Estábamos sobrecogidos.
Por fin, exhaló un último chillido fantasmal y se detuvo delante de la mesa alta en la que estaba sentado yo, con Goody a mi lado, Robin y Marian, Little John y Tuck. Nur me señaló extendiendo la mano, y vi con un estremecimiento que sostenía en ella un fémur humano.
—Yo te maldigo, Alan Dale —gorgoteó en voz profunda y temblorosa de odio—. ¡Os maldigo a ti y a tu puta lechosa!
Y señaló con el hueso a Goody. Yo estaba paralizado por la conmoción y el terror de aquella visita demoníaca; no podía mover los brazos ni las piernas, sólo podía mirar con una fascinación horrible la cara congestionada y torturada de Nur pintada de blanco, y escuchar su voz llena de odio y el veneno que fluía de su boca sin labios.
—Tu prometida de nata agria morirá un año y un día después de que la lleves al lecho matrimonial, y su hijo primogénito morirá también, después de una dolorosa agonía. Pero tus días, mi amor, mi amante —Nur arrastró esas palabras en un tono repulsivamente lascivo—, tus días serán muchos, tu vida larga, aunque llena de humillaciones y de desesperación. Perderás la razón antes de perder la vida…, ésa es mi maldición. Porque tú te prometiste a mí, y…
—¡No!
Una voz femenina, baja pero vibrante de pasión y con la sonoridad suficiente para llegar a todos los rincones de la sala, se alzó sobre nosotros. Volví la cabeza, mis músculos casi crujieron por la tensión, y vi que era Goody quien hablaba.
—¡No! —repitió, en voz más alta esta vez—. No vas a venir a esta casa, el día de mis esponsales, con tus trucos, tus celos y tu malicia. ¡No!
Goody se levantó de su asiento. Miraba directamente a Nur, y sus ojos azules ardían de indignación.
—¡Largo de aquí! —dijo mi preciosa chica. Y Nur pareció tan sorprendida como el resto de nosotros por el valor y la fiereza de Goody. La mujer de negro alzó su fémur, señaló con él a Goody y empezó a hablar. Pero mi encantadora prometida fue más rápida que la bruja. Agarró el enorme bastón de Little John, que estaba apoyado a su lado en la mesa, y arrancó de un golpe el hueso de las manos de Nur. Luego saltó sobre la mesa, y pareció casi elevarse en el aire, para ir a caer directamente sobre la mujer de negro.
El primer golpe de Goody con la garrota de endrino alcanzó a Nur en un lado de la cabeza, y la proyectó hacia un lado salpicando gotitas de sangre.
—¡Jodida perra! —dijo Goody, y su voz fue aumentando de volumen—. Él es mío. —El segundo golpe se estrelló en la boca de Nur, le rompió varios dientes y tumbó a la aterrorizada criatura—. Escucha atentamente esto, perra. Él es mi hombre. —El bastón cayó sobre el hombro de Nur—. Y si vuelvo a verte cerca de nosotros, perra… —Goody propinó a Nur un golpe lateral a dos manos en los lomos, que impactó con un estremecedor ruido sordo—. Si te acercas alguna vez a nosotros, perra, haré que te duela de verdad.
Un golpe en la nuca dejó a Nur tendida sobre la estera.
La bruja, cubierta de sangre, empezó a arrastrarse hacia la puerta, moviéndose con torpeza y con una mano alzada para protegerse la cabeza.
El bastón de Goody volvió a zumbar, e impactó en su antebrazo; oí el crujido de un hueso al quebrarse. Pero nadie más en la sala movió un músculo. Nadie más podía moverse. Todos mirábamos boquiabiertos el espectáculo de una frágil muchacha de no más de dieciséis años enfrentándose a las fuerzas del Mal en solitario y armada sólo con un bastón.
—Y tú, tú, perra… —¡zas!—, mataste… —¡zas!— a mi… —¡zas!—… ¡gatito!
