—Alan, quizá si pudiéramos hablar…
Pero no hubo tiempo para más palabras. El barco negro saltó adelante movido por la fuerza de sus remeros, y fue a topar con el costado de nuestro bote, que a punto estuvo de zozobrar. Volaron por el aire los ganchos de abordaje, mordieron en la borda de nuestro esquife, fueron tensados y aguantaron el tirón. Barba gris no perdió el tiempo; saltó desde su proa, apuntando con su espada a mi cabeza. Aterrizó con estruendo en el asiento de popa del bote de Perkin, y lanzó una estocada; yo me agaché justo a tiempo, mientras la hoja de acero pasaba silbando por encima de mi cabeza desprotegida. Di un paso adelante; mientras él trataba de recuperar el equilibrio después del salto, y le asesté un golpe circular de costado desde la izquierda, de modo que la punta triangular de la misericordia penetró profundamente por entre sus costillas hasta perforar el pulmón. Aulló de dolor, y yo acompañé el primer golpe con otro en la cara con la empuñadura de mi espada, que le aplastó labios y dientes. Dejó caer su espada y cayó hacia atrás a su propio barco con un grito de rabia, escupiendo sangre, pero no tuve tiempo de ver qué pasaba con él después. Una lanza se proyectó con fuerza contra mi cara y yo me agaché hacia un lado, dejando pasar la punta por encima de mi hombro, y golpeé de arriba abajo con mi espada el brazo del lancero, de modo que desgajé el miembro en dos a la altura del codo.
A mi lado, Tuck hacía el vacío a su alrededor con grandes golpes circulares de la pesada cruz. El travesaño alcanzó a uno de los piratas en la sien, le aplastó el ojo y lo mandó al río con un grito agudo, casi de pájaro. Otro hombre saltó desde el barco negro blandiendo un hacha de doble cabeza. Tuck paró el golpe del hacha con el travesaño de su cruz, pero la hoja partió por la mitad la dura y vieja madera, y dejó al veterano monje simplemente con un bastón grueso en las manos. Yo salté adelante, agachado para evitar el voleo salvaje del hacha, y le rebané el cuello con mi espada, pero con tan mala fortuna que cayó sobre mí al morir, y me derribó al suelo del bote. Empujé a un lado su cuerpo ensangrentado, pero nuestras piernas habían quedado enlazadas, y vi con horror que más enemigos saltaban a bordo y rodeaban a Marian y a Hugh en el otro extremo del bote.
Pude ver cómo Perkin atizaba a un asaltante en el hombro con su remo, y luego soltarlo, sacar su daga y hundirla en el vientre de otro hombre, pero un garrote enarbolado por un pirata le alcanzó en la nuca y se derrumbó de inmediato, doblando las piernas, en el fondo del bote. Marian estaba rodeada por un círculo de hombres. Un individuo de barba larga la golpeó con fuerza en la sien con su puño revestido de acero, haciéndola caer de rodillas sin sentido, y vi que el pequeño Hugh era izado, lloroso y pataleando, por encima de la refriega, pasado luego sobre las cabezas de los hombres colocados en círculo alrededor de Ysmay, y llevado en volandas hasta el barco negro. Lancé una maldición, luché por ponerme en pie y me lancé de nuevo a la lucha, pero mi espada se vio frenada por un asaltante alto de largos mostachos, y mientras yo fintaba y tajaba desesperadamente, él daba pruebas de una pericia poco común al parar mis estocadas, me di cuenta de que el resto de los piratas abandonaban el bote, muchos de ellos señalados y sangrando; soltaron los ganchos de abordaje y saltaron a la cubierta de su propio barco. Finté abajo hacia la ingle del hombre del mostacho con mi espada, avancé un paso, tracé un círculo completo alrededor de su guardia y asesté la misericordia en su oído izquierdo, de través, en un golpe duro que alcanzó el cerebro. Los únicos piratas que quedaban a bordo de nuestro pequeño bote eran ahora cadáveres.
