A eso se refería Robin cuando me dijo que lo que de verdad interesaba a los templarios no era el estado de su alma. Querían derribarlo de su trono dorado del incienso, y recuperar aquel comercio para ellos mismos; y sin duda habían prometido a su santidad una jugosa porción del pastel.
—Esto es sólo un movimiento inicial en un juego largo y complejo —dijo Robin—. Me creen vulnerable a sus amenazas de excomunión. No lo soy; no me importan un ardite todas las solemnes declaraciones de curas y de papas. ¿Y la interdicción? Puedo comprar eso también. Geoffrey, el arzobispo de York, vendería a su hermana por un cofre de plata, y con mayor razón estará dispuesto a murmurar unas pocas palabras para anular cualquier maldición frailuna sobre mis tierras.
Lo que decía era cierto: era conocida la venalidad del arzobispo Geoffrey, el hermanastro mayor ilegítimo del rey Ricardo; había sido forzado a tomar los hábitos para convertirlo en inelegible para el trono, y desde entonces parecía decidido a llegar a ser el prelado más rico de Inglaterra.
Pero, aunque las palabras de Robin me tranquilizaron hasta cierto punto, su falta absoluta de respeto por las instituciones de la Iglesia continuaba produciéndome un profundo desasosiego.
—¿Y si emplean la fuerza? ¿No cabalgarán hacia el norte para sitiarnos de nuevo? —sugerí. En mi opinión, Robin se mostraba demasiado confiado. No me parecía que los famosos guerreros templarios pudieran ser ignorados con tanta facilidad.
—¿Cuántos caballeros templarios crees que hay en Inglaterra en estos momentos, Alan? —preguntó Robin—. ¿Una docena? ¿Veinte, tal vez? Toda su fuerza de combate está en oriente: en Ultramar, en Acre, en Jaffa o en Chipre. Aquí cuentan con pocos caballeros para hacer pesar su fuerza en el campo de batalla. Y si reclutan soldados corrientes de a pie, también yo cuento con plata para reunir a unos cuantos hombres de armas bajo mi estandarte.
También eso era cierto. Y de hecho, Robin ya había empezado a gastar su botín del incienso con ese fin. Además de los veinte hombres a los que había perdonado la vida después de la batalla librada fuera de los muros de Kirkton, Robin trajo de Gales, como refuerzo, a un contingente de cincuenta arqueros expertos. El padre Tuck, que en tiempos había sido un excelente arquero, había negociado con aquellos hombres su ingreso en la hueste de Robin bajo la bandera del lobo. También había sesenta nuevos jinetes reclutados en las tierras vecinas, a los que estaba entrenando en los prados de un verde lujurioso que rodeaban el castillo. Kirkton estaba de nuevo repleto de soldados, y pensé que tal vez Robin tenía razón y los templarios no podrían hacer otra cosa que lanzar impotentes amenazas espirituales.
Pero me equivocaba.
D
esde las almenas del sector meridional de la muralla, pude ver cómo se aproximaba al castillo de Kirkton la columna armada, esforzándose por el empinado camino embarrado que sube desde el fondo del valle del río. Había subido a mirar los riscos mojados por la llovizna, a aspirar el aire fresco y a intentar encontrar una rima para «damisela». La columna avanzaba despacio, sus banderas rojo y oro colgaban flácidas sobre una docena de jinetes empapados, y los rayos de luz acuosa del sol invernal que perforaban aquí y allá la capa de nubes grises arrancaban destellos de las cotas de malla y las puntas de las lanzas. Por encima del golpeteo de cascos y del rumor del trueno lejano, oí el ludir amortiguado del metal de las armaduras. Pero aquellos hombres con sus capuchas chorreantes y sus cuerpos encogidos por el cansancio no venían a presentar batalla. Su aproximación era demasiado lenta, demasiado abierta para que fueran otra cosa que visitantes pacíficos de alguna clase; y, por supuesto, también eran demasiado pocos.
A pesar de sus ropas empapadas, vi que viajaban con ciertas comodidades: sus caballos estaban lustrosos y bien alimentados, y sus capas de lana empapada de lluvia eran de la mejor calidad: era evidente que se trataba del séquito de algún noble o cortesano adinerado. Sin embargo, era una estación poco adecuada para la intemperie; durante el frío y riguroso mes de enero, eran muchos los caballeros que preferían quedarse en casa y disfrutar de un fuego bien alimentado, antes que aventurarse a afrontar los elementos. Quienquiera que fuese el que había emprendido aquel viaje, tenía asuntos urgentes que tratar con nosotros.
Cuando los jinetes empapados y salpicados de barro llegaron ante las puertas cerradas del castillo de Kirkton, y anunciaron formalmente su presencia con un toque de trompeta, me asombró reconocer a mi viejo amigo y en tiempos mentor musical Bernard de Sézanne a la cabeza de la columna. Bernard era la última persona a la que esperaba ver desafiando el frío para visitar a unos amigos. Odiaba estar lejos de una despensa bien provista, de una o dos mujeres jóvenes y cariñosas y de un hogar caldeado.
