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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (27 page)

Cerró los ojos y por fin tocó. No una pieza completa, sino diferentes fraseos de varias composiciones que surgían de forma espontánea, apelotonándose en la caja de resonancia para salir a respirar. Tocó y se olvidó del tiempo, de su cuerpo. Durante años se había servido de la música para acceder a mundos que le eran vetados, pero aquella noche vio en ella la posibilidad de regresar al suyo, o incluso crear uno propio tan virgen como la tierra que pisaba. Y se dejó llevar, y se sentó junto a Nathalie en el portal del pastelero, entre el polvo de la harina, y le recogió una lágrima que se deslizaba por su mejilla pálida.

De repente algo le sacó de su ensoñación. Miró a su alrededor. Los soldados se habían quedado dormidos. Todos ellos. ¿Cómo era posible? ¿Dónde estaban los vigías? Fue entonces cuando escuchó aquel extraño sonido.

Y al instante el silencio.

Aguzó el oído. Silencio. Los soldados dormidos…

Volvió a tocar una frase más. Un legato sostenido en la nota tónica que ascendía a la dominante y ahí permanecía, creciendo en intensidad…

Se detuvo y miró a ambos lados.

Silenc… ¡De nuevo el sonido!

Entonces lo escuchó bien: un golpe seco seguido de una frecuencia que le resultaba imposible clasificar, una vibración, como si alguien pellizcase con energía la cuerda más grave de un arpa. Se volvió con rapidez. No vio nada, a nadie. Aguantó unos segundos sin respirar. Cerró los ojos. ¡El sonido, otra vez, desde diferentes ángulos! ¿Dónde estaba La Bouche? ¿Había regresado al barco con los marineros?

Repitió la secuencia tres veces y las tres tuvo contestación. Se levantó y caminó con el violín en la mano hasta donde terminaban las ruinas del fuerte. No llevaba antorcha; tampoco la necesitaba. La luna llena de la noche anterior conservaba intacta su plenitud; había prendido en el cielo y deslizaba reflejos plateados sobre las enormes estructuras de roca pulida, sobre las plantas imposibles, mezclas sorprendentes de cactus agresivos y delicadas flores de hibisco. A punto estuvo de dejarse llevar por las historias que aterraban a los marineros, pero las apartó de su mente y siguió avanzando.

El paisaje parecía mutar a cada instante. Había momentos en los que creía caminar sobre decorados de cartón piedra. En un momento dado, mientras ascendía una ladera infestada de unos crustáceos que parecían tener luz en el interior de la concha, sintió una presencia.

¿El origen del sonido?

Escudriñó a través de la oscuridad. Eran varios cuerpos, o más bien sus sombras, erguidos sobre una loma. Estuvo a punto de echar a correr por donde había venido, pero algo le retuvo unos segundos más. Le parecieron demasiado estáticos. Se acercó unos pasos. No eran hombres, ni tampoco sombras. Eran losas de piedra clavadas en vertical, rodeadas por un sinfín de estacas coronadas, todas ellas, con una cornamenta de cebú.

Mientras contemplaba el monumento cesó la vibración. ¿Dónde había ido? Trató de desgranar los sonidos que le rodeaban, escucharlos uno a uno para construir el mapa auditivo del paraje y encontrar algún vestigio de ella, pero por primera vez en su vida se sentía incapaz de hacerlo. Cesó el viento. No crepitaban las hojas. Lo único que percibía, parado frente al círculo de losas y estacas, era el rumor del mar en la lejanía, tierno y letal como el arrullo de una leona.

Fue entonces cuando sufrió por primera vez aquel dolor en los oídos, un hierro candente que le atravesaba la cabeza de lado a lado, en perfecta e insoportable simetría.

