Los abades y yo seguíamos sentados desanimados en la sala, bebiendo sorbos de vino y devanándonos los sesos mientras el día declinaba en silencio, cuando la puerta se abrió con estruendo y Hanno entró tambaleándose en la estancia. Estaba muy borracho:
—Lo
entronqué
—balbuceó mi guardaespaldas bávaro, y una vaharada espesa de cerveza fuerte se esparció por el aire con su aliento.
—Estáis ebrio, buen hombre —le reprendió Robertsbridge—. Id a la cama y no nos molestéis. Tenemos asuntos importantes que tratar aquí.
—Encontré al rey Ricardo —dijo Hanno, esforzándose en hablar con más claridad—. He encontrado a vuestro señor perdido. Venid, os llevaré con él.
Corrimos a la calle, y allí Hanno nos presentó a Peter, un robusto soldado que lucía en su sobreveste el emblema de Ochsenfurt y que nos sonrió con una carota tan roja como el buey cuya imagen llevaba al pecho. Estaba todavía más borracho que Hanno. Era también, como pronto descubrimos, el carcelero del rey Ricardo.
Cuando nos dirigíamos al sector sur de la ciudad, me di cuenta de que ocurría algún gran acontecimiento, el recibimiento a alguien importante que llegaba, con toques de trompeta, campanas al vuelo y coros de monjes en la puerta de la barbacana, pero estábamos demasiado excitados y preocupados para intentar averiguar más. De camino, Hanno nos contó lo que había estado haciendo las últimas seis horas, además de ingerir grandes cantidades de la cerveza local. Mientras nosotros marchábamos escoltados por los hombres de armas para inspeccionar la tercera torre, él había salido a hurtadillas de la ciudad y rodeado los muros exteriores hasta llegar al lugar, debajo de la torre, donde yo había tocado la viola la noche anterior. De habernos asomado al pequeño ventanuco de la celda de Ricardo, lo habríamos visto debajo de nosotros. En este punto, Hanno interrumpió su historia para tenderme mi misericordia, y yo la guardé agradecido en la funda de mi bota. Había encontrado mi daga, además de las señales de la pelea, en el suelo. También había encontrado los restos de la viola, por desgracia imposible de reparar. Luego había seguido el rastro de dos hombres, uno de pies largos y estrechos, el otro de pies grandes y muy anchos, por el bosque, y había descubierto el sitio donde habían vivaqueado. Hanno se acercó con precaución y encontró el lugar desierto, pero las cenizas del fuego, aún calientes, le dijeron que había estado ocupado recientemente. Según la casi sobrenatural lectura de los indicios que hacía Hanno, los dos hombres habían abandonado su campamento al amanecer y se habían dirigido hacia el norte, en dirección al río Meno, posiblemente con la intención de huir de allí en un bote. Mientras Hanno contaba su historia, parecía serenarse más y más a cada momento que pasaba: los vapores de la cerveza se disipaban.
En lugar de intentar seguir su rastro más allá, mi astuto amigo volvió a Ochsenfurt y se dirigió a la taberna de soldados más próxima. Allí se ganó la confianza de un hombre de armas invitándole a varias jarras de cerveza. El nuevo amigo de Hanno le llevó luego a otra taberna, y a otra, en busca del idiota sonriente de cara de color de ladrillo que teníamos ahora delante: el carcelero de Ricardo. Hanno, además de ganarse a aquel tipo invitándole a beber, le había prometido una bolsa llena de plata si nos permitía hablar con su prisionero durante un cuarto de hora. Al parecer, nadie había dicho a aquel bufón quién era su prisionero, sino sólo que tenía que guardarlo bien.