La Navidad había llegado unas semanas atrás, y celebramos las fiestas de una forma pasablemente buena en Kirkton, con mucha comida y bebida, canciones y risas. Yo había cumplido mi promesa con el joven Thomas, y le había dado varias lecciones sobre el uso de la espada. Tenía talento, y yo estaba convencido de que algún día sería un espadachín temible, pero todavía era demasiado pequeño y débil para manejar el arma con la técnica precisa; con todo, era rápido, muy rápido. Él, por su parte, me enseñó cómo había derribado al chico mucho más alto que él, y me explicó sus ideas acerca de la forma de luchar:
—Intento utilizar la fuerza del adversario en su contra —me dijo en tono grave.
Luego me demostró cómo, con rapidez y una utilización adecuada del efecto palanca, aprovechaba el impulso de su oponente para derrotarlo. Cuando ensayamos, consiguió mandarme de espaldas al suelo un par de veces, antes de que yo decidiera que mi dignidad ya había sufrido bastante por un día a manos de un chiquillo arrogante.
El tiempo fue apacible durante el período de la Navidad, pero ahora pasábamos una racha de frío intenso, con días cortos y grises y pocas distracciones para alegrar el alma, y con la perspectiva de la primavera a varios meses de distancia. En Kirkton, además, se palpaba una inquietud especial. Habían ocurrido cosas extrañas en la región; cosas que los campesinos del lugar atribuían, como siempre, a brujería: había nacido un ternero con dos cabezas, un viejo se había ahogado en su propio pozo, y se habían visto luces extrañas en el cielo nocturno. En las tabernas de Locksley y de las aldeas vecinas, se susurraba que la
hag
de Hallamshire, una especie de bruja aterradora y espectral, envuelta en ropajes negros y con un rostro horrible de pesadilla, había vuelto a la región. Se decía que robaba niños y los sacrificaba al diablo, para luego revolcarse en su sangre. Varios villanos de Locksley aseguraban haberla visto, cuando volvían de la taberna hacia la medianoche, en lo alto de los riscos, gritando maldiciones a la luna en una lengua extraña. Yo no habría dado importancia a ese tipo de historias de borrachos sobreexcitados por el alcohol, de no ser por un extraño mensaje que me transmitió Elise, la adivina normanda.
Elise había recibido muchos elogios por el papel que desempeñó en la victoria sobre los hombres de Ralph Murdac, y Robin le había regalado una yegua gris y una bolsa de monedas de plata como recompensa por haber difundido el pánico con tanto éxito entre las tropas sitiadoras. Ahora, a pesar de sus costumbres extrañas y en ocasiones alarmantes, era una persona popular en el castillo: no solo por la ayuda que nos había prestado contra Murdac, sino también por su extraña habilidad para curar: varios hombres y mujeres de Kirkton debían sus vidas al conocimiento que tenía de las hierbas medicinales. Por consejo de Robin, había ido a visitar a otra famosa curandera, adivina y, según algunos, bruja, llamada Brigid, una antigua amiga de Robin y, debo admitirlo, también mía.
Años atrás, Brigid, que vivía apartada en una pequeña cabaña en las profundidades del bosque de Sherwood, más de cuarenta y cinco kilómetros al sur de Kirkton, me había curado el brazo de la mordedura de un lobo; todavía tengo las cicatrices, una hilera de marcas rosadas en el brazo derecho. Cuando Elise anunció que tenía intención de ir a visitar a Brigid, le di una pequeña bolsa con pieles secas de naranja para que se lo llevara como regalo mío. Las pieles endurecidas y oscuras de aquella fruta habían viajado conmigo desde España, donde las compré a un médico árabe al que consulté sobre una tos incómoda acompañada de cantidades considerables de mucosidad. Aquel hombre me dijo que si sumergía la piel seca en agua hirviendo y añadía un poco de miel, podría fabricar un jarabe suavizante que calmaría mis males. Para ser sincero, no me molesté en preparar el bebedizo, y mi resfriado se curó solo, pero conservé la pequeña bolsa de piel en las alforjas de mi silla de montar durante muchos meses. Se me ocurrió que Brigid encontraría aquel remedio interesante y útil desde el punto de vista medicinal.
Elise estuvo fuera un mes durante la época de la Navidad, y cuando volvió me llevó aparte, a un rincón de la gran sala y, después de saludarme en nombre de Brigid y darme las gracias por mi regalo, me dio algunas noticias inquietantes.
—Mi hermana y colega te agradece el regalo, y te pide que estés alerta —dijo Elise—. Ha consultado las runas, y me ha dicho que debes evitar a toda costa a una mujer fea vestida de negro que te quiere mal.
—¿Es esa otra tontería sobre la
hag
? —pregunté, un poco alarmado a pesar de mí mismo.
—No lo sé —me aseguró Elise—. Pero mi hermana es adivina, y, si estuviera en tu lugar, yo no tomaría su advertencia a la ligera.
Muy bien, pensé. Muy bien. Me cuidaré de una mujer de negro. Evitaré a la
hag
de Hallamshire. Me dije a mí mismo que las brujas no me daban miedo. Bueno, sólo un poco.
