Como siempre que veía las facciones de Ralph Murdac, sentí una descarga de odio en mis entrañas. Pero aquel día la sensación fue especialmente intensa, y por un instante me preocupó que me buscara mi desgracia vomitando la bilis que me ahogaba en el limpio suelo de losas grises. De alguna forma, conseguí aquietar mi estómago y observé cuidadosamente a mi enemigo. Aparte del vistazo a la luz de la fogata en el exterior del castillo de Kirkton, el día que crucé su campamento, yo no había tenido la desgracia de contemplar sus odiosas facciones desde hacía varios años. Estaba recién afeitado y con la cabeza descubierta, con sus cabellos negros bien recortados en forma de bol; era evidente que el barbero le había visitado el mismo día. Sus vestidos eran de fina seda negra, de buen corte, caros y selectos; el rostro era bien parecido, aunque los labios tenían un tono demasiado rojo para mi gusto, y le daban un aire de petulante y aficionado a vicios secretos. Sus ojos de color azul pálido, fríos como el hielo, relucieron cuando se cruzaron con mi mirada. Me asombró una vez más lo mucho que se le parecía el pequeño Hugh, en el aspecto exterior por lo menos; sólo podía rezar porque Hugh no compartiera al crecer su mismo corazón negro. Estaba demasiado lejos de mi posición para que pudiera oler su perfume, y me pregunté si todavía conservaría su afición por aquel repugnante aroma a lavanda que siempre me hacía estornudar.
Luego me di cuenta de algo que hizo saltar un chispazo de alegría dentro de mi corazón: Murdac tenía un hombro en una posición forzada, ligeramente más alto que el otro. Al principio pensé que sólo era su manera de estar sentado, pero luego se giró hacia un lado para susurrar algo al oído de su señor, el príncipe Juan, y entonces entendí qué le ocurría. Estaba herido, llevaba algún tipo de vendaje en la espalda. La flecha de Robin, disparada en la oscuridad de aquella noche de sangre y fuego ante el castillo de Kirkton, no llegó a matarlo, pero desde luego había estropeado su apostura.
Dediqué ahora una amplia sonrisa a Murdac, al cruzarse nuestras miradas, y miré con intención su hombro levantado, al tiempo que le hacía muecas como un mono. Y miré también de reojo a Robin, esperando que se hubiera dado cuenta, pero mi señor había fijado una mirada serena en algún lugar impreciso y tarareaba entre dientes para sí mismo, como si no tuviera la menor preocupación en el mundo. Si las cosas iban mal para Robin, le quedaban pocas horas de espera para sufrir una muerte lenta y horrible. Pero nunca he conocido a un hombre capaz de hacer gala de una calma mayor ante la muerte.
Fue el príncipe Juan el primero en hablar, con su típica falta de oportunidad. Sacudió los rizos rojizos de su cabellera en un gesto imperioso al maestre del Temple, agitó un dedo de su anillada mano derecha y gruñó:
—Bueno, ¿empezamos de una vez? No tengo intención de quedarme aquí todo el día.
El maestre, que había estado parlamentando con uno de sus asistentes y con un secretario que cargaba un montón de rollos de pergamino, levantó la vista, sorprendido al ver usurpada su autoridad en el interior de su propia iglesia.
En su honor hay que decir que se resistió a lo que, a todos los efectos, había sido una orden del rey.
—Dentro de un momento, vuestra alteza —dijo, y sus ojos se estrecharon—. Sólo os suplicamos un poco más de paciencia.
Su tono tuvo un ligerísimo matiz de condescendencia, como si estuviera dirigiéndose a un chiquillo revoltoso.
Vi entonces que Aymeric de Saint Maur se levantaba de su asiento en la parte sur de la iglesia, no lejos de nosotros, y al mismo tiempo me vino a la cabeza una idea. Me volví a Robin y le pregunté:
—¿Dónde está la reina? ¿Dónde está lady Leonor? Sin duda acudirá en tu ayuda, ¿no es así?
Robin se volvió a mirame y sonrió; parecía tan fresco como una brisa de verano. Me contestó casi sin mover los labios, en voz muy baja:
—La reina no puede venir en mi ayuda, Alan. Tiene que mantenerse al margen de este pleito. Necesita la ayuda de los templarios ingleses para liberar a Ricardo, o más bien necesita su plata y su capacidad de obtener crédito. Aquí dependemos de nosotros mismos, Alan. Tú limítate a representar tu papel, y al final todo saldrá bien.
Seguramente mi cara expresó mis dudas, porque me hizo un guiño conspiratorio y murmuró:
—No te preocupes demasiado, Alan. Todo va a ir como la seda. Tuck me asegura que el Todopoderoso tiene un plan infalible; Dios lo tiene todo previsto, al parecer —y me dirigió una sonrisa casi blasfema antes de añadir—: ¿Te has dado cuenta de que Murdac tiene la espalda torcida?
Sólo pude devolverle la sonrisa, complacido con un regocijo poco cristiano en el mal de un enemigo.
