Le tendí las cartas dirigidas a ella (ya había despachado a Hanno para que se hiciera cargo del resto), y esperé pacientemente mientras ella las leía, dando de tanto en tanto un sorbo al vino de mi copa de madera engastada en plata y admirando los tapices bordados con hilo de oro que colgaban de los muros de la estancia. La reina no estaba sola, por supuesto. Walter de Coutances, arzobispo de Ruán y el consejero más leal de la reina, también se encontraba allí. Parecía incapaz apenas de refrenar su impaciencia mientras ella leía las cartas, y casi se las arrebataba de las manos en cuanto ella acababa de leerlas, y devoraba su contenido como un hombre hambriento engulle un plato de comida.
—Lo has hecho muy bien, Alan —dijo la reina con una sonrisa—. Y te estoy sumamente agradecida. Todos lo estamos. El servicio que nos has prestado no caerá en el olvido cuando acabe este asunto.
Empecé a murmurar algo acerca de que no buscaba ninguna recompensa, porque el honor de servir a mi rey era ya recompensa suficiente en sí misma, pero el arzobispo me interrumpió de forma brusca.
—Parece que Boxley y Robertsbridge controlan la situación. Dicen que se pegarán como la cola de carpintero al rey hasta que hayamos reunido el rescate —dijo a la reina, ignorándome a mí por completo—. Pero va a ser caro, muy caro…
—La Iglesia de Inglaterra tendrá que participar activamente en la recogida del dinero —dijo la reina, que clavó en el arzobispo una mirada significativa—. Probablemente tendremos que requisar las bandejas de oro y plata de todas las parroquias del país. Y Boxley sugiere que tomemos también parte de la lana de los cistercienses… Eso nos proporcionará una bonita suma.
—Sí, probablemente —dijo Coutances—. Pero la nobleza también habrá de pagar su parte, aunque mucho me temo que eso no va a bastar. —Sacudió con pesar la cabeza—. Una parte de la carga también habrá de recaer sobre el pueblo llano. Reclamaré un tributo general de un cuarto del valor de toda propiedad mueble. Tendremos que reunir toda la plata…, la cantidad será muy considerable, en un lugar central. Aquí, en la cripta de la abadía, tal vez, o en Saint Paul, en Londres…
De pronto, el arzobispo recordó mi presencia y me miró ceñudo.
—Tal vez, mi señora, podríamos discutir esos detalles en privado… —dijo, e inclinó la cabeza en mi dirección.
—Alan, ¿nos excusas, por favor? —me dijo la reina con una sonrisa encantadora.
Hice una profunda referencia y me retiré, dejando al anciano y a la reina enfrascados en sus deliberaciones.
♦ ♦ ♦
No tenía ningún deseo de quedarme en Westminster. Me horrorizaba tropezar con Marian, que según me contaron no había seguido a Robin a su exilio de los bosques, sino que se había quedado bajo la protección de la reina Leonor, a salvo y con todas las comodidades de la vida en la corte. Después del modo en que traicioné a su amado esposo en la inquisición de la iglesia del Temple, sabía que no iba a poder enfrentarme a su mirada acusadora, en caso de encontrarnos.
Me hizo feliz, en cambio, reencontrarme con mi caballo gris,
Fantasma
, que había engordado de forma alarmante en los establos de palacio mientras yo estaba en Alemania, y que se había recuperado por completo de su casco agrietado. Fue feliz al verme, y resopló y relinchó de placer cuando le llevé una cena especial de papilla de avena caliente esa noche, y me tomé mi tiempo en almohazarlo, prometiéndome sacarlo al día siguiente para un largo galope.
Mientras estaba ocupado con mi amigo, creo que estaba trenzando su cola como si fuera un mozo de establo, oí una voz familiar que me llamaba por mi nombre y me deseaba la paz de Dios, y al volverme me encontré con un hombre delgado, de estatura mediana y aspecto atlético, de cabellos espesos de un color gris acerado y ojos de un tono verde turbio.