Cinco metros de agua parda nos separaban ya del barco negro, que se alejaba con rapidez, mientras nuestros enemigos se burlaban y agitaban sus armas contra nosotros. Me agaché para evitar una lanza esgrimida contra mi cabeza. Cuando me erguí de nuevo, vi que era la única persona que aún se mantenía de pie en nuestro bote. Perkin estaba inconsciente, tendido en un charco de sangre en los imbornales; Ysmay, la nodriza, estaba muerta, acuchillada cuando intentaba proteger al niño; su pequeña mano cortada había quedado sobre el banco de los remos en un charco de sangre negra, como un delicado cangrejo blanco. Marian estaba caída en la proa, pero por el movimiento de su pecho vi que aún respiraba, Dios sea loado. Tuck había recibido un tajo en el brazo, que había cortado los grandes músculos que se encuentran allí. Sólo yo estaba ileso.
Seguí con la mirada el barco negro que se alejaba con rapidez, y levanté mi espada empapada en sangre, señalando amenazador en su dirección, y recé en silencio porque Dios me permitiera algún día tomarme la venganza sobre ellos. En respuesta, uno de los piratas levantó un pequeño bulto de cabellos negros que gritaba furioso y pataleaba el aire con sus robustas piernecitas. Vi con toda claridad los zapatos azules de piel de cabrito de sus pies. Era Hugh. Yo era el responsable de la pérdida del hijo único de mi señora, heredero del condado de Locksley.
Y entonces una idea percutió en mi mente con la fuerza de la coz de una mula furiosa: yo y sólo yo tendría que dar la noticia a Robin.
—¿D
ices que lo sientes? ¡¿Que lo sientes?! ¡Te llevaste a mi mujer y a mi hijo a una excursión infantil, lejos de la seguridad de Westminster Hall y de nuestros hombres, sin protección de ninguna clase, sin un solo hombre de armas! —La voz de Robin era un látigo helado—. Y ahora mi mujer está sin sentido por un golpe, su nodriza muerta y mi hijo secuestrado. Y tú vienes aquí a decirme que lo sientes.
Los ojos de Robin relucían como un cuchillo alzado en la oscuridad. Me pregunté si me iba a matar en el acto o si meditaba torturas terribles para prolongar mi agonía.
—No había sitio para más gente en el bote —murmuré—. Pensé que no corríamos peligro. Nadie sabía adónde íbamos…
No pude seguir defendiéndome. Miré a Robin, su rostro pálido y sin expresión y sus ojos llameantes, y no supe encontrar más palabras. No había excusa; mía era toda la culpa por la pérdida de Hugh, y yo sólo podía esperar que mi muerte fuera rápida.
—¿Nadie sabía adónde ibais? La mitad de Westminster estaba enterada de vuestra excursión; cuando hablaste con el obispo de Londres, era como si pusieras por escrito el itinerario y lo clavaras en las puertas de la abadía…
Robin hizo una pausa y tragó una gran bocanada de aire:
—Sólo… sólo te pido que te vayas. ¡Largo! No quiero ponerte la vista encima.
Dio media vuelta, frotándose las cejas con la base de la palma de las manos.
Esbocé una rápida reverencia y retrocedí a toda prisa, mientras el alivio invadía mi corazón. Por lo menos seguía vivo…, de momento.
Tuck se mostró comprensivo cuando le conté cómo había sido abroncado en público por mi señor.
—Ha sido voluntad de Dios, desde luego; siempre es la voluntad de Dios —dijo mi obeso y viejo amigo mientras yo le ayudaba a vendarse el brazo herido en la enfermería de la abadía de Westminster—. En cierto sentido, podrías decir que no ha sido culpa tuya en absoluto…, aunque no te recomiendo que se lo digas así a Robin en estos momentos. Dios quería que el pequeño Hugh fuera capturado, porque de otro modo Él no habría permitido que sucediera. Es así de sencillo. Y Él ha querido que yo recibiera esta herida, porque de otro modo no habría ocurrido.
