—Oh, ah… supongo que sí…
Robin miró a Little John y le hizo una seña.
Yo me agaché.
Un puño como un peñasco de granito silbó encima de mi cabeza, rozando mi cabellera rubia, y yo me volví a mirar alarmado a Little John.
—Estate quieto, Alan, tiene que parecer auténtico —dijo John, ceñudo—. ¿O prefieres una herida de arma blanca?
—Aún estamos a tiempo para eso —dijo Robin, al tiempo que desenvainaba la espada. Mi señor, ese bastardo de ojos de acero, se estaba divirtiendo.
—De acuerdo, de acuerdo.
Asenté los pies en el suelo, cerré con fuerza la boca y me tapé los ojos.
—¿Estás listo? —dijo John.
—Sí… Adelante con ello —dije yo entre dientes.
El puñetazo fue como si me hubieran dado un golpe en la cara con el martillo de un herrero. Caí hacia atrás y aterricé en la hierba empapada de sangre de caballo. Hubo una momentánea oscuridad profunda, seguida de unas deslumbrantes chispas rojas en el interior de mi cráneo. Cuando abrí los ojos, Robin estaba de pie a mi lado, mirándome preocupado.
Me incorporé aturdido, y escupí un trozo de diente. Sentí el sabor de la sangre, que resbalaba desde mi nariz machacada hasta las comisuras de mi boca. Vi que me temblaban las manos mientras me palpaba con delicadeza mi apéndice maltrecho. Por el meneo del puente, supe que el hueso estaba roto.
Little John se acercó a mí, llevando de la brida a
Fantasma
.
—¿Puedes montar a caballo? —preguntó Robin, que me ayudó a ponerme de pie, aunque apenas podía sostenerme solo.
—Por supuesto que puede —dijo Little John, y me pasó las riendas—. Por el culo costroso de Cristo, el chico no es ningún alfeñique. Y sólo le he hecho una caricia suave. Estará perfectamente en unos días.
Con la cabeza dándome vueltas y la cara bañada en sangre, monté sobre los lomos de
Fantasma
.
—Algún día me las pagarás por esto —balbucí a John, antes de hacer una dolorida seña de despedida a Robin y guiar a
Fantasma
fuera del claro para tomar el camino a Nottingham.
♦ ♦ ♦
Tardé medio día en llegar al castillo: la cabeza me daba vueltas, sentía punzadas de dolor en la boca y la nariz. Mientras cabalgaba, me divertía pensando en las formas posibles de vengarme de Little John: nada terrible, pensé, pero estaría bien tomarle un poco el pelo a aquel gigantón.
Anochecía cuando crucé las puertas de troncos del recinto exterior y ascendí por el sendero que seguía la línea de las murallas de piedra del castillo. No me molesté en lavarme antes de informar a sir Ralph de la catástrofe que había ocurrido a su convoy de plata de Tickhill. Pensé que una cara ensangrentada hablaría en mi defensa. Y fue así, con la tez cubierta de sangre seca y la boca y la nariz hinchadas y doliéndome todavía bastante, como entré en la gran sala del recinto medio para presentar en persona mi triste informe al alcaide del castillo de Nottingham.
Murdac no estaba solo: mientras yo estaba fuera, el príncipe Juan había regresado a su mayor fortaleza inglesa, y cuando me acerqué a su trono la sensación de que algo no iba del todo bien hizo que se me erizaran los cabellos de la nuca.
Hice una reverencia al príncipe, y me incliné levemente ante sir Ralph Murdac, que como de costumbre estaba de pie apoyado en el respaldo del sitial de su señor. Al otro lado del sitial, estaba un tercer hombre: sir Aymeric de Saint Maur, el caballero templario. Interesante, pensé: los templarios respaldan de forma abierta al príncipe Juan. Pero de inmediato dejé a un lado mis ideas y empecé a desarrollar mi informe sobre el asalto a los carros de la plata por el famoso proscrito Robin Hood, y sobre mi propio desempeño ficticio en su heroica pero inútil defensa.
Los tres hombres me escucharon en silencio, y cuando estaba a punto de terminar la descripción de cómo había recuperado el conocimiento para descubrir que los carros habían desaparecido y yo estaba rodeado de muertos, el príncipe Juan me interrumpió:
—Desde luego eres un experto en el difícil arte de la mentira, para no ser más que un montón apestoso de mierda de puerco plebeyo.
Sonó como si de verdad lo pensara.
—¿Cómo decís, sire? Espero que no… —contesté entre balbuceos, intentando parecer confuso, aunque las tripas se me revolvían.
—¡Silencio! —dijo el príncipe—. Ya estoy harto de tus fingimientos. Guardias, apresadlo.
Media docena de hombres se me echaron encima y me quitaron la espada, la misericordia y la cota de malla. Mis manos quedaron atadas a mi espalda. No me resistí: la única manera de salir de aquello era mantener la cabeza fría.
—Sire, ¿me permitís saber el porqué de todo esto? ¿Acaso es una broma? ¿Un juego, tal vez? —pregunté con toda la humildad que pude reunir.