Era sir Nicholas de Scras, un viejo amigo y estimado camarada de Tierra Santa, que me había cuidado cuando enfermé de fiebres en Acre. Pero aunque su rostro me resultaba maravillosamente familiar, una cosa de sir Nicholas era diferente: su sobreveste. Cuando lo conocí en Ultramar, sir Nicholas era un hospitalario, un miembro de la orden religiosa y caballeresca similar a la de los templarios, pero dedicada a curar a los enfermos además de combatir al infiel. Su sobreveste por aquel entonces era de un austero color negro, con una pequeña cruz blanca en el pecho. El hombre que tenía delante de mí en el establo llevaba ahora una túnica de color azul oscuro, adornada con tres conchas de oro en torno a la imagen de un delfín.
—Sir Nicholas —casi grité, y apreté su mano con calor—. ¡Qué contento estoy de veros! Pero ¿qué os trae a Inglaterra? ¿Han abandonado los hospitalarios Tierra Santa a los paganos sarracenos?
—No lo han hecho, y Dios mediante nunca lo harán —dijo mi viejo amigo, devolviéndome la sonrisa—. No, soy yo quien ha abandonado a los hospitalarios.
—¿Cómo es eso? —pregunté, asombrado.
—Es una historia triste —dijo, y sus ojos se empañaron de pena de forma repentina—, y será mejor que os la cuente ante una copa de vino. ¿Me acompañáis? Conozco una taberna que se ajusta a la perfección a nuestras necesidades. No está lejos de aquí.
Y así me encontré de nuevo sentado a la mesa de la taberna del Jabalí Azul, donde seis semanas antes había cantado con Bernard, compartiendo una jarra del mismo vino verde del Rin de entonces con mi viejo amigo sir Nicholas.
Después de chismorrear un poco sobre la corte de la reina en Westminster, pedí a sir Nicholas que me contara por qué había dejado la orden de los hospitalarios. Y empezó así:
—No me habría ido de no ser por la muerte de mi hermano mayor, Anthony. Murió el otoño pasado; se cayó del caballo, se rompió el cráneo y exhaló su último suspiro tres días después. Fue una muerte estúpida, sin objeto, indigna de un hombre valioso. Pero ahora está junto a Dios, más allá de las preocupaciones de este mundo.
»Su pobre esposa, Mary, ha quedado viuda con dos hijos pequeños. El mayor, William, heredará nuestras tierras de Sussex, pero es un niño que apenas empieza a caminar, y mal podrá administrar su hacienda ni defender su propiedad en unos años de sangre y violencia como los que vamos a vivir. Por eso, cuando me llegó la noticia de la muerte de Anthony, me vi frente a una disyuntiva muy dura: volver a Inglaterra para proteger a la familia de mi hermano, mi familia, o mantener la lealtad a mi orden.
Sir Nicholas bebió un trago de vino. Era evidente que todavía no se había reconciliado con la opción que tomó.
—Recé durante siete días y siete noches. Pasé una semana de rodillas en la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Durante la tregua concertada con Saladino el año pasado, después de que el rey Ricardo marchara de Ultramar, se nos permitía a los cristianos visitar los santos lugares libremente. De modo que, durante una semana, pedí el consejo de Dios. ¿Debía volver a casa para defender las tierras de mi familia, o permanecer con los hospitalarios? Y por mediación de la Gracia divina, recibí una señal.
»El silencio de aquel lugar santo se vio roto de pronto por dos niños, uno cristiano y el otro musulmán, que empezaron a corretear por la iglesia armando alboroto y riéndose de algún juego que llevaban entre ellos. En ese momento, supe que Dios me enviaba un mensaje. Los dos niños felices no eran mucho mayores que mis dos sobrinos, y a pesar de ser de cada uno de una fe diferente, y de haber nacido enemigos, durante la tregua se les permitía jugar juntos, y cada cual había encontrado un placer fresco e inocente en la compañía del otro. Supe entonces que Dios quería que yo hiciera mi propia paz con los sarracenos, que abandonara Tierra Santa y volviera a Inglaterra para proteger a los hijos de mi hermano.
