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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (38 page)

BOOK: El hombre del rey
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—De todos modos, creo que tenemos una compensación más que suficiente por los carros de plata perdidos —dijo Robin con una sonrisa, y señaló el montón de alforjas repletas de monedas en un rincón de la sala. Calculaba que nos habíamos llevado cerca de cien kilos de monedas del tesoro del príncipe Juan…, y no pude menos que devolverle la sonrisa.

—Por la principesca generosidad de Juan Plantagenet —dije, levantando mi jarra de cerveza. Robin se echó a reír, y todos mis amigos repitieron el brindis y bebieron.

Poco antes del amanecer, con dos caballos de carga tambaleantes bajo el peso del metal precioso, cruzamos la ciudad de Nottingham, encapuchados, anónimos y con un aspecto tan inocente como pueden tenerlo seis jinetes armados hasta los dientes y aquejados de una tremenda resaca. Yo me sentía feliz al montar de nuevo a
Fantasma
, y más complacido aún por la compañía que me rodeaba, libre al fin de la farsa de los pasados seis meses. El tabernero y su esposa y sus dos encantadores niños nos saludaron al despedirnos; los niños parecían felices, cansados y sólo un poco aturdidos después de pasar toda la noche despiertos en compañía de mayores con ganas de jugar; y los padres, tranquilizados, aunque todavía un poco conmocionados por el miedo pasado, sonreían sin tapujos. Salimos por las puertas del norte de la ciudad de Nottingham con las campanas tocando a prima, y encaminamos a nuestras monturas hacia el norte, por el camino de Sherwood.

Capítulo XVII

Y
o estaba cansado, cansado hasta la médula de los huesos, y cuando al día siguiente llegamos a las cuevas de Robin, un antiguo escondite de proscritos en el corazón de Sherwood, lo primero que hice fue dormir durante varios días. Pero mientras yo restauraba mis músculos y mis nervios, y dejaba que curasen las magulladuras de mi rostro, mientras mis días discurrían perezosos remoloneando por el campamento de Robin y en las largas noches me dejaba vencer por el sueño en un mullido jergón de la cueva principal, Robin estuvo muy ocupado.

Invitó a amigos, y a forajidos habitantes de Sherwood, y a hombres leales al rey Ricardo de todo el norte de Inglaterra, a unirse a nosotros en un festín bajo las estrellas en Greenwood; y celebró allí un consejo de guerra. El país se encontraba al borde de una guerra civil abierta, según me dijo Robin. En los últimos meses, pequeños grupos de partidarios del príncipe Juan habían chocado con los de Ricardo en varias reñidas escaramuzas, y los hombres de Ricardo se habían llevado la peor parte. Ahora venían a nosotros, a centenares: hombres sin recursos, caballeros, incluso uno o dos barones de segunda fila. Se sentaron en torno a una gran mesa circular en un claro próximo a las cuevas de Robin, junto a una gran fogata, y se atiborraron de ciervo asado, jabalí y carnero, de estofados y pasteles de carne, de tartas, frutas de otoño y queso; todo por cuenta del conde proscrito. Se bebieron también grandes cantidades de cerveza y vino, pero en general los asistentes se mantuvieron serenos. Los festejos duraron varios días, y hubo juegos y concursos de lucha y carreras a pie, para quienes estaban lo bastante sobrios para participar.

Apareció el padre Tuck, venido directamente de Londres; había abandonado a la condesa Marian durante unos días, pero traía su amor y todo su afecto para su marido. También era portador de mensajes para él de la reina Leonor de Aquitania y de sus altos consejeros, Walter de Coutances y Hugh de Puiset. Incluso William de Edwinstowe, el hermano mayor de Robin, se presentó un día. Él y sus mesnaderos evitaron mezclarse con los demás, y comieron y bebieron con parquedad. William y Robin mantuvieron una conversación larga e intensa en la parte de atrás de la cueva principal, en la que no estuve presente pero que pareció tener una conclusión satisfactoria, porque se despidieron con un estrecho abrazo y, poco después, William y sus hombres partieron en dirección sur, camino de Londres según se dijo en los chismorreos en torno a las fogatas del campamento.