—Sabes muy bien lo que te está ocurriendo —respondió por el príncipe sir Ralph Murdac, y me sonrió con malignidad—. Sabemos ya desde hace varias semanas que tú, por medio de tu criado alemán, has estado suministrando información al proscrito Robert de Locksley. ¿Creías que éramos completamente estúpidos? Has roto tu juramento de lealtad a tu príncipe, eres un perjuro y un traidor. Nos has traicionado, y sufrirás el castigo que mereces.
Sir Ralph se estaba divirtiendo de forma visible; por contra, el príncipe Juan parecía sencillamente aburrido.
—Ya has cumplido tu función aquí —graznó—. Cuando tuvimos la certeza de que seguías trabajando para Locksley, quisimos utilizarte para atrapar a ese hombre. Si tenías conocimiento de que una gran remesa de plata, débilmente custodiada, venía aquí desde Tickhill, no dejarías de informar a tu amo. Y era seguro que él intentaría robarla. Arreglamos las cosas para que una hueste de caballería se presentara en el momento mismo del robo… Pero por lo que parece no han conseguido derrotar a la chusma de Locksley. No consigo explicarme la razón, enviamos a sesenta bravos caballeros a interceptarlo. Es posible que Robert de Locksley tenga realmente un pacto con el diablo…, si es que existe en realidad esa criatura inverosímil.
Al oír esto último, sir Aymeric de Saint Maur dio un respingo y dirigió una severa mirada al príncipe Juan. Pero el templario no dijo nada.
El príncipe alzó una mano para hacer callar a Murdac y, con su voz ronca, dictó la suerte que me aguardaba:
—Ya no nos eres útil, Dale. Han muerto demasiados hombres míos a manos de Locksley, y no voy a perder más. Ha llegado el momento de que pagues por tus crímenes…, y los suyos. De modo que he dispuesto un combate para mañana por la tarde, un combate público de lucha al estilo griego: lucharás a muerte con mi campeón, como una pequeña «diversión» para los hombres leales de Nottingham. Mañana te enfrentarás a Milo en la liza; sin armas y sin reglas, hombre contra hombre. Y morirás.
N
o todo anda bien, aquí en Westbury. El peligro que supone la presencia de Osric para mí ha crecido y se ha hecho más apremiante: ¡ahora cuenta con un aliado! He visto a mi administrador entrevistarse en secreto con su cómplice en la parte de atrás de uno de los establos que no utilizamos, en el extremo del patio. Fue anteanoche. Yo espiaba por una ranura de las tablas de madera de la pared, y vi a Osric, a la luz de su linterna, saludar y conversar con un hombre vestido de forma austera y con un bonete negro en la cabeza. Me bastó una ojeada a su cara maligna, morena, arrugada y verrugosa, para saber que no se proponía nada bueno. Tiene los ojos negros, ropajes negros, corazón negro… Camina inclinado, con la espalda doblada, y es viejo, casi tanto como yo. Los dos conspiradores hablaron largo rato, pero en un tono demasiado bajo para que mis oídos gastados pudieran oír lo que decían. El hombre negro parecía irritado por alguna cosa. Osric lo tranquilizó, y el desacuerdo se resolvió pronto, porque el extraño pasó a Osric un pequeño recipiente de barro, sellado con cera, y recibió a cambio un par de monedas… Eso significa que el contenido de ese recipiente tiene un alto precio. Por sus ropas y por su actitud, supuse que el hombre de negro es un boticario, y que ese recipiente contiene alguna clase de veneno.
Sentí entonces una rabia feroz por la perfidia de Osric que me revolvió las entrañas, pero no me enfrenté abiertamente a mi administrador, como en la ocasión anterior. No me cabe duda de que tendría preparada alguna razón plausible para su reunión secreta ya de noche cerrada con un suministrador de venenos, aunque no consigo imaginar qué razón pueda ser ésa. Lo que sí hice fue ir a ver a Marie para decirle que había visto conspirar a su marido. Fue un error todavía más grave.
—¡Eres un viejo chocho y estúpido! —dijo Marie, cuando la desperté esa misma noche con mi historia de los siniestros manejos de Osric con el boticario en los establos. Se había acostado ya, pero yo me empeñé en que viera con sus propios ojos el objeto de la conspiración—. Pensar siquiera, contemplar tan sólo la posibilidad de que Osric quiera hacerte daño, es ridículo, absurdo incluso. Él te respeta, y no desea otra cosa que salud y prosperidad para ti. ¿No lo ha demostrado con su trabajo aquí en Westbury? Ha convertido esta pequeña propiedad en un gran éxito. Vete a la cama, viejo bobo, agradece que Osric esté trabajando tan duro y olvida esas ideas absurdas.
Está claro que ella está conchabada con él, ahora lo veo. He sido un tonto al revelarle mis sospechas. Osric y ella, recién casados, llenos de codicia, ambiciosos, impacientes por demás, los dos desean mi muerte. Cuando yo desaparezca, podrán hacer lo que quieran de mis tierras. Puede que Osric nombre a uno de sus hijos mayores como administrador. Temo por el pequeño Alan, mi heredero: ¿quién lo protegerá? Yo no, soy un anciano ahora, ¿cómo puedo enfrentarme con éxito a la astucia combinada de Osric y Marie? Siento que mi final está próximo.