10

E
l barco zarpó al caer la tarde del día siguiente. Matthieu, asomado al acantilado, siguió el empuje de su arboladura henchida. La estela cruzaba la bahía hacia el este. Ya no había vuelta atrás. Tenía tres meses por delante hasta que regresase a buscarle. Tres meses y una misión imposible de cumplir, sin otro apoyo que el capitán y una docena de soldados de élite que poco podrían hacer contra los demonios del usurpador si su escuálido plan no salía bien. La Bouche permaneció quieto en la playa. La marea le engullía las botas hasta los tobillos mientras el vibrante perfil de la nave se desvanecía en el horizonte. Al poco, alguien bajó el telón y la noche se desplomó sobre mar y tierra.

El capitán regresó al fuerte. Parecía haber renovado repentinamente sus energías. Llamó a su oficial y ambos se encaramaron a una de las torretas que todavía se mantenían en pie. Repasaron el panorama iluminado por la luna. Era el momento de escoger la ruta más apropiada para internarse en la isla e iniciar la búsqueda de la sacerdotisa. Matthieu se acercó a ellos.

—Deberíamos salir ya —sugirió el oficial.

—Estoy de acuerdo —concedió La Bouche sin dejar de mirar al frente—. Si caminamos de noche evitaremos ese maldito calor y estaremos menos expuestos a cruzarnos con alguna patrulla del usurpador. Hemos de conseguir llegar a su aldea sin utilizar las armas.

—Avisaré a los hombres.

—Un momento… —le detuvo Matthieu.

—¿Qué ocurre?

El sonido… El mismo golpeteo lento de la noche anterior, seguido de la misma vibración, en esta ocasión repetido sin pausa, una y otra vez.

—Ahí está de nuevo.

La Bouche y el oficial no escuchaban nada.

—¿Dinos qué estás oyendo? —le apremió el capitán.

Matthieu no respondió. Echó a andar como hipnotizado en su busca.

La Bouche caviló durante unos segundos. Finalmente hizo una señal a los soldados para que recogieran sus cosas y salieron tras él sin molestarle. El músico abandonó el recinto del fuerte y, siguiendo la ruta de la noche anterior, se dirigió hacia las colinas que bordeaban el mar. Corregía la dirección de sus pasos a cada nuevo sonido. Al poco de alejarse de las ruinas el terreno fue haciéndose más escarpado, pero él seguía avanzando con la seguridad de estar en el camino correcto. Pasó sin inmutarse junto al conjunto funerario de losas y estacas, atravesó un palmeral enfangado y se introdujo en un campo de rocas monumentales, negras y lisas como dorsos de ballena. Aceleró el paso, ayudándose con pies y manos para subir por ellas más aprisa.

—El sonido sale de ahí —anunció al resto una vez que llegó arriba.

Se refería a una hoya de tierra roja que se abría a los pies de un grupo de rocas que se apiñaban a su alrededor como gigantescos caparazones de tortuga. En el centro había crecido un enorme baobab. La luna proyectaba imágenes del más allá sobre el tronco. Era tan grueso que no habría podido ser rodeado por media docena de hombres uniendo sus brazos, y se erguía como el torreón de una fortaleza, con un basto ramillete de ramas atrofiadas en la copa a modo de estandarte. Junto al tronco crepitaba una hoguera. Ya su calor…

—Dios mío… —exclamó La Bouche.

—Es un niño… —se asombró Matthieu—. El dueño del sonido…

Un ser humano, en el interior de la isla de la luna.

Era un niño anosy de no más de cinco años. Estaba tocando un sitar de tierra, el instrumento más sencillo que Matthieu había visto jamás: un palo corto clavado en el suelo del que partían dos cuerdas de sisal tensadas que vibraban al ser golpeadas con sendas ramas. Matthieu recordó los latidos que sintió desde el barco. El niño se mantenía ajeno a la presencia de los franceses. Era como un semidiós con un cometido concreto: mantener vivo el corazón de la isla, impulsar cada latido.

—No me gusta —se quejó La Bouche escudriñando la zona.