Un día que Tuck y yo estábamos sentados aparte, entregados a un nuevo ataque de glotonería, reuní todo mi valor y le pregunté directamente por Goody.

—Oh, está muy bien. Y creo que es feliz, además. Tiene un pretendiente que la visita cada día y le regala flores y dulces, sedas caras y perfumes.

—¿Cómo has dicho?

De pronto me sentí enfermo y rechacé mi escudilla, repleta aún de comida sabrosa.

—He dicho que la joven Goody tiene un caballero que la pretende —repitió Tuck muy despacio, y después se acercó mi escudilla y tomó delicadamente con dos dedos un buen bocado de carne de cerdo crujiente y jugosa, que engulló sin dilación.

—¿Y quién es ese bastardo lujurioso? ¡Algún costroso cara de rata comedor de nabos, sin la menor duda!

Me di cuenta de que alzaba demasiado la voz, y de que sentía un calor desacostumbrado en las mejillas.

Tuck echó la cabeza atrás y me miró señalándome con su narizota roja mientras masticaba. Cuando hubo tragado su bocado de carne de cerdo, me soltó sin más:

—Es el hijo mayor de lord Chichester, Roger. Un muchacho guapo, y refinado…, según dicen todas las damas.

Y me sonrió.

—¡Todas las damas lo dicen! Apostaría a que sí. ¡Y tú dejas que ese mariposón sobrado de peso, sin pelo en las mejillas, se acerque a mi Goody! ¿Cómo has podido, Tuck? Andará contoneándose delante de ella, intentando escurrirse dentro del dormitorio de Goody con lindas palabras… ¡Dulces, sedas y perfumes, lo que faltaba! Te hago responsable, Tuck. Por los huesos de Dios, me gustaría encontrarme con ese niño rico rijoso. Si le ha puesto la mano encima, le cortaré las pelotas, le…

—¡Cálmate, Alan! Sosiégate. ¿Por qué no cabalgas tú mismo hasta Londres? Allí podrás encontrar a ese chico, Roger. Descubrirás que es una persona muy casta y temerosa de Dios, de modales corteses…

—¡Y una mierda, casto y de maneras corteses, dice! Nadie que se llame Roger ha sido nunca otra cosa que un libertino y un condenado putero…

Y ahí paré. Sabía que me estaba comportando como un idiota, pero puede que Tuck tuviera razón. Puede que mi deber, como amigo y hermano mayor honorario de Goody, fuera hacer una visita a ese Roger y asegurarme de una condenada vez de que entendía unas pocas reglas básicas del comportamiento de un caballero, como no tocar a Goody, no acariciarla ni besarla, no hablar nunca con ella a solas, ni mirarla con deseo desde lejos, ni enviarle notitas de amor perfumadas…

Estaba claro que tenía mi semana tonta. La noche siguiente, después de una cena tardía, abordé a Robin y le planteé la perspectiva de un viaje al sur. La mayoría de los invitados se habían marchado ya para entonces, y sólo quedaban reunidos en torno a la mesa de la cueva principal una treintena de los capitanes de Robin, acabando un yantar modesto de sopa, pan y queso. Para mi sorpresa, a Robin le pareció una buena idea.

—Puedes escoltar una reata de caballos de carga con plata que enviaré a Londres —dijo—. Llevas demasiado tiempo aquí sentado. Han pasado ¿cuántas?, ¿tres, cuatro semanas desde que te sacamos de Nottingham? Supongo que ya es hora de que te ocupes en algo útil. Lleva contigo a veinte hombres por lo menos, y ten mucho, mucho cuidado. Acaban de contarme que has sido declarado formalmente proscrito por el tribunal del condado, es cosa del príncipe Juan, desde luego, y han puesto precio a tu cabeza: una libra de plata de ley. ¡Enhorabuena!