Se enjugó la insinuación de una lágrima, y admito que también yo me sentí conmovido por su historia.
—Fui a ver al gran maestre al día siguiente para informarle de mi decisión, y debo a su bondad, y sin duda también al hecho de que, debido a la tregua, teníamos menos necesidad de guerreros experimentados, que accediera a liberarme de mis votos. De modo que aquí estoy, recién llegado a Inglaterra. Mañana tendré que viajar a Sussex, y desenvainar mi espada en defensa de la familia. Pero debo decirte, Alan, que no ha sido fácil para mí volverle la espalda a la orden. Aunque estoy convencido de que fue Dios quien guió mi decisión, no puedo evitar sentir que, en cierto sentido, me he comportado de una manera vergonzosa.
Calló, y durante unos momentos no dijo nada más. Intenté imaginar la fortaleza de que hubo de dar prueba para romper sus votos y abandonar su vocación, en beneficio de dos niños pequeños que ni siquiera eran sus hijos. De nuevo la imagen de Robin se materializó en mi mente; recordé su sacrificio para con otro niño pequeño que tampoco era hijo suyo. Había algo de Robin en sir Nicholas, pensé: un guerrero despiadado, sin duda un temible matador de hombres, pero con una veta de compasión y un sentido lleno de orgullo de sus deberes familiares.
—Hablabais de la sangre y la violencia que vamos a vivir en Inglaterra —tenía que romper aquel silencio de alguna forma—. ¿Qué habéis querido decir?
Sir Nicholas se había serenado ya para entonces.
—Oh, me refería a ese asunto entre Ricardo y Juan. Los dos son hijos del rey Enrique, y ambos quieren el trono. Y aunque Ricardo lo tiene ahora, está prisionero en algún lugar de Alemania. ¿Quién sabe cuándo volverá? Mientras tanto, Juan va acumulando poder, llama a barones y caballeros a agruparse bajo su bandera, recluta hombres de armas… Incluso en el caso de que Ricardo regrese pronto, tendrá que librar una batalla descomunal. Juan ha tomado el castillo de Tickhill, Saint Michael Mount y los castillos de Marlborough y Nottingham. No será cosa fácil desalojarlo de esas fortalezas cuando regrese Ricardo, si es que regresa algún día. Por lo que sabemos, el rey podría haber muerto a estas alturas.
Deseé contarle todo lo que sabía para tranquilizarle sobre esa cuestión, pero se suponía que el resultado de mi misión en Ochsenfurt había de permanecer en secreto por el momento, y no podía permitirme a mí mismo traicionar la confianza de la reina. Por el rabillo del ojo, vi a un hombre corpulento en un rincón de la sala. Era Tom, el mismo patoso con el que tuve una trifulca la última vez que entré a beber en este lugar. Me volví a mirarlo, con ojos desafiantes. Pero cuando vio que lo miraba, se apresuró a apurar su jarra de cerveza y salió de la taberna sin mirar atrás ni una sola vez. Lo aparté de mi mente y me concentré en lo que estaba diciendo sir Nicholas de Scras.
—… Añoro Ultramar —dijo, con un leve deje de emoción en la voz—. Añoro la certidumbre de la causa; saber que estamos comprometidos con la obra de Dios, y que le servimos en todo lo que hacemos. Yo tenía un puesto en ese mundo, un propósito. Ahora, no lo sé… Nada está claro. Allí tenía amigos, buenos amigos, y en cambio en la corte no conozco a casi nadie. Y en Sussex…, bueno, dejé el hogar de mi hermano hace mucho tiempo. Han pasado sus buenos veinte años desde que me fui de allí. Inglaterra es hoy un país desconocido para mí.
Miré a Nicholas. El vino parecía haber despertado su autocompasión.
—¿Recordáis a sir Richard at Lea? —preguntó, y sus ojos de un verde turbio se nublaron por la pena.