Y aún hay cosas peores que contar. Esta misma noche, aún no hace una hora, mientras trabajaba en este pergamino sin percibir apenas el peligro que me rodea, apuré las últimas gotas de una jarra de cerveza de madera y descubrí un poso de polvo blanco en el fondo. ¡Los envenenadores ya han actuado! El contenido del pequeño recipiente de barro ha pasado a mi estómago y allí actúa en estos momentos, difundiéndose por mis entrañas para destruirme. Noto la mano huesuda de la muerte en mi hombro. Por supuesto, me he provocado el vómito en cuanto he visto el poso blanco. Vomité en el bacín de mi cuarto hasta no poder más. Pero siento actuar el veneno en mi cuerpo: cada vez estoy más soñoliento, siento más fatiga, me vence el cansancio. Aun así, no debo dejarme vencer por el sueño, he de continuar y acabar mi historia antes de que ese maldito polvo blanco me lleve a la tumba.
He atrancado la puerta para que nadie pueda entrar a hurtadillas, y he sacado del arcón una antigua espada, que ahora tengo desenvainada y apoyada en el atril que utilizo para escribir. Si intentan irrumpir en mi dormitorio esta noche, me defenderé, y tal vez consiga matar a uno de ellos, o a los dos. Pero no deseo sus muertes como ellos desean la mía; me limito a rezar para que me dejen en paz una última noche. Si he de terminar esta historia antes de que Dios me reclame, tendré que concentrarme en escribirla tan deprisa como pueda…
Es un gran consuelo ser sorprendido en oración, sobre todo cuando estás seguro de que, en breve tiempo, vas a encontrarte cara a cara con tu Creador. Y aquella noche en el castillo de Nottingham yo rezaba como nunca antes había rezado. No temía a la muerte, pero no quería perecer. No quería que mi vida terrenal acabara entre las manos de Milo, aquel ser monstruoso e infrahumano, y menos aún para diversión del príncipe Juan, de Ralph Murdac y de los demás caballeros del castillo, a los que había llegado a despreciar. Y si lo que da la medida de un hombre es la forma como afronta su destino, me temo que me faltó mucho para dar la talla. Recé, volví a rezar y después recé aún un poco más.
Los guardias me habían llevado a los sótanos de la gran torre, en el frío corazón de piedra del castillo de Nottingham, y me habían encerrado en un almacén medio lleno de sacos de grano. La oscuridad era completa, y también el silencio, salvo por las carreras ocasionales de las ratas u otros seres innombrables; pero, para ser sincero, no me encontré incómodo allí. Cuando acabé de rezar, me tendí sobre dos grandes sacos llenos de cebada y me puse a pensar en cómo había llegado hasta aquel lugar.
Recordé la expresión de Robin cuando me explicó lo que quería que hiciera, en Westminster, el día antes de la inquisición en la iglesia del Temple. Sus ojos plateados relucían con intensidad cuando me dijo:
—Sé que esto va a ser muy duro para ti, Alan, y también peligroso, y no te lo pediría si no fuera de la mayor importancia… Pero hemos de tener un hombre en el círculo de caballeros que rodean al príncipe Juan.
Le pregunté por qué no podíamos, sencillamente, sobornar a un sirviente. Y sacudió la cabeza con tristeza.
—Necesitamos a un guerrero. Tengo que saber cuántos hombres formarán cada equipo de recaudación de impuestos, su fuerza, sus armas y su moral. Ha de ser un guerrero experimentado. Y no olvides que tendrás a Hanno de compañero. Él me hará llegar todos los mensajes, y, como medida de seguridad, tú y yo no tendremos ningún contacto después de esa ridícula inquisición hasta que acabe tu etapa junto al príncipe Juan.
—Pero Robin —protesté débilmente—, todo el mundo pensará que soy un hombre desleal, un canalla que traicionó a su señor…
—Me temo que es necesario, Alan. Todos tienen que pensarlo así. Si no creen que de verdad me has traicionado en la inquisición, el príncipe Juan nunca te tomará a su servicio. Tú y yo sabremos la verdad, que aún me sirves a mí. Además, sé sincero conmigo, no te gustó el papel que representé en la comedia sangrienta de Cernunnos; recuerdo que te pusiste furioso conmigo en esos días. Todo lo que te pido es que digas la verdad a la inquisición cuando te pregunten. Puedes hacer eso, ¿no es cierto?
—Pero ¿y tú, Robin? ¿Qué va a ser de tu vida? —dije—. Si los templarios te encuentran culpable mañana en la inquisición, tu vida no valdrá más que un nabo podrido.
—He tomado medidas. No te preocupes por eso. Ahora, ¿nos harás a mí y a nuestro buen rey Ricardo ese gran servicio?
Yo suspiré.
—Sí, señor.
Me entusiasmaba muy poco su plan: traición, ignominia y la posibilidad muy real de una muerte de felón en el cadalso. Y sin embargo, dije que sí. Nunca pude negarle nada a Robin, por muy desagradable, difícil o deshonrosa que fuera la misión que me proponía.