Mientras recorríamos a toda prisa las calles, Hanno nos contó que a Ricardo le habían vendado los ojos y atado, y luego lo trasladaron sin contemplaciones al amanecer desde la torre hasta un sótano excavado en el suelo de una gran casa próxima al muro sur de Ochsenfurt. La casa estaba vacía y los únicos guardias, cuatro en total, estaban a las órdenes de aquel Peter, evidentemente un borracho habitual, que ahora trotaba inseguro a nuestro lado, alternando las sonrisas con profundas reverencias a los abades, que hacían que su grasiento flequillo le cayera sobre los ojos.
Poco después estábamos en la casa, y mientras el estúpido carcelero maniobraba con la llave, yo felicité a Hanno por su iniciativa y le tendí la bolsa que llevaba al cinto, para que recompensara con ella a Peter.
—
Ach
, esto no es nada —dijo Hanno con modestia. Parecía haber superado casi por completo los efectos de la cerveza—. Ésta es una ciudad muy pequeña, aquí todo el mundo lo sabe todo de todo el mundo. Yo me crié en una ciudad parecida. Nunca se puede guardar un secreto en sitios pequeños como éste…
—Lo has hecho a la perfección —dije, sabiendo que mis palabras le gustarían. Sonrió y asintió, feliz.
El carcelero abrió la puerta y, con una profunda reverencia, nos invitó a entrar al interior húmedo y polvoriento. Hanno se quedó fuera vigilando, y los dos abades y yo agachamos la cabeza y nos adentramos con cautela en el sótano en penumbra. Yo tenía la mano puesta en el puño de la espada, pues no estaba muy seguro de qué podíamos encontrar allí, y cuando algo se movió con un tintineo en el rincón más lejano, desenvainé a medias mi arma.
Apenas había luz suficiente para ver, pero cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra pude distinguir la forma de un hombre, un hombre de buena estatura, tendido en el rincón. Un grillete sujeto a su tobillo lo encadenaba a un poste de hierro profundamente clavado en el suelo; tenía la cara tapada por un saco de tela oscura de alguna clase, y los brazos atados a la espalda, a la altura de los codos, con cuerdas muy apretadas. Sentí que la furia me invadía. Ese hombre era un rey, y un héroe de la justa guerra contra los enemigos de Cristo; no un bribón común a la espera de una ejecución vergonzosa. Corté las ataduras con mi espada y le quité el saco de la cabeza. No pude hacer nada con el grillete y la cadena.
—Sire —dije en voz baja mientras el rey Ricardo se frotaba los brazos para restablecer la circulación—. Sire, aquí estamos. Todo irá bien ahora que estamos aquí para ayudaros.
El rey Ricardo parpadeó y me miró a la escasa luz del sótano.
—Blondel —dijo, casi susurrando mi apodo—. Blondel… Sabía que no soñaba. Fuiste tú quien cantó anoche, y no un engaño de mis oídos ni un demonio nocturno. Lo sabía.
—Sire… —El abad Boxley dio un paso hacia el rey—. Estamos aquí con la autoridad plena de vuestra madre la reina para negociar vuestra libertad. Inglaterra está dispuesta a pagar vuestro rescate. Y no nos apartaremos de vuestro lado hasta haber conseguido vuestra libertad.
El rey Ricardo se incorporó. Parecía recuperarse rápidamente de su suplicio. Se frotó los ojos y miró al abad, que estaba de pie ante él con sus prístinos ropajes blancos.
—Ah, sois mi señor el abad de Robertsbridge, si no me equivoco. Estoy contento de veros. Muy contento de veros.
Boxley se echó atrás imperceptiblemente al oír las palabras del rey.
—Sire —dijo—, tengo el honor de ser el abad de Boxley. Mi señor de Robertsbridge está aquí, junto a la puerta.
—Desde luego, desde luego —dijo el rey—. Me es muy grato teneros a los dos ante mi presencia. Sois, eh…, John, ¿no es eso?