Envidié la profunda fe de Tuck; siempre mantenía la serenidad, ponía toda su confianza en el Señor y dejaba que el mundo fuera allá donde Dios deseaba. No es que fuera una persona pasiva; siempre hacía y decía lo que creía justo, sin miedo, pero no se perturbaba lo más mínimo cuando las cosas se ponían en su contra, o cuando algún otro sufría un revés. Estaba totalmente convencido de la existencia de un plan divino, y aunque no sabía qué papel le tocaba desempeñar a él en ese plan, se sentía satisfecho al abandonarse a la voluntad del Todopoderoso.
Mi propia fe se había sentido conmovida por la carnicería inútil que había presenciado en Tierra Santa, por la muerte de hombres buenos sin buenas razones. No podía creer que un Dios misericordioso permitiera que sucedieran aquellas cosas tan horribles. Pero sucedieron. Y mientras Tuck decía que todo formaba parte de un plan, yo me preguntaba a veces, en lo más profundo de mi corazón, y sin duda me condenaré por haber consentido esos pensamientos, si de verdad Dios se interesaba mucho por el destino de la humanidad. Puede que sea el diablo quien gobierna el mundo, y Dios es incapaz, o demasiado indiferente, para poner freno a sus obras.
No hace falta decir que no expresé esos pensamientos heréticos delante de Tuck. Me limité a pedirle que me oyera en confesión, para recibir así el consuelo que sólo puede proporcionar un ritual bien consolidado. Fuimos a la iglesia de Saint Peter de la abadía y, arrodillado delante de él sobre el frío suelo de piedra, le hablé de todas las personas a las que había dado muerte en Ultramar, a sangre fría o en caliente; y del mal que había visto hacer, y de las cosas malas que yo mismo había hecho. Le hablé, postrado de rodillas y suplicando humildemente a Dios que me perdonara, de un muchacho que tenía a mi servicio al que maté, y por qué lo hice; de una hermosa esclava árabe a la que creí amar, y con la que cometí muchos pecados carnales. Se llamaba Nur y era la muchacha más hermosa que jamás había visto. Pero mi enemigo, un hombre malvado de nombre Malbête, la raptó y, para castigarme, le cortó la nariz, los labios y las orejas, y arruinó para siempre su maravillosa belleza. Pero tal vez mi pecado fue mayor que el de Malbête, porque dije a Nur que la amaba, y le prometí que la amaría siempre y la protegería; y sin embargo, sin embargo… Todavía me cuesta admitirlo: cuando Malbête la despojó de su belleza, me di cuenta de que ya no la amaba, de que jamás podría volver a amarla como había prometido. Y así, ella me dejó, apartó de mí su pobre rostro desfigurado y fue a esconderse del mundo, llena de vergüenza.
Luego le hablé a Tuck de un hombre bueno, un noble, un amigo al que vi caer acuchillado por unos ladrones…, y al que nunca vengué: nunca castigué a su asesino. Porque el asesino de ese hombre bueno había sido Robin, mi señor.
Y Tuck me absolvió de todos esos pecados, librando mi corazón de un peso terrible, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
♦ ♦ ♦
Al día siguiente, al atardecer, Robin nos convocó a Tuck y a mí a una cámara privada adyacente a Westminster Hall. Aunque se mostró frío conmigo, me pareció que había conseguido apagar su furia del día anterior. No nos recibió solo: la reina Leonor de Aquitania estaba sentada en un rincón de la sala, en un gran trono, y a su lado el leal arzobispo de Ruán, Walter de Coutances, en un sitial algo más pequeño. Había dos clérigos más en la habitación, los rostros en sombra, vestidos con los hábitos blancos de los monjes cistercienses, de pie y en silencio junto a la pared más alejada, y un puñado de sirvientes y secretarios que se afanaban de un lado a otro con rollos de pergaminos.