El maestre de los templarios se puso ahora en pie, hizo una breve seña a uno de sus sargentos, y entonó una oración coreada por la iglesia entera pidiendo a Dios que la verdad resplandeciera y se hiciera justicia en este día en su casa sagrada y ante sus ojos. Luego el sargento condujo a Robin al centro del presbiterio, y lo colocó de modo que quedara situado frente al maestre, pero donde todos los presentes en aquella iglesia circular pudieran verle con claridad.
Entonces el maestre levantó un grueso rollo de pergamino y leyó en voz alta en latín. Era una carta de su santidad el papa, que llevaba el sello papal, dando validez al tribunal eclesiástico de la Inquisición en la iglesia del Temple de Londres en este día, y nombrando a la persona que debía ser investigada como Robert Odo, conde de Locksley. El documento era largo y aburrido, y hacía referencia a una bula papal conocida como
Ad abolendam
, emitida por el papa Lucio cerca de diez años atrás, en la que urgía a las altas jerarquías de la cristiandad a investigar con diligencia a todos los herejes y a quienes les amparaban y prestaban apoyo, y a llevarlos con rapidez ante la justicia.
Establecida de ese modo su autoridad como inquisidor episcopal, el maestre tomó asiento y dio comienzo la sesión inquisitorial.
—Robert Odo, conde de Locksley, ¿creéis en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en su único Hijo Jesucristo, nuestro Salvador? —preguntó el maestre en francés, clavando en Robin sus ojos inyectados en sangre.
—Creo —dijo Robin gravemente, en la misma lengua. Yo sabía que mentía por su pecadora lengua, pero no había otra respuesta posible.
—¿Y creéis que el verbo de Dios se hizo carne en Jesucristo, y que por su pasión y muerte en la Cruz fue redimido este mundo de pecado?
—Sin la menor duda —dijo Robin, pintada en su rostro una expresión de inocencia cristiana.
—¿Y creéis que el tercer día después de ser crucificado, Él se alzó de nuevo de entre los muertos y ascendió al cielo, y ahora está sentado a la derecha de Dios Padre?
—Absolutamente… El tercer día, a mano derecha, y toda la retahíla —dijo Robin, y sus ojos parecían brillar de convicción.
—¿Y creéis en la Santa Trinidad de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo? ¿Y que María era virgen antes y después del nacimiento de su hijo Jesucristo?
—¡Oh, por el amor de Dios, acabad con todo eso! —sonó la voz áspera del príncipe Juan interrumpiendo el recitado de una fórmula muy conocida y estimada. Aunque el maestre ignoró la interrupción, el color rojo de su tez se acentuó ligeramente.
—Desde luego que sí —dijo Robin, anhelante—. Estoy enteramente seguro de que María era virgen antes
y
después…, sí, ya lo creo.
—¿Y juráis por Dios Todopoderoso, por Jesucristo, por la Virgen María y todos los santos, a riesgo de condenar vuestra alma inmortal si jurareis en falso, que lo que habéis dicho en este día y a esta hora es la verdad?
—Sí, así es, lo juro; lo juro por mi alma inmortal —dijo Robin plenamente entregado, y de alguna forma consiguió parecer sincero hasta un punto imposible.
El maestre pareció un poco confuso por el tono lleno de fervor de Robin. Bajó la vista al rollo de pergamino que sostenía en las manos:
—Estáis acusado de los graves crímenes de herejía, de nigromancia, de adoración al demonio, de blasfemia, de tomar el nombre del Señor en vano…
Robin le interrumpió, atropellando las palabras del maestre:
—… De hurgarme la nariz en domingo, de silbar en la iglesia, de robar caramelos a los niños, de negarme a compartir mis juguetes… Señores, esos cargos son completamente absurdos. Han sido inventados por enemigos que buscan…
Al oír burlarse a Robin de la lista de graves cargos que acababa de leer el maestre, hubo algunas risitas de asombro entre los caballeros laicos sentados alrededor de la iglesia, pero la mayoría de los presentes quedaron demasiado sorprendidos por el giro de los acontecimientos como para siquiera reaccionar.
El maestre no fue uno de ellos.
—¡Silencio! —rugió, furioso por el hecho de que alguien tuviera la temeridad de interrumpirlo. Sus mejillas encendidas mostraban un peligroso color púrpura—. Sois un insolente, señor. No hablaréis a menos que se os haga una pregunta directa; si me interrumpís de nuevo, seréis amordazado.
Robin no dijo nada; dejó escapar un largo suspiro, y fijó la mirada en el espacio por encima de la cabeza del maestre, con una ligera sonrisa. Su expresión era de nuevo de una serenidad beatífica. Justo en ese momento, con la iglesia en silencio después de la amenaza del maestre, Tuck soltó un poderoso eructo, un trompeteo resonante que duró varios segundos y despertó ecos en todo el edificio.
—¡Silencio! —aulló el maestre. Me di cuenta de que el tono púrpura de su rostro se oscurecía, y de que una vena parecía a punto de reventar en su frente—. ¿Quién ha hecho eso? ¡Exijo saber quién ha hecho ese repugnante ruido!
