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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (24 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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La puerta estaba apalancada. Matthieu la golpeó con un brote repentino de nerviosismo. Fue el mismo capitán La Bouche quien apartó el madero y abrió.

—Capitán…

—¿Le has preguntado a este maldito negro si vio al asaltante? —fue lo primero que dijo—. ¿Logras entenderte con él?

—Claro que lo vi —respondió directamente el
griot,
saliendo hacia la cubierta en dirección a la borda.

El capitán, al igual que antes le había ocurrido a Matthieu, se sorprendió de que hablase su idioma, pero apenas se le alteró el gesto de desprecio. Matthieu le dedicó una mueca inexpresiva y fue a colocarse junto al
griot.
La Bouche también se acercó, tras apartar con genio un cabo mal adujado que colgaba de los herrajes de una roldana.

—¿Quién era? ¿Has reconocido a alguien de la tripulación?

El
griot
le dedicó una mirada cargada de odio.

—Era un hombre… como vos y como yo.

La Bouche no sabía si seguir interrogándole o pedir un látigo para azotarle.

—¿Tienes algo más que decir? —gritó enfurecido.

El
griot
no contestó. Matthieu intervino a tiempo.

—¿Qué vais a hacer ahora?

—¿Te refieres a qué haré después de arrojar al mar a tu amigo negro?

Los músculos del
griot
se contrajeron. Matthieu le clavó la mirada sin ningún temor.

—Me refiero a si vais a encauzar de una maldita vez esta expedición para alcanzar nuestro objetivo a tiempo.

En ese momento escucharon unos gritos que venían desde la amura de estribor. Llegaron a tiempo para romper la tensión, pero no parecían traer nada bueno.

La Bouche se dio la vuelta. Caminó a grandes zancadas entre los marineros. El oficial de maniobras le salió al paso con el catalejo en la mano.

—¿Qué ocurre?

—Mirad —señaló—. Debe de tener al menos cincuenta cañones.

Era un barco en la lejanía. Había iniciado la virada trasluchando por proa y ceñía hacia ellos a toda velocidad por sotavento.

—Estábamos haciendo un viaje demasiado tranquilo…

—¿Lo conoces? —preguntó el contramaestre Catroux.

—Diría que sí —murmuró La Bouche —, pero no puedo afirmarlo… Aún está muy lejos.

—Lleva una bandera blanca —intervino Matthieu tras aguzar la mirada a través del catalejo—. Al menos no serán piratas…

—¿Blanca? —exclamó Catroux—. ¡Por los clavos de Cristo, el sol no me ha dejado verla! ¡Dame eso!

Un gesto de preocupación se dibujó en la cara de los marineros que estibaban velas en el pañol de proa. Los cabos se tensaron de repente produciendo un chirrido tétrico.

—¿Qué ocurre? —se alertó Matthieu.

—Que nadie se apresure a sacar conclusiones.

—Por Dios y por la libertad…
—recitó Catroux sin despegar el ojo del cristal.

—¿Por qué dice eso? —siguió preguntando el músico.

—Es la enseña del
Victoire.

—Entonces es él…

—¿Quién?

—¡El capitán Misson! —gritó un marinero.

Todos los demás comenzaron a hablar alterados.

—¡Callad! —ordenó el capitán.

—¿Quién es ese Misson?

—Un hombre predestinado para la leyenda —declaró La Bouche con calma—. Tenemos viento de sobra. Si conseguimos que no nos dé alcance antes de que caiga la noche podremos ocultarnos en la oscuridad.

—¡Contramaestre!

—¡Sí, capitán!

—¡Todo a babor! ¡Izad trinquetes y foques!

—¡Ya lo habéis oído, marineros! —repuso satisfecho—. ¡Todo a babor! ¡Izad trinquetes y foques!

De inmediato comenzaron los gritos y las carreras por cubierta. Cada miembro de la tripulación se dirigió a su puesto entre la maraña de cabos y escalas. Los ociosos pronto recibieron órdenes precisas. Algunos marineros se encaramaron a las vergas para soltar los nudos que mantenían recogidas las velas. El barco dejó de ser un esqueleto para convertirse en una nave grandiosa que hinchaba el pecho desafiando al viento y a las olas. Viró y escoró. Los obenques tensaron la cubierta. La navegación ceñida aumentó la velocidad y comenzaron a dar brutales pantocazos contra el agua. Matthieu no había imaginado que aquel barco pudiera navegar tan rápido. Se arrastró a estribor, viendo que se inundaba la regala de la borda de babor. Se volvió hacia atrás y clavó los ojos en la bandera blanca que ondeaba en la distancia.

«¿Quién demonios eres, Misson?», se preguntó, preocupado ante la inquietud que, por primera vez desde que abandonaron La Rochelle, traslucía el rostro del capitán.