El abad de Robertsbridge respondió desde el umbral:
—Los dos llevamos el mismo nombre cristiano, sire. Pero, si me permitís el atrevimiento, tenemos poco tiempo para estos cumplidos y mucho que discutir sobre vuestro rescate…, y sobre ciertos acontecimientos ocurridos en el reino en vuestra ausencia. Vuestro hermano, el príncipe Juan…
Dejé a los abades y a mi rey acuclillados sobre el suelo sucio de tierra del sótano en una animada discusión, y salí fuera, a la luz tenue del crepúsculo. Hanno charlaba en bávaro y reía con el carcelero Peter junto a la puerta principal de la casa, y yo me acerqué a ellos simulando el aire más indiferente que pude. Lo que intentaba explicar él en aquel momento, nunca lo sabré.
Mi brazo izquierdo se proyectó hacia delante y lo aferró por la garganta, apretando su nuez con una poderosa presa que le hizo chocar de espaldas contra el muro de la casa. Mi misericordia estaba ya en mi mano derecha, y coloqué la punta afilada bajo su ojo izquierdo. Hanno le gruñó por encima de mi hombro.
—Escúchame, basura podrida —dije, hablando despacio y en tono duro en inglés, con los ojos clavados en su cara asustada—. Ese prisionero es un rey, el rey de Inglaterra nada menos, y vas a tratarlo con el respeto que merece mientras esté a tu cuidado. Quiero que le traigas comida y vino y ropa limpia, y agua para lavarse. Y quiero que lo hagas ahora.
Yo estaba realmente furioso. Mi mano derecha, la que empuñaba la daga dirigida a su ojo, temblaba ligeramente por la ira que me invadía. Y mientras Hanno traducía, yo miraba a Peter y le transmitía toda la fuerza de mi justa ira.
—Has de saber —gruñí— que, si lo maltratas, si no guardas con él la cortesía debida, te arrancaré los ojos. Y te cortaré la nariz y los labios. —Le rocé la boca con la punta de la misericordia.
Hanno repitió mi mensaje en bávaro. Luego continué:
—Aunque me cueste la vida, te dejaré ciego, te torturaré y te mataré muy, muy despacio. Luego mataré a toda tu familia y prenderé fuego a tu casa hasta que no quede piedra sobre piedra. Y si una rata cobarde como tú tiene amigos, los mataré a todos y quemaré sus casas también. ¿Ha quedado claro?
Antes incluso de que Hanno tradujera mis palabras, vi que Peter me había entendido. Tartamudeó algo, y entonces Hanno se adelantó, con el rostro impasible como una máscara de piedra, y embutió la bolsa de plata en la boca de aquel hombre, silenciando sus gimoteos.
Lo solté con repugnancia, y volví al sótano para ver cómo se comportaban mis espirituales acompañantes. A mi espalda, el carcelero llamaba a gritos a sus camaradas y les daba un torrente de órdenes, supuse que para hacerles traer vino y comida de inmediato.
De pronto, me vino a la mente la imagen de Robin; su hermoso rostro me sonreía con crueldad mientras me preguntaba: «¿De modo, Alan, que ahora utilizas el miedo para conseguir que hombres más débiles se plieguen a tu voluntad? Cada día te pareces más a mí». Sacudí la cabeza para librarme del sonido de la risa burlona de Robin, y vi que los abades de Boxley y Robertsbridge salían ya del sótano con aspecto grave pero satisfecho. El carcelero daba vueltas ahora a mi alrededor, ofreciéndome en bávaro no sé qué servicios, pero no me digné siquiera a mirarlo. Había aparecido un segundo hombre de armas y se disponía a cerrar la puerta del sótano cuando, desde el interior, el rey Ricardo gritó:
—¡Espera! ¡Sólo un momento!
Yo agarré del brazo al hombre para detenerlo. El rey Ricardo me miró un instante desde su sótano húmedo y maloliente, con la puerta medio cerrada; me miró directamente a mí por la abertura. No dijo nada durante unos instantes, y luego pronunció las siguientes palabras:
Un señor tiene una obligación
mayor que el propio amor.
Y es recompensar con generosidad
al caballero que le sirve bien.