Yo estaba radiante. Sentía un orgullo especial al ser un proscrito de verdad; había sido un tipo demasiado insignificante para que me declararan explícitamente fuera de la ley en la ocasión anterior que viví libre en Sherwood. Ahora era un hombre peligroso, buscado, con un precio en plata por su cabeza. Y me gustaba serlo.

Robin continuó:

—Ten cuidado, Alan, y extrema la vigilancia. Cualquier hombre puede verse tentado de quitarte la vida ahora y reclamar la recompensa, y si corre la voz de que transportas grandes cantidades de dinero, la mitad de los salteadores de caminos de Inglaterra se apostará para esperarte en el camino. Como puedes suponer, si pierdes esa plata me sentiré muy decepcionado.

Y me dirigió una mirada fría y dura. Luego su expresión se suavizó:

—Cuando estés en Londres, expresa todo mi amor a Marian y al pequeño Hugh… Y a Goody, por supuesto.

Y me sonrió, con una chispa de burla en sus extraños ojos grises de hielo.

A pesar de su advertencia, me sentí muy satisfecho de mí mismo. Una libra de plata de ley por mi vida…, era una bonita suma. Di las gracias a Robin, y estaba a punto de salir de la cueva cuando cruzó mi mente una idea y volví al lado de mi señor proscrito.

—¿Qué precio tiene ahora tu cabeza, Robin? Dime la verdad, te lo ruego.

Durante unos instantes, mi señor pareció casi avergonzado. Luego me miró a los ojos:

—Me han dicho que asciende a mil libras, en la actualidad.

De inmediato, el desánimo se apoderó de mí.

—¡Mil libras! ¡Mil libras! —dije en voz demasiado alta, casi a gritos. En aquella compañía nadie le alzaba la voz a Robin, y de inmediato se hizo un silencio tenso en la mesa de la cena. Pero por alguna razón no supe detenerme—. ¿Y el precio de John Nailor? —pregunté a Robin, otra vez en voz demasiado alta, y señalé la figura gigantesca de mi rubio amigo, que nos observaba y sonreía perversamente en el otro extremo de la mesa.

Robin tosió:

—Ah, hum…, creo que últimamente su cabeza cotiza a quinientas libras de plata. —Me sonrió burlón—. Y tengo entendido que incluso Much, el hijo del molinero, vale diez libras…, vivo o muerto, por supuesto.

—¡Esto es ofensivo! —De pronto, me puse muy furioso—. ¿Por qué yo sólo valgo una miserable libra de plata? Eso no es nada… ¡Nada más que un maldito insulto! Presentaré una queja formal…

—¿Al príncipe Juan? —dijo Robin con una cara impasible, y toda la mesa, treinta proscritos enormes, toscos y sucios, rompió a reír a carcajadas ensordecedoras. Mi cara se puso de color púrpura, giré en redondo sobre mis talones y salí de la cueva con tanta dignidad como pude reunir, mientras me acompañaban al frío de la noche una cascada de risotadas y de bromas groseras entreoídas.

♦ ♦ ♦

Cabalgué hacia el sur en un día ventoso de octubre con veinte jinetes fuertemente armados a mi espalda, la mitad de ellos arqueros galeses y la otra mitad hombres de armas; custodiábamos cinco caballos de carga, cada uno de los cuales acarreaba sobre sus lomos dos robustos cofres de madera. A mi lado cabalgaban Hanno…, y Thomas Lloyd. El muchacho galés me había insinuado que deseaba ser mi escudero y entrenarse para convertirse algún día en un auténtico caballero; y aunque a sus doce años era ya un poco mayor para empezar la instrucción, yo se lo había prometido, pues sentía que le debía algo por haberme enseñado el truco de lucha que utilicé para derrotar a Milo. De manera que también venía, al trote en un poni castaño como él, y tranquilo y franco, como él también.