Robin fue directamente al asunto.
—Estos dos caballeros son los abades de los grandes monasterios cistercienses de Boxley y Robertsbridge; son hombres de Dios, hombres de paz y no de guerra —dijo, mirándonos directamente a Tuck y a mí—. La reina les ha elegido para que viajen a Alemania en busca del rey Ricardo, y traten de entrar en contacto con él. El padre Tuck debía acompañarles en ese difícil y posiblemente peligroso viaje, en el papel de representante mío y también para ofrecerles alguna clase de protección física contra vagabundos, proscritos, salteadores de caminos y gente parecida.
Robin dijo aquellas palabras con una seriedad perfecta. Pocos años antes, dos pacíficos abades habrían sido exactamente la clase de viajeros que él habría asaltado de haber sido lo bastante imprudentes de aventurarse en el bosque de Sherwood. Oí a la reina Leonor reprimir una risita divertida al oír las palabras de Robin. Yo guardé un silencio prudente.
—Puesto que el padre Tuck está herido —siguió diciendo Robin, dirigiéndose a mí en tono severo—, y dado que tú eres el responsable de sus heridas, se ha decidido que dentro de tres días acompañes a estos venerables abades a Alemania, y que cuides de que no les ocurra ningún daño. —Me miró con sus ojos fríos de un gris plateado—. Hablo mortalmente en serio, Alan: esta misión es de la mayor importancia para el reino. No debes correr ningún riesgo innecesario con las vidas de estos hombres santos.
Admito que quedé sorprendido. Había esperado alguna clase de castigo, pero al parecer, en lugar de castigarme me enviaban a una delicada misión. Me sentí excitado, y en cierta forma halagado. Era una aventura: cruzaría medio mundo en busca de mi rey. Procuré no mostrar mi alegría al acercarme a los dos abades y besar con solemnidad los anillos de sus manos, como respetuoso saludo.
Formaban una pareja austera, los dos altos y flacos, de cabellos grises y con un círculo perfectamente afeitado en la coronilla, la tonsura clerical. Además, eran tan parecidos en el físico, el hábito y la actitud, que al principio les tomé por hermanos. No lo eran, claro está, pero en las semanas que pasé en su compañía, a veces me parecieron tan indistinguibles como dos gemelos.
Cuando me disponía a salir, la reina se dirigió a mí.
—Cuando encuentres a mi hijo —dijo, con su acento altivo y su ligero ceceo—, y te habrás dado cuenta de que no he dicho «si».
Cuando
encuentres a mi hijo Ricardo, dile que en Inglaterra haremos todo lo que esté en nuestras manos para conseguir su rápida liberación. No ha de desesperar; dile que ponga su confianza en Dios, y… que su madre no le fallará en esta hora de necesidad.
Era posiblemente la mayor dama de la cristiandad; durante su larga vida había reinado sobre territorios que se extendían desde los montes Peninos hasta los Pirineos; se había casado con los dos monarcas cristianos más poderosos, los reyes de Inglaterra y de Francia, y controlaba el destino de millones de súbditos, pero en aquel momento vi en ella lo que realmente era: una madre cuyo hijo amado se encontraba a merced de sus enemigos.
Pasé casi todo el día siguiente con Robin y Tuck, examinando mapas muy toscos y antiguos de los ríos de Alemania, Austria y el Sacro Imperio romano, y discutiendo un montón de planes y alternativas a esos planes. Los dos abades se reunieron con nosotros para conocer algunos pormenores, pero al parecer desconocían la zona por la que íbamos a viajar y estaban convencidos de que yo iba a ser su guía. Se sentían felices, por lo visto, poniendo su confianza en mí, a pesar de que yo nunca había estado antes en aquellos lugares ni me eran más familiares que las montañas de la Luna; y si yo les fallaba, confiaban en un poder superior.