Goody gritó la última palabra a pleno pulmón, y el grueso bastón impactó una vez más en la espalda de Nur. Goody contuvo entonces el aliento para concentrarse en dar a su enemiga una paliza que no olvidaría. Llovieron los golpes sobre los huesos de la criatura que se arrastraba por la estera del suelo, y vi que la cara torturada de Nur estaba ahora además magullada y ensangrentada, y parecía tener roto un brazo. Por fin, la maltrecha mujer de negro llegó a la puerta, arrastrándose sobre manos, pies y rodillas, y Goody gritó:
—¡Fuera de aquí, perra! —El bastón cayó una vez más sobre la grupa descarnada de la bruja—. ¡Y no vuelvas!
Otro fuerte golpe en las nalgas. Y Nur salió disparada de la sala a la oscuridad de la noche…, y desapareció.
Sólo entonces la sala empezó a volver a la vida, la gente a moverse y hablar, muchos se santiguaron y las risas nerviosas brotaron en el otro extremo de la mesa alta. Algunos invitados ovacionaron a Goody y, a través de la habitación, mi mirada se cruzó con la de mi amada, mi brava y hermosa muchacha. Tenía la cara pálida como la cera, la frente arrugada y tensa, y sus ojos azul violeta aún chispeaban de furia. Pero nuestros ojos se encontraron, y al sonreírle yo, enamorado y tan orgulloso de su valor, vi que los músculos de su mandíbula empezaban a relajarse, y que aquel atisbo de locura desaparecía de sus ojos. Entonces me sonrió a su vez, y su mirada reflejó un amor más puro y poderoso que ninguna cosa en esta tierra; y supe que todo iba a ir bien entre nosotros.
Little John se inclinó hacia mí y, con una voz llena de respeto, me dijo:
—Alan…, un pequeño consejo: cuando estéis casados, ¡nunca hagas nada que pueda irritar a esa chica!
M
i nuera Marie tiene toda la razón: soy un viejo chocho. Cuando acabé de escribir las últimas palabras de mi historia sobre Robin y el rey Ricardo, y Goody y Nur, me quedé profundamente dormido, sin sueños ni pesadillas, encima de mi cama. Desperté cuando el día ya declinaba, sintiéndome fresco y extrañamente tranquilo. Marie y yo nos sentamos a la mesa de la gran sala, y discutimos todos mis temores en la claridad de un atardecer luminoso de agosto. Y he sido un bobo; es verdad. Marie y Osric estaban preocupados por mí. Saben que no he dormido bien últimamente, y que mi comportamiento (el hábito de seguir a Osric a todas partes, de vigilarle continuamente, y peor aún, de aparecer de pronto delante de él saliendo de un escondite) ha sido extraño y molesto para ellos. Marie y Osric llevan varias semanas muy preocupados por mí. ¿El polvo blanco? Era una medicina, un calmante para corazones delicados y una ayuda para dormir bien, comprado en secreto al boticario (al que no hizo ninguna gracia tener que acudir a citas nocturnas para vender sus remedios), y vertido con discreción en mi sopa para que yo no protestara y provocara una pelea.
Marie y Osric habían recurrido a un simple e inocente engaño; lo que suele calificarse amablemente de mentira piadosa. Y sin embargo me siento traicionado: no por Osric, mi administrador de cara de topo, ni por mi hacendosa nuera, sino por mi propia mente nublada por la edad. Tal vez la maldición de Nur se ha cumplido a fin de cuentas, y de verdad estoy perdiendo la razón. ¡Veo ahora el pasado con tanta claridad, puedo recordar tan bien los días en que yo era el joven sir Alan de Westbury, un caballero de gran valor y prestigio! ¿Pero el presente? ¿Qué soy ahora? Un viejo lelo que espía a sus sirvientes por detrás de las puertas para sorprenderles en crímenes imaginarios. Un chocho.