—Perdonadme, maestre —dijo Tuck—. Me temo que bebí demasiada cerveza con la cena de anoche. —Y de nuevo dejó escapar un enorme eructo atronador—. Os pido humildemente perdón.
Por lo menos la mitad de las personas presentes en la iglesia reían ahora. Y la faz del maestre se había oscurecido todavía un poco más.
—Si oigo un solo… sonido… inapropiado más, de cualquier clase…, de cualquiera de los presentes, haré que el responsable sea sacado fuera de este tribunal, atado, esposado y arrojado a la cripta.
Era evidente que el maestre tenía intención de hacer lo que decía: su cara tenía aún el color de una berenjena pero, pasado un rato, se calmó lo bastante para reanudar la lectura de los cargos contenidos en el pergamino. La lista era larga, pero en su mayor parte consistía en variaciones sobre el mismo tema: que Robin era un hereje, un impío negador de Cristo, un adorador de los demonios que conjuraba a espíritus malvados venidos de las profundidades del averno. Cuando el maestre hubo terminado de leer, fijó una mirada dura en Robin y anunció en tono solemne:
—Conde de Locksley, éstas son las acusaciones que pesan contra vos. ¿Qué respuesta dais a los cargos?
—Todo es mentira —dijo Robin con sencillez, con una voz tranquila y razonable que llegó a todos los rincones de la iglesia—. Son mentiras inventadas por enemigos que desean mi ruina. Niego todos esos cargos. Todos, uno por uno.
El maestre mantuvo la mirada fija en él durante unos momentos, como si esperara que dijera algo más. Luego asintió, y, mirando a los presentes, sentenció:
—Escucharemos entonces los testimonios contra vos.
Escoltado hasta su asiento por el sargento templario, mi señor de Locksley volvió a colocarse a mi lado, estiró sus largas piernas y se recostó en el muro, completamente relajado.
Ralph Murdac fue el siguiente en dirigirse al centro de la iglesia. Se adelantó caminando con toda la dignidad posible, habida cuenta de que su hombro izquierdo estaba levantado casi hasta rozar su oreja, quedó de pie frente al maestre y sus dos asistentes, y prestó juramento sagrado de decir la verdad y sólo la verdad en ese día delante del tribunal.
—Este hombre —dijo Murdac, apuntando con un dedo acusador en dirección a Robin—, Robert Odo, el así llamado conde de Locksley, está tan infectado de herejía, de pecado y de blasfemia de la peor especie que deshonra esta misma iglesia con su presencia.
Yo había medio olvidado su tono rastrero y rasposo, pero el cabello de mi nuca se erizó al oírle hablar de mi señor en esos términos.
—Bien hablado, sí señor. Muy cierto, muy cierto —graznó el príncipe Juan desde su asiento almohadillado.
El maestre fijó en él sus ojos inyectados en sangre:
—Mi señor príncipe, permitidme que os ruegue que os guardéis vuestra opinión hasta que hayamos oído las pruebas.
No hubo ninguna mención a atarlo, esposarlo y arrojarlo preso en la cripta, pero estaba claro que el maestre seguía decidido a no ceder autoridad en su propia casa. El príncipe Juan se limitó a gruñir, y alzó levemente su lánguida mano para indicar que sir Ralph Murdac podía continuar.
Murdac hizo una media reverencia y siguió devanando el hilo de su historia.
—Cuando era un proscrito, repudiado por todas las personas decentes y respetuosas de la Ley, y vivía en estado salvaje en los bosques como un animal, Robert Odo era conocido por practicar los actos diabólicos más horribles, según los preceptos de una religión falsa, que llegaron hasta el sacrificio de vidas humanas a un demonio selvático sediento de sangre. Desde que se le ha permitido neciamente volver a integrarse en la sociedad cristiana, sus tierras tienen fama de ser un nido de brujas y hechiceros, de súcubos, íncubos y criaturas malvadas infrahumanas surgidas de las profundidades del infierno. Preguntad a cualquier hombre bueno del área de Kirkton, o de Locksley, o del propio Sheffield, y os confirmará que el diablo y sus secuaces recorren el país en las noches oscuras, en forma de hombres salvajes con cabeza de caballo que vomitan fuego, y que pueden convertir a un hombre en piedra con una mirada. Se ha visto merodear por la zona con mucha frecuencia a una bruja local, la
hag
de Hallamshire, una vieja horriblemente deforme que roba bebés cristianos y los sacrifica a sus artes mágicas…
—Sí, sí —dijo el maestre, impaciente—, hay rumores de brujería en toda Inglaterra. Pero a este hombre se le culpa de herejía. ¿Tenéis alguna prueba concreta de que sea un hereje?
—He visto a esos caballos-demonios, convocados sin duda por los encantamientos de Locksley, con mis propios ojos —dijo Murdac, orgulloso—. Vi a esas criaturas diabólicas cabalgar a la batalla, en compañía del preso que ahora se encuentra ante nosotros.