Los soldados esperaban instrucciones. Se habrían enfrentado sin pestañear a un batallón entero del ejército austríaco, pero la visión del niño del sitar les producía una asfixiante inquietud. Se volvían a uno y otro lado, les sobresaltaba el roce del viento en los brazos. Algunos sintieron ligeros mareos y se arrepintieron de haber comido las bayas que crecían en los matorrales del fuerte. Comenzaron a discutir. La Bouche los mandó callar mientras decidía cómo interpretar lo que tenía delante.

Matthieu no sentía ningún miedo. Cerró los ojos y se inundó de la vibración del sitar. Le vino a la mente una sola imagen: la de él mismo en su quinto cumpleaños, simulando que tocaba el violín con el palo de hacer jabón, el día que su tío Charpentier le reveló que cada nota musical, y también cada silencio, eran amor divino en estado puro.

—Bajemos —dispuso por fin el capitán, ansioso por encontrar una explicación.

Descendieron por una grieta del peñasco. Apenas había dado un par de pasos hacia el baobab bajo el que se encontraba el niño cuando una docena de hombres —¿hombres?—de raza anosy surgieron de detrás de las rocas del fondo y se deslizaron por ellas.

—¡Es una trampa! —gritó La Bouche desenvainando la espada—. ¡Disposición de combate!

Los soldados obedecieron y se abrieron en formación de defensa, pero desde el primer momento se habían dado cuenta de que aquellos nativos no tenían nada que ver con la idea que se habían forjado de los sanguinarios guerreros del usurpador. Eran flacos como galgos, parecían enfermos, con la mente perdida. También había mujeres con los pechos vacíos y el pelo recogido con diademas de barro. Sus cuerpos desnudos estaban teñidos por completo con el tinte rojo de la tierra. ¿Acaso no serían espectros, espíritus errantes de los anosy muertos? No iban armados, y se limitaban a mirarlos con sus grandes ojos enrojecidos mientras rodeaban al niño formando una masa trémula. De entre ellos surgió un anciano. Caminó unos pasos y se plantó delante del capitán.

Matthieu nunca había visto a nadie así. Los surcos que le atravesaban el rostro parecían marcar la edad de la isla más que la suya propia. Con su mano de barro sujetaba sin presionar una cría de ave. Aquel hombre era parte de la tierra que pisaba. Los pies cubiertos de ceniza, las piernas delgadas y resecas como troncos de bambú.

—No puedo creerlo… —murmuró La Bouche sin dejar de sostener la mirada al anciano.

—¿Qué ocurre?

—Es él…

—¿Quién?

—El antiguo rey —confirmó con seguridad al tiempo que rebuscaba entre los recuerdos que sobrevivieron al fuego de la última batalla, diez años atrás.

—¿Este hombre es el antiguo rey de los anosy?

—Lo reconocería entre un millón de estos malditos negros.

—Creía que su hijo había terminado con él.

—Yo también —murmuró el capitán—. Y quizá haya sido así.

—¿A qué os referís?

—Míralo bien, parece vacío —murmuró La Bouche, contemplando con cierta decepción al jefe indígena convertido en un viejo indefenso.

Alzó su espada despacio y le tocó los brazos con la parte plana de la hoja para constatar que era de carne y hueso. El anciano, que todavía no había dicho una sola palabra, se volvió hacia las rocas del fondo.

Otra sombra fue tomando forma entre la negrura.

A Matthieu le llamó la atención su manera de andar, con paso sosegado, muy diferente de los movimientos convulsivos de los anosy que se cimbreaban alrededor del niño del sitar.

Destacaba su alta estatura. Andaba descalzo, pero vestía calzas y una camisa. Era…

Era blanco.