Recuerdo mi glorioso pasado con toda claridad, y mi cabeza está allí la mayor parte del día, mientras escribo. Y ¿dónde pasar mejor mis últimos años en este mundo que en compañía de mi yo más pujante y fuerte, de aquel hombre joven tan lleno de luz, de amor y de esperanzas? Las humillaciones de la edad alcanzan a todos los hombres que viven el tiempo suficiente…, pero no todos los hombres pueden decir que disfrutaron de la amistad de reyes, y proscritos, y héroes, en sus años de plenitud; que caminaron orgullosos y erguidos, sin miedo, antes de que el peso y la carga de los años encorvaran sus espaldas. Sin embargo, yo sí puedo. Puedo decir, puedo jurar delante de Dios, que representé mi papel en el escenario del mundo. Y lo representé de una forma convincente.
Puede que ahora sea un viejo tonto, puede que la maldición de Nur me haya alcanzado más allá de la tumba. Sé que algunos dirán que las demás profecías de la negra
hag
de Hallamshire también se han cumplido: mi querida esposa Goody ha muerto, y también mi hijo Rob. Pero me digo a mí mismo que no creo en maldiciones; que no son más que chismes ociosos para asustar a los niños. Y yo fui un guerrero, un caballero de Inglaterra. De modo que lucharé, lucharé contra la maldición de la bruja, como luchó Goody en la sala de Kirkton el día de nuestros esponsales; lucharé con todas mis fuerzas para conservar mi mente sana y entera. Lucharé para contener mis miedos irracionales. Porque ahora puedo ver que Osric nunca ha tenido intención de hacerme daño. Y tampoco Marie. Mi leal e inocente administrador de cara de topo y yo nos hemos reconciliado, y le he pedido humildemente perdón por mis tonterías.
Aun así, sigue sin gustarme.
E
l rey Ricardo Corazón de León partió de Tierra Santa la segunda semana de octubre de 1192. La Tercera Cruzada había tenido un éxito tan sólo parcial y, después de tres años de luchar con los sarracenos, los guerreros cristianos estaban exhaustos y su número había disminuido de forma drástica por las enfermedades, las deserciones y las bajas en la batalla. Finalmente, Ricardo acordó una tregua de tres años con Saladino, el gran general musulmán, en virtud de la cual los cristianos conservaban una estrecha franja de tierra en la costa del Mediterráneo y varias fortalezas importantes, y se permitía a los peregrinos visitar Jerusalén sin ser molestados.
Ese acuerdo temporal que le salvaba la cara permitió a Ricardo hacer planes para regresar a su patria, algo que necesitaba hacer con una urgencia desesperada. En su ausencia, el rey Felipe Augusto de Francia había invadido territorios suyos en Normandía, y su ambicioso hermano menor, el príncipe Juan, iba incrementando a buen ritmo su poder en Inglaterra, apoderándose de forma ilegítima y colocando guarniciones de sus propios hombres en una serie de castillos, y socavando constantemente la autoridad de los hombres elegidos por el rey Ricardo para gobernar el país en su ausencia. El rey Ricardo tenía intención de regresar a Tierra Santa, una vez arregladas las cosas en Europa y eliminada la amenaza que su hermano planteaba al trono, pero los acontecimientos conspiraron en su contra.
Por desgracia, el modo de ser directo y enérgico de Corazón de León le había creado muchos enemigos poderosos durante la Cruzada. Se peleó con Felipe de Francia, un amigo íntimo de la infancia, e insultó al duque Leopoldo de Austria, que encabezaba el contingente de cruzados alemanes. Incluso se enemistó con Enrique VI, el sacro emperador romano, al apoyar al rey Tancredo de Sicilia contra él. El emperador controlaba la mayor parte de Alemania y buena parte de la península italiana, el sur de España estaba en manos de los musulmanes, los corsarios infestaban la costa norteafricana, y Francia le estaba vedada por el rey Felipe…, de modo que Ricardo supo que tendría problemas para regresar a casa por tierra. Es más, la tecnología naval de la época no permitía a los barcos superar las fuertes corrientes del estrecho de Gibraltar y cruzarlo de este a oeste para entrar en el Atlántico, lo que impedía a Ricardo emprender el largo viaje de vuelta a Inglaterra por mar.