Asentí, y di un sorbo frugal a mi copa.
—Le echo de menos. Pudo cometer un error de apreciación al unirse a los templarios, pero era un verdadero cristiano y un verdadero amigo. No tuvo una muerte digna de un noble caballero cristiano; degollado, cuando escoltaba una caravana de mercaderes. Me gustaría poner mis manos encima de los hombres que lo mataron, si algún día llegase a saber quiénes fueron… Bandidos…, jodida basura y nada más.
Me sorprendió que utilizara aquella palabra malsonante. No podía imaginar al sir Nicholas que había conocido en Ultramar, el cruzado, el hombre dedicado a Dios, utilizando aquel término. Y por supuesto, me acordaba de sir Richard at Lea. Había sido también un buen amigo mío.
Y también recordaba la muerte de sir Richard porque yo estaba allí, a tan sólo unos metros de él, cuando murió. Recordaba la forma despreocupada y eficiente con que Little John rebanó la garganta del caballero templario por orden de Robin, después de que sir Richard fuera capturado. Recordarlo era para mí una fuente de dolor. De vergüenza, también. Insulté como un loco a Robin por haber ordenado la muerte de aquel buen hombre. Me enemisté gravemente con mi señor por ese motivo, e incluso llegué a pensar en abandonar su servicio. La «jodida basura» de la que estaba hablando Nicholas eran los hombres de Robin; robamos aquella caravana sólo como una amenaza nada sutil de Robin a los ricos mercaderes de incienso de Gaza, para convencerles de que les convenía tratar en exclusiva con él.
Al parecer, sir Nicholas no tenía la menor idea de la identidad de los asesinos de sir Richard, y sentí alivio al comprobarlo. Recé para que nunca llegara a descubrir la verdad.
—Entonces, ¿qué vas a hacer ahora? —pregunté a sir Nicholas. Me miró con sus ojos verdes turbios y dijo:
—Mañana viajo a Sussex, con Mary y los niños. Pero no me quedaré mucho tiempo allí. —Hizo una pausa y bajó la vista al tablero agrietado de la mesa—. He entrado al servicio del príncipe Juan —balbuceó.
—¿Qué? —exclamé, incrédulo—. ¿Qué es lo que has dicho?
Levantó la vista, y su mirada se afirmó.
—He jurado fidelidad al príncipe Juan, el hombre que sin la menor duda va a ser el próximo rey de Inglaterra. —Hablaba en tono desafiante—. Ya no soy un hospitalario, un guerrero de Cristo; tengo el deber de defender a mi familia, y el príncipe Juan es el hombre del futuro. Ricardo puede ser el rey ahora, pero sólo nominalmente. Juan subirá al trono, y eso ocurrirá pronto. He tomado partido, me he alineado con el bando correcto, con el que creo que acabará por vencer. Y al hacerlo, al apoyar a Juan, he asegurado el bienestar de la familia de mi hermano.
Disimulé mi asombro tomando un sorbo del vino verde alemán. Me estaba hablando de traición. Sir Nicholas siempre me había parecido un hombre de fe sencilla, que curaba a los enfermos y luchaba con valentía, sin egoísmos, contra los enemigos de la cristiandad. Nunca había visto en él esta faceta pragmática y política. Este sir Nicholas inglés, con su sobreveste azul y oro, que hablaba de «jodida basura» y admitía haber incurrido en alta traición, era una criatura enteramente distinta.
—Sobre esta cuestión quería hablar contigo esta noche —siguió diciendo sir Nicholas—. El príncipe Juan será generoso con cualquier hombre de armas que desee unirse a su causa. Y me acordé de eso en el momento mismo en que te vi en el establo. Tú eres un hombre honrado, Alan. Y un guerrero notable: te vi en la carga contra el ala derecha sarracena en la batalla de Arsuf, y quedé impresionado. ¡Aquél fue un día sangriento! ¡Un gran día! Deberías unirte a Juan ahora…, él hará tu fortuna en los años por venir.