Los soldados se pusieron en guardia por un acto reflejo. Aquel hombre descendió de la roca con parsimonia y fue hacia ellos. Se detuvo junto al anciano. Tenía la tez pálida, el lacio cabello rubio como la barba y los brazos largos. Los escudriñó uno a uno. Se detuvo frente al capitán y entornó los ojos. Matthieu advirtió que la expresión de incredulidad de La Bouche se había multiplicado hasta lo indecible. Era como si estuviera viendo un fantasma.

—¿Eres tú? —consiguió articular.

—Nómbrame —respondió la sombra con voz profunda.

—Pero…

—Nómbrame —repitió—. Necesito escuchar mi nombre.

—¿Pierre?

—Dilo de nuevo.

—¿Pierre Villon, el médico?

—Pierre Villon, tu cirujano de a bordo. ¡Maldita sea, cuánto he echado de menos el
Fortune!

Ambos estallaron en una carcajada nerviosa y se fundieron en un abrazo. El capitán no pudo evitar el impulso de separarse para contemplarlo una vez más y cerciorarse de que era quien parecía ser.

—Pierre…

—Capitán…

—¡Discúlpame, pero no soy capaz de reaccionar! —Rió de nuevo. Al instante su gesto se tornó serio—. Te di por muerto…

—Lo sé —repuso el médico.

No dejaban de examinarse mutuamente.

—Dios mío… Han pasado diez años…

—Todo está bien, te lo aseguro.

La Bouche apretó instintivamente la empuñadura de la espada, apremiado por la repentina necesidad de hacer cualquier cosa por su amigo.

—Pégate a mí. Te sacaremos de aquí ahora mismo. ¿Hay muchos más detrás de esas rocas? ¿Tienen armas?

—Tranquilízate, capitán, no soy su prisionero —dijo Pierre con una extraña calma.

—Pero…

—Las cosas ya no son como entonces —le cortó sonriendo, mirándole fijamente a los ojos—. Disfruta conmigo de este momento.

La Bouche repasó uno por uno los rostros de aquel penoso grupo de nativos.

—De acuerdo —accedió, aflojando la tensión y envainando de nuevo la espada.

Pierre tomó una bocanada de aire y recuperó el tono festivo.

—¡Estaba convencido de que antes o después regresarías a la isla de la luna! Cuando los anosy me han dicho que habían visto extranjeros en la isla…

Los anosy… Hablaba de ellos como si fuese parte de la tribu. La Bouche se volvió un instante hacia el jefe. Quizá fuese verdad que las cosas habían cambiado. Los ojos del anciano carecían de fuego, incluso sus colmillos parecían romos. Estaba confuso. Mientras Pierre le pedía que no se preocupase por la presencia de los indígenas, retornaban a su mente las horrendas escenas que durante dos lustros había mantenido encerradas en la celda más profunda de su memoria: una miríada de balsas rodeando el
Fortune,
flechas de fuego en las velas, la sangre de sus hombres derramándose por los muros del fuerte de la Compañía.

Pierre tiró de él hacia la hoguera. Quería verlo mejor.

—Los que conseguimos regresar al barco nos vimos obligados a zarpar de inmediato… —volvió a excusarse el capitán dejando a un lado su habitual arrogancia—. Debería haberme cerciorado de que no quedaba nadie vivo en tierra, pero apenas podía gobernar la nave con los pocos miembros de la tripulación que aún quedaban en pie.

—Nunca te he culpado —declaró Pierre—. Yo mismo era incapaz de creerlo cuando desperté unas horas después del ataque. Tenía sobre mí el cuerpo de un guerrero y su hacha clavada en… —Le mostró una enorme cicatriz que le cruzaba el antebrazo derecho—. Debí de golpearme en la cabeza cuando caímos, pero aún tuve tiempo de dispararle a bocajarro. No sé cómo fui capaz de respirar mientras estuve inconsciente. ¡Aquel diablo pesaba como un buey! —exclamó, riéndose al ver que se le trababa la lengua—. ¡Dios mío, me cuesta pronunciar mi propio idioma!

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