La historia del regreso de Ricardo no está del todo clara; los hechos conocidos son fragmentarios y a veces parecen contradictorios, pero la mayor parte de los historiadores coinciden en que Ricardo decidió utilizar de forma clandestina una ruta de regreso por tierra, dando un rodeo por el este. Después de enviar a su esposa Berenguela en un barco rápido a Roma, donde el papa la tomó bajo su protección, hizo un amago de viaje al oeste, a Sicilia, y luego cambió de rumbo, entró en el Adriático y se dirigió al norte. Finalizaba ya la temporada de la navegación, el tiempo era tormentoso, y después de un par de paradas Ricardo desembarcó definitivamente en la costa norte del Adriático, en Aquilea, cerca de Trieste, en el nordeste de Italia; algunos historiadores han sugerido que ese desembarco no estaba planeado, sino que el barco encalló allí después de una tormenta. En cualquier caso, fue allí donde se encontraba el rey hacia el 10 de diciembre de 1192, en la playa, con tan sólo algunos compañeros y a cientos de kilómetros de un territorio amigo.
Disfrazado de caballero templario, o tal vez de mercader, Ricardo se dirigió al norte, hacia el corazón de Europa, con intención de llegar a la seguridad de los territorios controlados por su cuñado Enrique el León, duque de Sajonia. Sin embargo, después de un viaje gélido, penoso y lleno de peligros por caminos muy malos, el rey fue apresado por los hombres del duque Leopoldo de Austria. Ocurrió pocos días antes de la Navidad; el tiempo era infame y, al parecer, el rey se había refugiado en una «casa de mala nota» o burdel en las afueras de Viena. Algunas fuentes sostienen que fue su costumbre aristocrática de pedir pollo asado para cenar, en lugar de un condumio más humilde, lo que le delató; otras dicen que fue la costumbre de sus compañeros de llamarle «sire» lo que desveló su verdadera identidad. Se diría que ni Ricardo ni sus compañeros tenían demasiado talento para las operaciones clandestinas.
El duque Leopoldo debió de sentirse feliz al tener a su gran enemigo el rey de Inglaterra en su poder, y se apresuró a encerrar a Ricardo en el castillo de Dürnstein, una fortaleza junto al Danubio y a unos ochenta kilómetros al oeste de Viena. Además, informó a su superior, el emperador del Sacro Imperio Romano, Enrique VI, de aquel inesperado golpe de suerte, y existe aún una carta (la que lee Walter de Coutances en mi historia) de Enrique VI a Felipe Augusto de Francia, en la que el sacro emperador romano alardea impúdicamente de la captura del peregrino real en su viaje de regreso. Apresar al rey Ricardo era un acto ilegal, porque el papa Celestino III había decretado que los caballeros que tomaran parte en la Cruzada no habían de ser molestados en los viajes de ida y de vuelta a Tierra Santa. Tanto el emperador Enrique como el duque Leopoldo serían excomulgados más tarde por el cautiverio de Ricardo.
Siguiendo la práctica de aquella época, Ricardo pasó de una fortaleza a otra en las tierras de habla alemana controladas por Enrique y Leopoldo, hasta llegar a Ochsenfurt a mediados de marzo de 1193. Fue allí donde emisarios ingleses, los abades de Boxley y Robertsbridge, entraron en contacto con el rey cautivo, y donde comenzaron las largas negociaciones para fijar su rescate y su eventual liberación.
Debo mencionar en este punto que no tengo la menor idea de cuál era el aspecto real de los dos intrépidos abades, y que no existe el menor indicio de que hubiera entre ellos algún parecido. Ha sido un capricho mío el describirlos como casi idénticos, inspirado en Dupond y Dupont (Hernández y Fernández en la edición española), los deliciosos detectives que aparecen en los libros de Tintín. Un homenaje a Hergé, podríamos decir.