Sentí el corazón henchido de emociones intensas, ira y amor y vergüenza, y la puerta se cerró de golpe sobre mi soberano. Y al dar media vuelta para reunirme con Hanno y los abades, impaciente ahora por enfrentarme al duque Leopoldo, pensé: «Soy tu leal soldado, Ricardo Corazón de León, obediente a tus órdenes; lo juro ahora, en silencio, no ante ningún mortal, sino ante el propio Dios Todopoderoso. Lo juro. Hasta la muerte, seré siempre el buen vasallo del rey».
♦ ♦ ♦
Fuimos directamente a la gran sala en grupo, ofendidos y decididos a proclamar como innegable nuestro encuentro con el rey. Con los abades al frente, exigimos a los hombres de armas de Leopoldo ser conducidos de inmediato ante el duque. De forma bastante sorprendente no opusieron resistencia, y abrieron las pesadas puertas sin dilación. Irrumpimos directamente en medio de un lujoso festín.
La sala guardó silencio a nuestra entrada, el banquete se interrumpió, un juglar que estaba en plena actuación dejó caer una de sus pelotas plateadas y nos miró boquiabierto. Con voz sonora, mi señor de Robertsbridge empezó a informar al duque Leopoldo, en un latín crispado, de que acababa de tener una conversación con el rey Ricardo y había encontrado a nuestro señor encadenado y tendido sobre su propia inmundicia. A mitad de su demanda de que se tratara a nuestro rey con el respeto debido a un monarca cristiano, su voz vaciló de pronto y calló. Me di cuenta enseguida de la razón. Robertsbridge se había dirigido al duque Leopoldo, a quien esperaba ver sentado en el sitial de honor, pero ahora era otro hombre el que ocupaba esa plaza. Y aunque yo nunca lo había visto antes, supe de inmediato que tenía ante mis ojos a Enrique, el sexto de su nombre, rey de Alemania, señor de buena parte de Italia, superior del duque Leopoldo de Austria y representante ungido de Dios en la tierra, el Sacro Emperador Romano en persona.
El mayor príncipe de la cristiandad era un hombre delgado, de estatura mediana, de edad próxima a la treintena, con una melena de pelo castaño rizado bajo la corona dorada y una barba rala de tono un poco más claro en torno a una fina boca. Parecía divertido más que furioso por el apasionado discurso de Robertsbridge, y cuando el abad se detuvo en seco, alzó una mano pálida y se dirigió a nuestro grupo en un latín claro y fluido.
—Calmaos, mi señor abad, os ruego que apacigüéis vuestro espíritu —pidió el emperador en tono cálido, pero con un filo acerado en la voz—. Ha habido un lamentable malentendido, al parecer. Es cierto que el rey Ricardo se encuentra aquí en Ochsenfurt, lo hemos sabido
ahora mismo
, y acabo de dar órdenes de que sea alojado en habitaciones acordes con su alto rango.
Robertsbridge irguió los hombros, y señaló con un huesudo índice acusador al duque Leopoldo:
—Este caballero lo negó esta misma mañana. Me dijo a la cara, y lo juró por su honor, que el rey Ricardo no estaba en Ochsenfurt. Mintió a…
—Al parecer, mi noble primo Leopoldo estaba en un error —le interrumpió el emperador en tono conciliador—. Hace varios meses un vagabundo sin dinero que pretendía ser un caballero templario fue arrestado en una casa de mala reputación en los dominios del duque, y desde entonces hemos intentado averiguar su verdadera identidad. Como vos mismo habéis podido confirmar, ahora tenemos la certeza de que ese vagabundo disfrazado es en realidad el rey Ricardo de Inglaterra en persona.
—Puesto que
ahora
habéis reconocido quién es…, un peregrino auténtico de regreso de Tierra Santa, un noble caballero entregado al servicio de Cristo…, tal vez tendréis la amabilidad de devolvérnoslo de inmediato —dijo Robertsbridge en tono helado.