7

C
inco horas después de haber avistado al
Victoire
el
Aventure
seguía poniendo a prueba su resistencia. Maniobraba tratando de que la corredera les señalase que aumentaban la velocidad, pero no lograban ganar ni una milla a su perseguidor. Muy al contrario, se acercaba más y más. La tensión que se respiraba en cubierta podría haber hecho estallar toda la pólvora de la santabárbara. Los marineros rezaban para que no rolase el viento. Matthieu no podía dejar de otear desde el castillo de popa. Distinguía la figura de Misson al frente de la nave con la pose de un mascarón viviente y no podía eludir un extraño deseo de verle de cerca, algo que según parecía no iba a tardar en ocurrir.

—¿De qué está hecho ese barco? —se desesperó La Bouche en un momento dado.

—¡No podemos ir más rápido! —se justificó su segundo, que permanecía junto al timonel con los ojos entornados por el viento que le azotaba en la cara.

—Lo sé… —murmuró el capitán mientras abandonaba el castillo de popa en dirección a su camarote—. Lo sé.

Matthieu aprovechó para acercarse a Catroux. Se sujetó para no caer al suelo por una ola y le habló fuerte al oído.

—¿Por qué dijo el capitán que Misson estaba predestinado para la leyenda?

—Limítate a rezar lo que sepas —le cortó él, sin su habitual socarronería.

—Creo que merezco saber algo sobre la persona que va a mandarlos a pique.

El contramaestre le dedicó una mirada confusa.

—El capitán La Bouche ha batallado contra docenas de corsarios de tres mares, pero Misson no es un pirata al uso. Es una especie de ángel negro con bandera blanca.

—¿Es tan sanguinario?

—Más bien infalible, como la muerte.

—Pero ¿es francés? —insistió Matthieu, empeñado en sonsacarle cualquier cosa.

Catroux asintió.

—Vino al mundo en el seno de una familia cristiana, pero pronto se dio cuenta de que no estaba hecho para la vida de matemático que le había proyectado su padre y abandonó la ciudad —le explicó finalmente, elevando la voz por encima del silbido constante del viento en las balumas de las velas—. ¡Pirata del demonio! Primero probó suerte en los mosqueteros, pero le gustaban tanto los libros de viajes que terminó enrolándose en el
Victoire,
el mismo barco que ahora tenemos a popa.

—Es rápido…

—Es la mejor nave que jamás se ha construido. Misson se apoderó de ella hace más de veinte años, la transformó en un buque pirata y aún sigue surcando la derrota de las Indias con esa maldita enseña:
Por Dios y por la libertad.

—No parece lema para un corsario…

Catroux se encogió un instante para esquivar un nuevo roción de espuma que atravesó la cubierta de lado a lado.

—Eso fue cosa de Caraccioli —siguió explicándole—. Si Misson no hubiera conocido a ese sacerdote bastardo jamás se habría convertido en lo que es, y ahora nosotros seguiríamos nuestro viaje tranquilos rumbo a Fort Dauphin.

—¿De quién habláis?

—De su lugarteniente.

—¿Tiene de segundo a un sacerdote?

—Fue al poco de comenzar su andadura marinera. El
Victoire
hizo una escala en Nápoles y Misson pidió permiso para ir a visitar Roma. Allí conoció a Caraccioli, un sacerdote lujurioso que se convirtió en su anfitrión y le mostró las verdades de la corte papal. Ya sabes: más decadencia y corrupción que en las peores tabernas de Gorée. ¡A Misson debió de darle un pasmo! Estaba ante lo más opuesto a los valores cristianos que siempre había tenido a gala defender. El caso es que, entre jarra y jarra, comenzaron a disertar sobre la religión y su visión del mundo y el bien y el mal, ya sabes… En pocos días se convirtieron en uña y carne.

—Y Caraccioli se embarcó con él…

—Para que le aceptaran a bordo del
Victoire
no dudó en arrancarse sus hábitos de mascarada, como él mismo los llamaba. A partir de entonces sus vidas transcurrieron como una sola. Superaron abordajes y batallas en el Mediterráneo y el Caribe, se hicieron tremendamente populares entre la tripulación…

—Y terminaron apoderándose del
Victoire
de forma ilegítima —intervino el capitán desde atrás, dando por concluido el relato.

No le habían visto acercarse. Catroux alzó el catalejo y no añadió nada más. A La Bouche no le gustaba el resto de la historia, la parte que contaba que cuando el comandante del
Victoire
cayó en una batalla, fueron los propios compañeros de Misson quienes le nombraron nuevo jefe y le prometieron fidelidad eterna en su nueva andadura como corsarios, admirados por sus discursos sobre la igualdad de los hombres que les recitaba cada noche bajo cubierta.

Matthieu percibió una expresión diferente en el rostro del capitán, como si hubiera estado tramando algo en esos minutos que había pasado en su camarote.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Catroux—. Aún faltan varias horas para que caiga la noche y en un par de ampolletas nos tendrá a tiro.

La Bouche, que permanecía con los ojos clavados en la popa, desplegó una sonrisa que desconcertó a todos.

—¡Aproad el barco! —gritó.

—¿Qué?

El capitán se volvió.

—Creedme, sé lo que hago. ¡Proa al viento! ¡Dejad que nos dé alcance!

Matthieu lo escuchó y se acercó a ambos.