—¿Vas a dejarnos entrar de una vez, o esperas que muramos congelados aquí fuera? —gritó Bernard hacia las almenas de madera. Yo puse punto final a mis ensueños, y corrí a dar a los guardias de la puerta la señal de retirar los gruesos troncos que atrancaban el portón para dar paso a mi amigo; luego bajé a la carrera las escaleras, y fui a recibir a mi viejo maestro de música que entraba ya al trote en el patio.
La nariz de Bernard estaba azul y roja, a juego con los colores de sus ricos ropajes. Mientras le ayudaba a apearse de su montura, se quejó de ser un viejo; se movía despacio, muy tieso, con muchos gruñidos y suspiros.
—Dame de beber, Alan, algo de beber… y deprisa, por el amor de Dios. Vendería mi alma por un sorbo de vino.
Lo acompañé a la sala, dejando que la guardia se hiciera cargo de los caballos y los mesnaderos de su escolta, y lo invité a sentarse en un banco junto a la gran chimenea que ardía todo el día en cualquier época del año, mientras encargaba a un sirviente que trajera vino caliente y especiado para los dos.
—Bienvenido al castillo de Kirkton, Bernard —dije—. ¿Qué te trae a este lugar en medio de nuestro hosco clima del Yorkshire?
Bernard agitó una mano lánguida delante de mi cara.
—Shhh, shhh, muchacho, ahora no, ahora no. Deja que antes caliente un poco mis viejos huesos fatigados.
Bernard tendría tal vez treinta y cinco años, pero le gustaba dramatizar y se divertía simulando ser un vetusto abuelo, víctima de la gota y del reuma cada vez que soplaba un poco de viento frío.
Por suerte, el sirviente volvió al poco rato con una jarra de vino caliente. Después de beber dos reconfortantes copas llenas hasta el borde, Bernard condescendió por fin.
—Aaah, esto está mejor —dijo, al tiempo que me alargaba su copa para que la volviera a llenar—. Alan, eres un magnífico anfitrión, un hombre que sabe cuándo guardar silencio y limitarse a escanciar el vino. Siento que la vida vuelve a mis miembros congelados. —Me miró con más atención—. ¿Cómo va tu música estos días? ¿Estás componiendo algo?
No tuve oportunidad de contestar, porque siguió diciendo:
—He oído comentarios sobre ti, Alan, en mis correrías por el mundo. Buenos comentarios, casi siempre. Incluso escuché a alguien que intentó interpretar uno de tus
tensós
el otro día, aquel del debate entre el rey Arturo y el ratón de campo. —Tarareó unos compases de mi música—. El muy bobo hizo un estropicio, como era de esperar, y tuve que enseñarle cómo tocarlo. Pero es bueno que la gente interprete tus obras. Estoy orgulloso de ti, Alan. Haces muy feliz a un viejo cansado.
—Déjate de cuentos conmigo, Bernard. Vamos, suelta tus noticias. ¿Qué es lo que te trae aquí?
—Malas noticias, Alan. Muy malas. Las peores posibles. Me ha enviado mi real dama, la reina Leonor de Aquitania, así Dios le dé mil años más de vida, con una invitación para tu señor y tu señora: quiere que se reúnan con ella en Westminster. Me ha enviado a este desierto helado en tu busca, sin consideración por el daño que el frío puede causar en mis viejos huesos. Pero he de entregar mi mensaje al gran hombre en persona. ¿Dónde está el noble conde de Locksley?
Miró a uno y otro lado de la sala de manera cómica, haciendo pantalla con una mano como si Robin estuviera oculto como un ratero en algún rincón oscuro.
—Ha salido a cazar. Pronto estará de vuelta. ¿Y cuáles son esas terribles noticias? —dije, impaciente.
—Las sabrás a su debido tiempo. Sin duda su señoría el conde te lo contará todo. Pero me las reservaré hasta su regreso. Dame un poco más de vino, te lo ruego.
Y de forma irritante, se negó a decir una sola palabra sobre el tema hasta el regreso de Robin una hora más tarde, mojado, feliz y cansado, con un par de ciervos jóvenes colgados de su silla de montar, mientras el día gris invernal se deslizaba de forma imperceptible hacia la oscuridad de la noche.
Cuando Robin se hubo lavado y refrescado con una copa de vino y algo de comida, llamó a Bernard, que se acercó a su sitial de madera tallada al fondo de la sala para darle las noticias.
—Vengo de parte de la reina Leonor, la estimada madre de nuestro buen rey Ricardo —empezó mi antiguo maestro de música—, con noticias de la peor, de la más grave especie, mi señor.
Robin asintió e hizo un gesto impaciente, moviendo en círculo muñeca y mano, para urgir al
trouvère
francés a entrar en materia.
—La calamidad nos golpea —siguió diciendo Bernard, mientras el ceño de Robin se ahondaba más y más—, el desastre ha caído sobre nosotros —declamó, e hizo una pausa.
—¡Sí, sí, calamidad, desastre, noticias de la peor especie! Lo he captado. ¡Adelante, hombre! —espetó Robin, con una sequedad inusual en él.