Cuando me preguntó si podía entrar a mi servicio, le contesté con otra pregunta crucial.

—¿Qué sabes sobre la muerte de tu padre? —dije, y le miré a los ojos sin ambages.

Él también me miró, con una mirada serena y franca, y dijo en voz baja y contenida:

—Sé que sir Ralph Murdac ofreció dinero a mi padre para matar al conde de Locksley. Y que para evitar que se negara, Murdac amenazó con matarnos a mí y a mi madre. Y sé que, en lugar de atacar a nuestro señor, el conde de Locksley, él os atacó a vos en el dormitorio del conde por error, y que vos luchasteis con él y le disteis muerte.

—¿Me culpas a mí de su muerte?

—No, señor, no os culpo —dijo, y en ese momento estuve seguro, tan seguro como de la condenación o la salvación, de que me decía la verdad—. Mi padre fue obligado a hacer lo que hizo por Murdac, y vos lo matasteis en defensa propia —siguió diciendo—. Murió por vuestra mano, pero no se os debe señalar a vos como su ejecutor. Estabais protegiéndoos a vos mismo, y a vuestro señor, lo cual es justo y lícito. Culpo a sir Ralph Murdac de la muerte de mi padre…, y si alguna vez tengo oportunidad de hacerlo, me vengaré de él.

Dijo las últimas palabras en voz baja, tranquilo y con una convicción impropia de alguien tan joven. Lo creí sin la menor duda.

—En ese caso, nos vamos a llevar muy bien —le dije, y acepté tomarlo a mi servicio.

Habíamos cabalgado no más de quince kilómetros hacia el sur desde las cuevas de Robin, y nuestros caballos estaban empezando tan sólo a ajustar el paso para el largo viaje, cuando uno de los exploradores que marchaban por delante de la columna retrocedió para informarme de que había una mujer extraña, sola al parecer, canturreando palabras sin sentido junto a una antigua cruz de piedra, más o menos un kilómetro y medio más adelante. Yo había dicho a los exploradores que me informaran a mí personalmente de cualquier cosa extraña en cuanto la vieran, pues temía una emboscada bien preparada o alguna otra treta de los hombres del príncipe Juan, para arrebatarnos el botín de plata que llevaban las bestias de carga.

Al acercarnos, vi una figura pequeña, encapuchada y envuelta en un grueso manto de lana, con los brazos extendidos a los lados a imitación de la Pasión de Nuestro Señor, de pie junto a la cruz levantada sobre un montículo junto a la carretera. Parecía hablar a aquel símbolo sagrado. Y sentí una conmoción parecida a un chapuzón en un lago helado de montaña al darme cuenta de que hablaba en lengua árabe.

De pronto, la mujer se volvió hacia nosotros y se echó atrás la capucha. Alcé la mano para detener la columna, pero creo que de todos modos aquellos hombres se habrían detenido sólo por el aspecto de aquella mujer. Era realmente horrible, tan mutilada que era casi imposible reconocerla como perteneciente a un ser humano: no tenía nariz, sino sólo dos agujeros anchos en mitad de la cara, rodeados de cicatrices, como el morro truncado de un cerdo; vi que también las orejas habían sido cortadas de una forma cruel, y asimismo los labios, de modo que sus pequeños dientes amarillos se mostraban como en la mueca espantosa de una calavera. El viento empujaba hacia el rostro pálido y flaco sus cabellos canosos y largos, anudados en varias coletas, y dos ojos oscuros brillaban en sus órbitas como los fuegos ardientes del infierno. Tenía el aspecto de una bruja surgida de las pesadillas de un niño. A mi espalda, oí los murmullos espantados de los jinetes. Y sin embargo, a pesar de su aspecto atroz, yo sabía que aquella mujer no era una
hag
; sabía además a ciencia cierta que ni siquiera había cumplido aún los veinte años.

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