—¿Estáis pensando en enfrentaros a él?

—Daré orden a los artilleros de que preparen los cañones —se adelantó a decir el contramaestre Catroux.

—¡Esperad!

—Capitán tenemos poco tiempo…

La Bouche caviló un instante lo que iba a decir.

—Abrid solo cinco portas a cada lado.

—Pero…

—Que preparen todos los cañones —aclaró—, pero mostrad sólo diez de ellos.

Catroux, como antiguo compañero de La Bouche, comprendió de inmediato lo que éste pretendía hacer. Misson no podría imaginar que aquel mercante de la Compañía iba tan bien armado, por lo que bien valía la pena intentar aprovechar la sorpresa. Mostrándole todos los cañones no lograrían hacerle desistir de su ataque; muy al contrario, alentarían aún más su codicia llevándole a pensar que tras una defensa semejante se escondería una valiosa carga, por lo que los embestiría sin piedad con todo su potencial. Si por el contrario aparentaban ser un mercante común, sin apenas opción de plantear resistencia, era posible que aquel peculiar pirata tratase de abordarlos sin causar daños graves a la nave para llevársela como botín tras someter a la tripulación.

—Nos hemos convertido en su presa, pero os aseguro que sufrirá antes de ponernos el collar. En el momento en que lo tengamos encima le mostraremos todo nuestro armamento preparado para un único y demoledor disparo. Tendrá que abandonar. Sé que lo hará —explicó La Bouche.

Catroux no las tenía todas consigo.

—¿Por qué estáis tan seguro de que no disparará todas sus piezas en cuanto descubra vuestra artimaña?

—Porque para entonces ya estará demasiado cerca. Esto no es una guerra, no entra en sus planes acabar con el enemigo al precio que sea. Los piratas sólo luchan cuando pueden vencer sin riesgos, para aprovisionarse y seguir adelante. Misson sabe que un intercambio de cañonazos a esa distancia hundiría esta nave, pero también sabe que su mítico
Victoire
podría acompañarnos al fondo.

—Digamos que abandona tras descubrir la encerrona… —insistió Catroux—. ¿Por qué suponéis que ese maldito pirata no caerá sobre nosotros en el momento en que nos vuelva a ver desventados?

—Porque ese maldito pirata es un caballero del mar —declaró La Bouche, dando por terminada la discusión y dirigiéndose a la bodega para explicar el plan en persona a los hombres.

A partir de entonces todo transcurrió a velocidad de vértigo. La Bouche ordenó soltar las escotas y el flamear de las velas frente al viento redujo la marcha del barco. El
Victoire
comenzó a acercarse. A Matthieu le sobrecogió ver cómo se les echaba encima aquella fortaleza que avanzaba implacable sobre el agua. Como habían previsto, el capitán Misson optó por apresar la nave de la Compañía dañándola lo menos posible, pero ello no le impidió lanzar una primera andanada para amedrentar a la presa.

Matthieu se estremeció al escuchar el estallido de los cañones del pirata.

Un instante de silencio…

Y la destrucción a su alrededor, en forma de lluvia de astillas arrasando la cubierta.

—¡Tened fe! —gritaba La Bouche.

—¡Tenemos que cañonearle!

—¡No! ¡Mantened el barco aproado y no os salgáis del plan! ¡Si quisiera terminar con nosotros habría apuntado más abajo!

El contramaestre Catroux hincó una rodilla en el suelo y, apretando los dientes, se arrancó una estaca del muslo. En ese momento divisaron otra llamarada sorda, de rojo intenso entre el humo que salía de las portas del
Victoire.

—¡Otra andanada!

Todos se arrojaron al suelo, cubriéndose la cabeza con los brazos mientras aquella segunda serie golpeaba de forma certera en la arboladura del
Aventure.
Quedaba claro que Misson pretendía inutilizar el barco sin dañarlo con vías de agua bajo la línea de flotación. Saltaron los estays y los mástiles se quebraron por encima de la primera cruceta. Algunos hombres cayeron muertos tras aquel nuevo ataque, pero La Bouche seguía lanzando una única orden: que se mantuviesen serenos y firmes y que gobernasen frente al viento. Los marineros menos avezados y los grumetes imberbes buscaron refugio en la toldilla de proa. Matthieu permaneció agachado en cubierta, junto al caos de cabuyería, lonas y trozos de madera, soportando el cabeceo del barco.

—¡Aguantad! —gritaba La Bouche —. ¡No disparéis!

Matthieu se asomó levemente y vio cómo algunos tripulantes del
Victoire
preparaban los garfios y trepaban a las vergas y a las escalas de los obenques de estribor disponiéndose para el abordaje. Misson ordenó barrer la cubierta con fusilería desde las gavias. Las astillas de los tableros saltaron una vez más por todos lados como cuchillos afilados. Matthieu estaba aterrado. Tuvo que apartar el cuerpo mutilado del segundo del timonel que se había desplomado sobre él desde el puente. En ese momento, cuando el abordaje era inminente, se escuchó la orden de La Bouche por encima del mar y del viento.

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