyes, me di cuenta de que hablaba con ella como si fuera mi propia madre.
—¿Y cómo sigue mi desacreditado lord de Locksley? Me han contado que sigue creando problemas en Sherwood. —La reina rio para mostrar que no hablaba en serio, y su suave ronroneo me produjo, como siempre, un cosquilleo placentero en la espina dorsal.
—Apuesto a que se está divirtiendo como nunca en su vida —dijo una figura sentada en un rincón en penumbra de la habitación, y que hasta ese momento me había pasado inadvertida. Su rostro quedaba en la sombra, pero pude ver que acariciaba un laúd en los brazos, pellizcaba con gracia una cuerda y entonaba una estrofa de un poema…, un poema mío para ser preciso.
Tesoros tiene que no son oro y plata.
Mujeres, festines, vino e hipocrás, batallas sin cuento… No te aburrirás.
Puede que poesía no sea la palabra adecuada. Ripios, podéis llamarlos. Era una de las muchas canciones sencillas, adaptadas a melodías también sencillas, que había compuesto para los proscritos de Sherwood en mis días de juventud. Aquellos pareados celebraban la vida y las hazañas de Robin Hood, aunque no siempre con un respeto total a la verdad, y se habían difundido por todo el país en los últimos años. Se cantaban en cervecerías y tabernas, en chozas y palacios, desde los montes Peninos hasta Penzance. Robin simulaba indiferencia ante aquellas coplas, pero yo sabía que, en secreto, le gustaba verse celebrado por el pueblo llano de Inglaterra.
—Ya está bien, Bernard —le reprendió la reina Leonor, con un sutil matiz de broma en su voz—. Si no puedes privarte de recaer en tu gusto por las distracciones groseras, te sugiero que te lleves al joven lord de Westbury a alguno de tus viles antros de iniquidad, a esas tabernas baratas en las que vuestros… ejem… —La reina se aclaró la garganta con un delicado carraspeo—, vuestros talentos
musicales
serán debidamente apreciados.
Bernard de Sézanne dejó a un lado su laúd y salió de entre las sombras, con una sonrisa que iluminaba sus facciones rubicundas y bien parecidas.
—Como siempre, alteza, vuestros menores deseos son órdenes para mí. Vamos, Alan, conozco un sitio donde la comida es casi comestible, la bebida es muy buena y las chicas… son sencillamente increíbles.
Me incliné profundamente delante de la reina, procurando no sonreír de un modo demasiado visible, y abandoné la real presencia junto a mi antiguo camarada…, en busca de vino, mujeres y distracciones groseras.
♦ ♦ ♦
Desperté a la mañana siguiente con dolor de cabeza y un regusto de arena en la boca, pero con los ánimos por las nubes. Tenía una sensación de libertad de la que no había disfrutado durante muchos meses. Bernard había estado en una forma excelente la noche anterior. Me llevó en una barcaza río abajo y hasta la otra orilla, a una casa de mala reputación propiedad del obispo de Southwark en la que nos dedicamos a trasegar vino, y donde Bernard se entretuvo con tres muchachas que empezaron la velada vestidas de novicias: no creí en ningún momento que se tratara en realidad de novicias destinadas a convertirse algún día en esposas de Cristo, pero uno nunca puede estar del todo seguro con las chicas del obispo de Southwark, cuya fama de juerguista era legendaria.